#Edición3

El crimen del que no se habla

9 Minutos de lectura

 

“Pero la técnica base del periodismo consiste hoy en día en una secuencia de pasos laterales que interceptan el sentido del mundo, constatando todos los desvíos laterales. Aquí también tenemos un desarrollo horizontal, en el espacio y en la superficie, que sustituye al camino vertical de la profundidad y de la comprensión.” 

Alessandro Baricco – Los bárbaros


Por Ignacio Ratier

No es cuestión de hablar sólo de “lo que está en agenda”. Si ese fuese el criterio, el fallo de la Corte por el cual se aprobó el 2×1 en el caso Muiña ya formaría parte del barro acumulado en el pasado. Sin embargo, el escándalo Scioli-Berger ha servido de coartada perfecta para, lentamente, ir relegando el debate a los márgenes. Es comprensible, discutir sobre Derechos Humanos es como montar un caballo salvaje, nunca se sabe bien adónde se puede terminar, sobre todo si entre los interlocutores está Aldo Rico o alguien de su calaña, y el moderador es Santiago “que la devuelvan” Del Moro.

Pero como lo que sucede en los medios tiene un carácter acumulativo, hay que tener a bien considerar un detalle: el 2×1 será pasado para la agenda mediática, pero “el pasado es una dimensión del presente”.  En primer lugar, lo sostuvo William Faulkner, luego Javier Cercas hizo propia la idea en El Impostor (ver también aquí), mientras que yo imité la acción del escritor español la noche en que se presentaba oficialmente Subida de Línea.

En esa oportunidad, junto a otros compañeros, presenciamos la escena posterior a la profanación del hogar de Gladys Loys, testigo en la Megacausa III, que aún no había comenzado. En el momento en que solté la frase (“el pasado es una dimensión del presente”), un policía revisaba el lugar, es decir, un pasillo con un montón de papeles y otros objetos desparramados por el piso.

Volviendo al caballo salvaje sobre el que nos hemos montado, y hablando de agendas, hay algo que ha estado resonando, por desgracia, bastante seguido: el pedido de reconciliación; por parte de sectores de la Iglesia, militares o familiares de represores. Esta plegaria, hay que decir, forma parte de un dispositivo que tiene como finalidad última la impunidad. El artilugio ha cobrado mayor relevancia en el último año y medio, y aunque conlleve sus riesgos para nuestra sociedad, su creciente presencia en el debate público sirve para iluminar una zona de la historia reciente escasamente explorada: los alcances reales de la última dictadura en el presente.

Para comenzar, me gustaría plantear algo, que tal vez resulte un tanto polémico, partiendo de la siguiente pregunta: ¿Es posible considerar a los familiares de los represores y cómplices del Proceso como víctimas?

“Es un ser infame, no un loco. Un narcisista malvado sin escrúpulos”, dijo Mariana sobre su padre, Miguel Etchecolatz, en una gran crónica publicada por Revista Anfibia, en la que de alguna manera admitía que sí, que ella también es una víctima. Sin embargo su postura no es común entre familiares de quienes fueron partícipes de aquel período, por el contrario, son ellos quienes constituyen el corazón del discurso negacionista.

El año en que finalicé la secundaria cursé sociología con un profesor que había sido preso político. Sus clases eran divertidas, tenía un manejo impecable de la ironía, y a pesar de no recordar absolutamente nada del contenido de la materia, tengo presente con claridad un discurso que enunció sobre el tema:

“Yo he vivido esa etapa, me metieron preso, he recibido golpes y torturas que me dejaron secuelas que ustedes pueden ver. Pero yo he decidido perdonar. Para vivir tranquilo. Sin el perdón se vive envenenado. Y no tiene nada que ver con el olvido, no se confundan, perdonar es recordar sin dolor”.

De este recuerdo y aquellas palabras se desprenden dos cosas que considero importantes: la cuestión del perdón y la cuestión del veneno, ésta última clave para intentar responder la pregunta planteada. La primera forma parte de un dilema que se me ha presentado en numerosas ocasiones. De hecho, no puedo negar que he intentado perdonar, sí, pero no como un modo de interrumpir los procesos de Memoria, Verdad y Justicia, es decir, no con el objeto de consagrar la impunidad, sino como una manera de emprender un proceso interno, independiente de la política de estado más importante de este siglo. Sino miren las imágenes de las plazas llenas, teñidas de blanco. Bienvenido Cambiemos a los consensos argentinos, decía alguien en Twitter.

Como dice Pablo Semán, el movimiento de derechos humanos es la columna vertebral de la democracia argentina, vale aclarar para no habilitar comentarios zonzos. Por eso mismo, el perdón al que hago referencia es el perdón como un acto individual, como movimiento en nuestra conciencia, esa zona restringida a las voluntades de los demás. Porque es en la defensa del que decide perdonar, eludiendo los acuerdos morales predominantes, donde radica también la razón fundamental de la bajeza ética del pedido, de la exigencia de reconciliación. La reconciliación sólo es posible con el consenso total de todas las conciencias involucradas y, al igual que la exigencia de autocrítica, tan común por estos días, intentar forzarla equivaldría a un acto de fascismo: todo lo que involucra la intromisión en la conciencia del otro con el objeto de modificarla en contra de esa voluntad es un acto fascista.

Segunda cuestión, el veneno. Al día de hoy, dispersas por el mundo, hay personas que desconocen su verdadera identidad, y madres y abuelas que esperan por sus hijos; hay destinos enigmáticos, personas que no se sabe dónde y cuándo dejaron sus sombras; víctimas que lograron sobrevivir y debieron rehacer sus vidas con la mochila de los daños irreparables: pérdidas, afecciones físicas, traumas.

Todavía así, sólo en el calor del movimiento por los derechos humanos, entre los múltiples actores y organizaciones con posiciones diversas que lo integran, se han manifestado actos de autocrítica y arrepentimientos, relacionados a cuestiones como la toma de las armas, por ejemplo. Del otro lado, sólo el silencio, secretos que se van apagando con la defunción de cada uno de los que han decidido privar a la sociedad de su conocimiento y escrutinio.

Volvamos, entonces, a la pregunta, ¿es posible considerar a los familiares de represores y cómplices como víctimas? Según la perspectiva de mi profesor de sociología del secundario, la negación de los aspectos perversos de sus seres queridos, propia de muchos de ellos, podría simplificarse respondiendo que “están envenenados”. Pues lo azaroso, si es que tal cosa existe, ha operado para que algunos nazcan y se críen en el seno de familias en las que padres son también asesinos, abusadores, torturadores, etc. Esa, de alguna forma, es una condena que deriva en diferentes consecuencias; ya sea en el dolor de Mariana, que marcha en contra de los intereses de su padre, o sea en la iconicidad de figuras como Cecilia Pando, férrea defensora de crímenes sangrientos, condenada  por su padre a la degradación de su imagen por vía mediática, a la deshonrosa tarea de defender con una convicción angustiante lo indefendible. Aquí surge, entonces, la primera posible respuesta: la cuestión de la afectividad

 

No son pocos los que han asociado lo afectivo a lo instintivo. Veamos, Lawrence Grossberg propone un ejemplo sencillo: si una mujer embarazada se cae, es factible esperar que si hay muchos hombres alrededor éstos acudan en su ayuda tratando de sostenerla. La mayoría dirá “pues es instintivo, claro que ayudaría a la mujer”. Ahora, si el acontecimiento se produce en un país en el que los muchachos que la rodean han sido moldeados de manera tal que se considera agraviante tocar a una mujer con la que no se tiene un lazo formal, tal vez empecemos a comprender que la cosa no es instintiva como pareciera presentarse.

En ese sentido, el autor inglés sostiene que lo afectivo está organizado por aparatos discursivos o culturales que condicionan nuestros modos de concebir la realidad a través de los hábitos. Estos aparatos, dice Grossberg, construyen el sentimiento de existencia, el timbre o la densidad de la realidad vivida. De ese modo, lo afectivo sería el registro en el que nuestros valores se ponen en marcha a medida que se adjuntan a lo real, es decir, “la forma en que las personas se anclan a sus vidas”.

¿De qué manera se anclan a sus vidas los familiares de los represores?

Erika, hija de un militar carapintada, partícipe de los años infaustos, regala una pequeña apreciación al respecto:

“A los hijos de los milicos -y más si tu viejo era comando y carapintada- nos formaban en ciertos valores más que en otros; es decir, se nos educaba para ser gallardos. El peor defecto que podíamos detentar era el de ser cobardes. Agradezco que haya sido así: había que tener valentía para mirar al verdugo a los ojos y, aun así, mantener la palabra. Memoria, Verdad y Justicia. Clarito y sin claudicar.”

A estas alturas, deberíamos saber que una comprensión acabada de los alcances reales de la dictadura en el presente es, prácticamente, tarea imposible. No obstante, eso no impide que intentemos reconstruir las piezas del problema, detalle por detalle, juntando los pedazos, aunque no terminemos nunca. En eso, imagino a mi madre diciendo “la nuestra es una generación de miedosos, nos criamos con miedo a hablar”; en otras palabras, la quinta que vio el mundial 78’. En esas manifestaciones microfísicas vive eso que otros llaman““el triunfo cultural de la dictadura”.

Continuando la tarea, pienso que es bueno retrotraernos a las audiencias de la Megacausa III, fallida, todavía inconclusa, retomada ahora en condiciones bastante diferentes a las del año pasado. Tengo en la cabeza una serie de imágenes que difícilmente puedan borrarse. Una de ellas, cuando sentados en la fila de los acusados, todos personajes condenados por la justicia, veían pasar a policías hoy en día en función. Desde la parte de arriba, junto a otros trabajadores de la prensa, observaba cómo aquellos hombres dispuestos a custodiar a los condenados, saludaban uno por uno a éstos, estrechando con certeza amistosa sus manos. En plena luz del día.

Luego, la más conocida. La imagen de las dos tribunas, en el caso de la Megacausa III, más equiparada en número, en consideración de que involucra actores novedosos en juicios por crímenes de lesa humanidad, como es el caso de quienes fungieron en el poder judicial durante aquella época. Cada sector con sus ritos, por ejemplo, el levantamiento de las fotografías de nuestros desaparecidos. Son nuestros, sí. Del otro lado, la apariencia impasible en los rostros, irrumpida levemente por los testimonios más fuertes, cuando el caballo, por fin, logra desbocarse y algunos ceden mientras se conmueven ante “lo que no debe conmoverlos”.

En el lugar, lejos de vivirse un clima de cancha, reina el decoro propio del aire anacrónico de los recintos judiciales. Rara vez se cuelan los gritos, los insultos y los golpes bajos. Las personas simplemente “están ahí”, expectantes. Lo cual no quita que se viva la densidad de una tensión que anuncia una explosión que, más allá de lo amenazante, se sabe nunca ocurrirá.

Las señales, las declaraciones desafortunadas de algunos de sus funcionarios y las indefiniciones hasta antes de la masiva movilización alentada por el 2×1, por parte del gobierno, motivaron un clima de incertidumbre en el que nuestra máxima garantía es la estructura social, ese gran consenso que tenemos los argentinos en relación a los derechos humanos. En ese meollo, sumado al testimonio de Mariana y Erika, aparece el testimonio de Julieta, como si el torbellino hubiese animado a muchas voces inhibidas por la vergüenza, o algo más profundo y complejo tal vez, a vomitar algunas verdades. Una excelente noticia para la interminable construcción de la memoria, campo de disputas en el auge de su belicosidad dentro de lo han sido los últimos años. Julieta, por su parte, hizo referencia a los efectos del testimonio de Mariana.

“Leer el testimonio de la hija de Etchecolatz me genera, más allá de la angustia por los recuerdos, la posibilidad de transformarlos en acción plena de sentido, lo cual es más útil y consecuente. Así surgió la idea de juntarnos. Hijos de milicos genocidas, bajo una única consigna inclaudicable: Memoria, Verdad y Justicia.”

En esta ocasión quise pensar en los otros de este asunto. En el Otro, el diferente. ¿Por qué siempre referirnos a ellos sobrecargados con los basamentos del odio? ¿No es acaso el discurso del odio lo que debemos desincrustar de nuestras vidas? ¿No es una de las grandes luchas de nuestra democracia?

Familiares lloran por heridas que no dejan de sangrar. (Una foto que me mira, cada vez que entro a casa, dice que por aquí cerca pasa algo parecido). Sufren, recuerdan, hacen que la ilusión del pasado se disuelva. Y del otro lado también; hombres y mujeres, con los dientes apretados, aferrados a rosarios, bajo el influjo de la esperanza. Ocupados en buscar contactos, medios disponibles para denunciar lo que creen injusto, aunque deban negar lo que se les ha hecho imposible ver. Antes que odiar prefiero pensar, prefiero creer que ellos también son víctimas, de algún modo. Ese es el crimen del que no se habla.

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