#LiteraturayPoesía

Alitas de papel

5 Minutos de lectura

Por Gonzalo Emanuel Reartes.

En el pueblo decían que el último viaje se hace por la “San Martin al fondo”, pues por ahí se va al cementerio. Cuando murió don Cachilo los vecinos se enteraron pronto, pues de madrugada no estuvo en su banquito rustico, tronco quemado y rescatado, sentado mirando pasar a Anselmo barrer las hojas del otoño, y a media mañana tampoco salió en la ruidosa bicicleta con el tacho de desperdicios para los chanchos de la finca. Cuando Cachilo se ausentó de la vereda todos supieron que se había muerto. Lo velaron en su casa y doña Irma Salomé llegó tarde para rezarle. La Mama Vita cortó unas calitas del jardín, y mientras armaba el ramito temaba, porque ella era muy temática, con el velorio del vecino.

 

_ ¿El pobrecito estará bien en su cajón? Uno baratito nomás debe ser… ¿Cómo lo habrá pagado el pobrecito? ¡Tan buenmozo que estará con la ropa que le han elegido, traje azul con pañuelo verde en el bolsillo! Le van a poner color en la cara para que parezca sanito, dicen que estaba muy pálido de enfermedad… ¡Ojalá no le hayan puesto zapatos, porque con el peso de las tachuelas no va poder subir al cielo! ¿Qué le habrá pasado a doña Irma Salomé que no ha llegado a tiempo para llorar? ¡Tan puntual que suele ser ella y tan bien que reza y llora al mismo tiempo!

La Mama Vita temaba con la tardanza de la llorona y rezadora del pueblo, y acomodaba flores para el cementerio. La Tía Mafita andaba en el fogón del fondo, leudando masa en la mesa grande de algarrobo para las empañadas de mañana. En el velorio se hizo comida para todos, brindaron por el difunto, lo recordaron, y no faltó quien contara algún secreto y lo llorara. Al día siguiente el finado estaba frío e hinchado, y algunas moscas empezaban acercarse al cajón por lo que hubo que cerrarlo. El curita Contreras negoció con San Pedro para que pasara más rápido a verlo a Tata Dios, y los hombres del barrio lo sacaron de la casa con los pies para delante, y lo llevaron caminando por toda la calle Mitre hasta la Roca, donde el coche fúnebre lo esperaba para llevarlo al cementerio. La Tía y la Vita sólo fueron un rato a la casa de Cachilo a dar el pésame, a llevar flores, y rezar el rosario. El día del entierro no fueron al cementerio. La Tía Mafita preparaba para hacer las empanadas, y la Mama Vita cociendo un delantal floreado volvió a temar…

_ ¡A los tumbos irá don Cachilo! Pobrecito… qué más se puede esperar si así nomás vivió…

Es que la calle del cementerio era una colección de pozos, piedras, piedritas y tumbos. A los tumbos iba don Cachilo. El chofer del coche fúnebre para evitar algunos pozos realizaba maniobras que sólo generaban cabezazos al cajón. No decía nada Cachilo, pues ya se le había cortado el último aliento hace rato, y sólo espanto en algún momento podía llegar a ser. Si pudiera decir, seguro, pediría que arreglen la calle del último viaje.

Mientras tanto en la casa la Tía doblaba con mucho cuidado los extremos, hacía un pliegue para aquí y uno para allá, y con pequeñas curvitas iba uniendo los pliegues y formando alitas. Ella era la dueña de un saber probablemente extinto. Nadie aprendió hacer alitas, pues en los mundos desencantados los alimentos no hacen volar. La Tía, y sólo ella, con sus dedos y uñas doblaba la masa y le daba un vuelo al repulgue. En la casa los demás sí sabían hacer el cerrado hacia abajo para las empanas de carne, y el abierto hacia arriba para las de pollo. Decir carne siempre fue sinónimo de vaca; en cambio todo otro tipo de carne había que indicar de qué era. Podía ser carne de cerdo, de cordero, de chivo, de conejo, de llama, de burro o tochi, de libre, de suri, de gallo bien hervido, de gallina o pollo, de león, o algún otro animalito que se cazaba en el campo. Por lo general las empanadas eran de carne o pollo, que en realidad era gallina o gallo, aunque decían “pollo” para que fueran más tiernas desde las palabras, porque en el mundo encantado en el que ellas vivían las palabras con ternura hacían a las cosas tiernas.

Nadie sabía de dónde había aprendido esa maña de manos, ese gesto de dedos, con el que esculpía puntitas finitas con terminación en curvas, y que se asemejaban a unas plumitas acariciadas por una brisa suave y fresca, como la de las mañanas y tardes de enero, que traen alivio al pueblo. Pero sus plumas y alitas no sólo estaban en los repulgues de empanadas, o las empanadillas dulces de nuez, o los pastelitos para los niños que se portan bien.

Vivían frente al Hospital del pueblo. A veces golpeaban la puerta, aparecía una enfermera gorda buscando a la Niña Mafita, le decía no más de una pocas y parcas palabras, y se cerraba la puerta. La Tía entraba a la pieza grande y arriba de un ropero lleno de cosas disímiles y distantes, pero que misteriosamente ahí se convocaban, buscaba un papel. Entre las tijeras de podar y el bastón del hermano político ya muerto hace tiempo, cerca de las pesas del pilón y la caja de habanos que tenía boletas, sobre las banderas de los día patrios y algún uso de hilar que se guardaba de repuesto al lado de las agujas de tejer, en medio de un lacito de cuero con el que buscaban leña del Río Seco y una bolsa que tenía otra bolsa con un montón de bolsitas que contenían incontables botones de todos los colores, estaba el papel blanco. Importaba que sea blanco, cualquier tipo de papel, pero que sea blanco porque las alitas de un angelito no podían ser de otro color.

La Tía sabía de la muerte. No sólo porque era la que mejor torcía el cogote de las gallinas o sabía clavar el cuchillo en la arteria precisa, y dar el golpe final a algún animal carneado, sino porque ella también había bañado y vestido a todos sus familiares muertos, porque las almas la venían a visitar y anunciarse, y sabía cuando alguien iba a morir por la forma de las nubes, el cantos de los pájaros, la aparición de las hormigas, o los ladridos y maullidos al viento; y según decían el diablo conversaba con ella en el fogón de la cocina vieja cuando iba a sepultar el fuego. Quizás por eso ella, que sabía de la muerte, también sabía de hacer alitas para los angelitos.

Sin molde alguno, todo a mano alzada. Sus herramientas no superaban un lápiz y dos tijeras, una ancha y larga, y una corta para detalles. El par de alitas eran pequeñas, a veces acompañaba un gorrito, una pechera con plumas, unas ushutitas con alas y un vasito, que en su conjunto conformaban el ajuar de las criaturitas que morían bien habían nacido, o que nacían muertitas. Las alitas iban dentro del cajón, en la espalda del angelito, y así lo llevaban al Limbo en el cementerio del pueblo. El Limbo, para el día de las almas estallaba en colores, lindas estaban las tumbitas, y hasta fiesta con cantos y regalos le hacían para que se alegren las almitas. Pero durante casi todo el año era reconocible por sus cruces pequeñas y tristes, por los juguetes abandonados y desparramados, y por el silencio claro que existía al pasar cerca de ahí, a dónde sólo había niños sepultados, angelitos con alitas de papel…

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