Por Juanca Paez Gimenez
Acostumbro a andar apurado, a caminar rápido pero llegar tarde. Esta mañana no fue la excepción. Pero para mi suerte llego a la Casa del Maestro y Lorenzo es el único que se encuentra en el lugar, sentado, aguardando la llegada de los demás. Cualquiera arriesgaría a deducir que la pantalla del teléfono que mira con tanta atención, está siendo testigo de un chat de Whatsapp, o del atestado inicio de alguna red social.
Ya nos conocemos, así que lo saludo y me siento a su lado. “Estaba dibujando en el celular” me cuenta, como adivinando y a la vez deshaciendo toda intriga. Desconecta los auriculares y me muestra la ilustración en proceso: un autorretrato de tintes surrealistas, con fondo en perspectiva que se pierde en un punto de fuga hacia el centro del plano. Intercambiamos ideas, nos lamentamos por las fechas límite de los concursos a los que uno no llega y recordamos anécdotas.
El primero en llegar, después de mí, es Pablo. Liviano de cosas y sin mochila. Se justifica que por las dimensiones de sus obras le resulta imposible trasladarlas en moto.
A Amalia Martinez Gramajo, la profesora a cargo del espacio, se la ve cruzar hacia una de las puertas cercanas a la entrada. Luego sale y se dirige a nosotros. Se desempeña como docente en el ISBA (Instituto Superior de Bellas Artes Juan Yaparí). Me presento y mi cara le resulta conocida (algo que escucho cada vez que conozco a alguien).
Una vez despejadas las dudas, propone comenzar a trabajar, a pesar de no haber quórum. Es miércoles, día semanal intermedio, y todo compromiso, sea laboral o de cualquier tipo dificulta la asistencia de los chicos y chicas del ISBA a la clínica de arte. Recorremos los pasillos del local. Techo alto y columnas. Bordeamos un patio interno y seguimos adelante. Nos detenemos ante un portón enrejado, previo a una puerta de madera. Esta última es el acceso directo al taller. Imagino que el sueño de todo artista plástico se encuentra allí dentro. Lo confirmo al ingresar: una sala amplia y de paredes claras. Alrededor, bastidores pintados con la firma de Amalia nos indican que es este su lugar en el mundo. Una larga mesa ocupa el centro. Cercana a la pared, otra más pequeña contiene frascos y tazas. Macetas con plantas sobre una escalera, entre otros elementos que ocupan el espacio. Lo más preciado es la luz natural que baña toda la habitación, a través de un lucernario desde el techo. Me invitan a sentarme, mientras alguien pasa un trapo a la mesa, que enseguida se puebla de lápices, hojas, carpetas y tazas de desayuno.
Yoel y Sebastián son los últimos en llegar. Así es como se completa el equipo de la jornada.
Amalia me cuenta que a la clínica de arte la bautizaron con el nombre de “Liberando obras”, y que uno de las metas, en lo práctico, es elaborar un libro grupal que contenga intervenciones mutuas. La escucho y trato de no perder detalle alguno de lo que pasa a la vuelta: charla, tazas de té y galletas dulces son los condimentos de una confianza cada vez mayor.
Me dirijo a Pablo, que anda con el tiempo justo, para saber acerca de cómo vive los encuentros en el taller. “Me parece una buena experiencia” me dice. “Estamos aquí porque la profe nos seleccionó. Vimos que hay mucha variedad de estilo y que, a pesar de trabajar por separado, no hay competencia. Aunque luego vamos a fusionar todo”. Sobre lo experimental y lo que va más allá de lo pictórico, me comenta “hicimos intervención Land Art, fotografía y edición digital. Algunos con el celular y otros la pc. Siempre aludiendo a lo local, como el Kakuy, por ejemplo”. Land Art es una corriente artística que tiene lugar en la naturaleza. El paisaje es intervenido con los mismos componentes que hay en él. “Vamos a estar participando en la Feria del Libro, exponiendo un libro de artista”, me anticipa. “Dentro de todo, será algo abstracto, no informativo, sino más bien visual”. También relata que hicieron “Video Art con programas como el Movie Maker”. En un ademán saca su teléfono del bolsillo. Abre la galería de imágenes y comienza a indicarme cuáles son los trabajos de aquellos compañeros que no están hoy en la clínica. Veo mucha diferencia en la forma de pintar de cada uno y hasta llego a notar distintas intenciones, concepciones, ideas. Me cuenta que la Subsecretaría de Cultura les donó algunos materiales. Y, entre risas, agrega “pero igualmente, hasta con carne podríamos trabajar”. Pablo terminó la carrera en Bellas Artes pero continúa capacitándose en el Instituto.
Me dedico a observar y a escuchar las devoluciones de la profesora en cuanto a las obras presentadas. Algunas acabadas y otras que aun transitan el camino a la espera de superarse. Me llaman la atención la intención y los objetivos de haber emprendido esta iniciativa. Antes de hacerme saber acerca de ello, Amalia medita cada palabra y se decide a pronunciarlas: “Que la gente conozca a los artistas jóvenes. Visibilizarlos con el auspicio de la Subsecretaría de Cultura”. Queda, entonces, de esta manera asumida la cuestión de un nuevo escenario en el arte santiagueño. “La propuesta es hacer un seguimiento que involucre a ellos y a sus orígenes con el arte”, prosigue. Para culminar aludiendo a una dimensión más interior y abstracta: “Posibilita descubrir pensamientos, ideas, seres individuales”.
Pablo está cerca, escuchando. Interviene en la conversación afirmando que “aquello que uno produce tiene raíz en nuestro pasado”. Aspecto sobre el que se va a volver constantemente.
“Es interesante cómo el realismo mágico se hace presente en la nueva generación. Se criaron en un mundo globalizado, atravesados por medios, dibujos animados y películas. Tienen una riqueza de imágenes que dejan de lado lo tradicional, lo estructurado y mucho por plasmar. Eso influye en que se quieran expresar en distintas disciplinas. De ese modo integran su obra al arte contemporáneo”, continúa Amalia. Ella se considera un eslabón comprometido en una línea de tiempo generacional, ese que viene a conectar aquel panorama artístico que ya conocemos (el que nos hemos acostumbrado a mirar) con el que está por venir. Y que, sin ir más lejos, ya comenzó a gestarse. Me habla de que “nadie busca cambiarlos, sólo ser guía e incentivo para que puedan encontrar su esencia”.
Se acuerda del 8º Concurso Regional de Pintura del NOA y les pregunta a los chicos si alguien tiene pensado participar. El plazo vence en cinco días, pero ante la duda de la prórroga se propone a marcar el número de la Fundación Cultural y preguntar. No hay caso, por el momento no se extiende, asumen que otro año será. Y ojalá que lo sea.
Hacia la otra esquina de la mesa, Yoel parece impacientarse por hablar. Tiene cabello rizado y oscuro, la piel clara y los rasgos pueriles. Quiero saber hacia dónde se encamina su obra, tanto estética como conceptualmente.
“Estoy en lo autorreferencial. Mis referentes son Frida Kahlo, el action painting y el surrealismo, aunque antes pintaba abstracto” se define. Sólo al contemplar su libro, hoja tras hoja, llego a asimilar esa autorreferencia de la que se hace eco. Dibujos saturados, de matiz naif que retratan tanto su cotidianidad, como los cambios de etapa que lo marcaron durante los últimos años. Su traslado desde Buenos Aires hasta Santiago, por ejemplo. Como si de una narración verbal se tratara.
“Antes no sabía cómo explicar mi obra, pero ahora sí. Me ayudó a conectar con el público, a poder dialogar” remarca. Es a partir de este punto que logro retomar el diálogo con Lorenzo, quien cursa el segundo año del Profesorado en Artes Visuales.
Me cuenta de las veces que muchos le dijeron (tal vez con discreto reproche) que sus dibujos son muy tristes. “Mis dibujos son una mezcla de mucho. Me di cuenta de lo que quiero transmitir y hasta llegué a hacer catarsis en ellos. Porque a todos nos marcaron cosas lindas y también tristes” me dice. Y va contándome que su obra “es interna y conecta con el pasado, y el por qué del presente de cada uno”. Toma como ejemplo una ilustración de su autoría que está en el libro. Retrata una escena de su infancia, cuando quemó una casita de madera y unos hombrecitos con los que jugaba “porque quería dejar de ser niño”.
La profe me mira y reitera su pregunta “¿te das cuenta de la riqueza y variedad que hay en lo que hace cada uno?”. Y efectivamente tiene razón.
No quiero irme sin apelar a Sebastián quien, por lo visto, oscila entre estilos muy contrastantes. “Me gusta el arte argentino. Alberto Greco, por ejemplo” cuenta. Su manera de hablar, de pronunciación rápida, es tan sintética como gran parte de su obra. “Me gusta lo conceptual, la idea de que el arte está afuera. A veces minimalista, otras con mucha información”. La política y la crítica social están entre los intereses de su trabajo, “hacer que el espectador adquiera un pensamiento transversal”. «No me gusta el arte por el arte. Siempre debe haber un propósito», afirma. Para él hace falta no descontextualizar lo que se quiere representar, es necesario acudir a los escenarios reales de toda temática o problemática que se busque tratar. Construir la obra desde allí.
El mediodía se hace cada vez más cercano y Amalia se despide. Pablo se marchó hace rato y solamente quedamos cuatro. Lo que sigue es acomodar el taller. Observo las fotos que pude hacer, mientras ellos se preguntan quién se va a encargar de poner candado a la puerta. La sala se cerrará pero seguirá iluminada al natural desde arriba, hasta después del ocaso. Los saludo y agradezco por todo. Vuelvo a casa y pienso en la nostalgia que envuelve al arte en general; en la diversidad de miradas y, a la vez, en el valor simbólico de aunarlas simbióticamente. Pienso también en lo transgresor, descontracturado pero profundo de una generación que crece con la misma naturalidad, frescura y fuerza que las de un tallo emergente.