#Notas

Parte de guerra

4 Minutos de lectura

Por Soria y Obes.

El tiempo puede variar de casa en casa, pero en algún momento, al cuarto de hora, a la media hora, los hombres de familia toman distancia de los festejos y buscan un lugar retirado. No existió un llamado, una orden, una señal que pudiera provocar esta repentina salida, pero ahí tenemos al buen jefe de hogar disculpándose de los presentes, corriendo las sillas, abriéndose paso a esta necesidad interior que lo hace saltar como un resorte.

Si los demás presienten el motivo, lo sospechan, no es algo interesante para quien siente la vocación; otros adultos seguirán sus pasos, evitando estar muy cerca uno de otro, en cumplimiento de un protocolo que no existe pero está.

Los itinerarios han sido estudiados minuciosamente, la retirada se produce hacia lugares aislados, despejados, preferentemente altos. En ellos se asegura perspectiva y escala para ejercitar la contemplación. El jefe no dirá gran cosa pero señalará en varias oportunidades un rumbo, unas luces, detonaciones; su rol permitirá a los presentes tener una lectura del cielo, en circunstancias precisas, una introducción de astronomía para principiantes. Lo que allí ocurre, sin embargo, es algo más que una clase improvisada; a decir verdad es la negación absoluta de la astronomía, puesto que lo que importa es la pura actividad humana, con total indiferencia de los astros, su avistamiento y la hondura del cosmos.

¿A qué salen los hombres a mirar el cielo?, es la pregunta que nadie se ha formulado porque todos tienen para sí una respuesta, y no precisamente a esta pregunta. Cuando se echa de menos a alguien en la mesa, lo primero que se escucha es, «ahí han salido con los otros». Ese mínimo dato contiene ciertas claves aledañas al asunto que nos interesa. Veamos.

El Amontillado Delator (2018). Por Iñaqui Ortega.

Una tarea de hombres

Bourdieu enseñó en «Dominación masculina» el deslinde real y simbólico entre actividades para mujeres y para varones. Una división del trabajo, por ponerlo así, tajante y desigual, que con los años ha ido morigerándose a favor de cierta sensatez en las prácticas sociales -producto de las luchas por la igualdad. Hoy, sin embargo, la gran perspectiva y el goce de las fiestas lo protagonizan en exclusividad los hombres. Una vez más toman para sí el acopio y la manipulación de la pirotecnia, y por si esto fuera poco, el relevamiento panorámico de los festejos en la ciudad. Los riesgos ante el peligro son asumidos por ellos, y también la belleza y los esplendores de los fuegos de artificio. El ágora como el sitio de lo público se ha trasladado al cielo. Los niños y las mujeres miran con sentidos intrascendentes, el hombre establece relaciones, pondera cantidades, (ya sea de dinero, de explosivos, de permanencia en el espacio), identifica socioeconómicamente los barrios, los ve por la estela de humo y reventones como si fueran galaxias, y deduce el poder de compra (destruir valor o quemar la plata dirán los libertarios); es capaz de trazar comparaciones interanuales y llegar a conclusiones indemostrables, medirse con el vecino o el barrio rival, deducir los impactos de una cultura que resigna el uso de la pirotecnia por la salud de los niños autistas y de las mascotas. Digamos que el mirador ha hecho las veces de un aula a cielo abierto, un verdadero oráculo por el cual recibir señales sólo descifrables por el hombre. Una aventura breve e intensa, los ojos en el horizonte y el escamoteo a las rutinas domésticas de compartir la mesa. Levantarse de la mesa, levantar la cabeza para admirar el espectáculo, levantar las impresiones, que ahora se encienden, que luego se opacan y trepidan, las noticias mundanas del cielo que se suceden en total desorden y las registra desde su vía regia.

 

Soldados sin guerra

Una ciudad que no ha vivido los ultrajes de la guerra, que todavía recuerda el paso rasante de aviones de guerra en ejercicios de rutina, y que su violencia más alta, el santiagueñazo, es reabsorbida como una revuelta social contra un Estado disfuncional, puede jugar, la sociedad toda y privilegiadamente sus hombres, a ser partes de una guerra de mentira, a vivir dentro de una ficción acotada: las fechas típicas de fin de año y en el gran teatro de la noche, una velada de artificio, del más puro artificio. ¿Recuerdan el efecto placebo de las estrellitas en manos de los niños, aunque mejor dirigidas a las niñas, para aplacar el animus belis y entrenarlos en el manejo de un arma inocua?. Así de estereotipados son los roles de una guerra que ni de asomo es de verdad. El alto mando rechaza los manjares y sale a campo a ver las posiciones. La trazabilidad de los fuegos de artificio tensan su ánimo. ¿Todo ese fuego es amigo o enemigo?, se pregunta. Esa sola respuesta cambiaría el semblante. Pero no ocurre. Aquello es una exhibición inofensiva de coheterío. Los niños agregan comentarios de adultos para una farsa de niños. Comentan y activan un petardo de mediano alcance. El ruido tan cerca no deja pensar. Son removidos del lugar con gestos de aturdimiento. Se van. El jefe y la camarilla contemplan en silencio los estrépitos del cielo. Están aturdidos, no pueden imaginar un solo avión sobrevolando en las tinieblas. Un ruido absoluto, irresistible, la muerte antes de abrirse en bomba y transfigurarse. Los niños ahora se dispersan, están abajo, son la vanguardia que lucha cuerpo a cuerpo con el fantasma de la guerra. El Estado Mayor está pletórico, en su completa ignorancia, y cuando la artillería aérea populista satura el firmamento, dirán que aquello es Sarajevo o Gaza, por poner un ejemplo.

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