Por Claudio Rojo Cesca.
uno
Me encantaría escribir sin tener que leer. Sé que es imposible, y tampoco lo recomiendo. Tiene muy poco que ver con la falta de goce en la lectura, y sí mucho con un fenómeno de desmezcla: cuando dos líneas de un texto me empujan a escribir algo propio, y una vez con los pulgares en el celular (o las manos sobre el teclado) me doy cuenta que, en la pulseada, he abandonado un libro, he amputado mi paso por él.
dos
También me pasa que no quiero leer o escribir, como declamaba Norman Briski en una película del 69, porque tengo fiaca. O mejor: decir desde ese lugar, hacerme hablar por eso, el bicho lánguido que está ahí, agazapado, abierto al riesgo de perderse en los rituales del trabajo, incluso del deseo, cuando el deseo hace el viraje a lo mortífero, cuando se endemonia a la manera de Linda Blair en El Exorcista, aunque la paradoja real sea más bien la contraria: la niña tomada por el mal, finalmente poseída, en la cama, sin ganas de ir a la escuela, peleándole a la Iglesia (al poder, bah), dos curas que vienen a la carga con el cantito de the power of Christ compells you!! Y John y Yoko, haciendo la paz desde la cama en un cuarto de hotel, ante los ojos del mundo, en pijamas.
tres
Paz, política y espiritualidad en la escena de una cama: la fiaca como instrumento de transformación cultural, ah re(beldía).
cuatro
El chiste del santiagueño que, recostado a la sombra de un árbol, le dice al empresario del puerto que no necesita profesionalizarse y trabajar diez horas diarias durante muchos años para acumular capital y por fin jubilarse y descansar. Porque así, echado junto al árbol, ya está descansando.
cinco
¿Cómo sería vivir en permanente estado de fiaca? ¿Salir a la siesta a buscar, en las veredas, una fruta caída, un billete, una revista y no recogerlos? ¿Saludar arbitrariamente a una persona y preguntarle cuál es su dinosaurio favorito? ¿Lidiar solamente con el deseo de leer y nunca jamás con el deseo de escribir? En los oídos, reconocer el mar hueco dentro de un caracol. Ya no anhelar el mar para ninguna cosa, no viajar, no moverse: una postal y gracias.
seis
La fiaca no es un constructo puramente teórico, requiere un cuerpo. Tenderlo sobre el tiempo como una red. Dejarlo ahí, a la espera de algo, que detenga la poesía con las manos, que la haga girar como un anillo. Un cuerpo que pueda abrirse toda la vida a ese misterio de la cosa detenida, y por cosa no digo “palabra” o eso que la palabra hace representar, sino lo que va detrás, y tiene dientes, y supura en el silencio antes de dar un salto al papel.
siete
Fiaca de escribir un post, de editar las fotos, de ordenar los libros en la repisa. Fiaca de ir hasta el freezer y despegar la cubetera, y de la cubetera sacar tres hielos, y con los hielos preparar un fernet. Fiaca de corregir un poema, de volver a leerlo, de revisar las notas que fui sembrando en los márgenes de un libro. Fiaca de ver los capítulos que no me gustan de Cowboy Bebop (los hay, son muy pocos, y sólo los reveo por amor infinito a la serie). Fiaca de explicarle a cualquier persona por qué está bueno no saltear las escenas más largas del cine de Leone, o bancar las partes picantes de Oldboy, o buscar el mejor subtítulo posible para El Gran Lebowsky. Fiaca de poner buena cara cuando nada que ver. Fiaca de cambiar la yerba después del mate número mil, fiaca de esperar el colectivo, de escuchar los solos atonales de Richard Wright en un tema de Pink Floyd que dure más de quince minutos. Fiaca de hacer cualquier cosa que no sea calzarme los auriculares y salir a caminar.
ocho
Cambiar la letra de la canción y cantar junto al brasero: por un beso de la fiaca / daría lo que fuera / por un beso de ella / aunque sólo uno fuera.