#NotasMusa: el nombre del miedo

Musa: el nombre del miedo. Capítulo 6: Banqueros, policías y cuatreros

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Crónica: Ernesto Picco.
Audiovisual: Marcelo Argañaraz.
Ilustración: Antonio Castiñeira.

En blanco y negro

Las sombras de la casa se habían alargado como espíritus negros. Se arrojaban sobre el piso y los muebles. Arañaban las paredes. Había un silencio pesado. El living era una cueva a la que llegaba apenas la luz de la tarde desde el final del pasillo, donde la puerta permanecía abierta como un agujero caliente, color de pus. Desde el interior de la casa, Delia Gómez y Rolando Auad observaban por el rectángulo vertical las siluetas babosas que se desdibujaban al pasar por la vereda. Una de ellas se detuvo, pasó el umbral y cobró forma mientras avanzaba a paso parsimonioso y firme. Era Musa Azar. Iba vestido de civil, como ya solía andar siempre por esa época. Los puños cerrados al final de los brazos rectos, que se movían despegándose apenas del cuerpo, con sincronía marcial. Se metió en la penumbra fresca y enfermiza del living. Se presentó ante los dueños de casa, que ya sabían quién era. Con el bigote fino sobre la boca hecha un nudo y los lentes oscuros disimulaba cualquier expresión. Era el 18 de marzo de 1977. El día que les cambió la vida. Abdala Auad, marido de Delia y hermano mayor de Rolando, llevaba más de diez horas desaparecido. Afuera, la tarde purulenta de verano se había convertido para la familia en un mundo exterior inexplicable y amenazante. 

No era común que Musa apareciera en las casas después de una desaparición o un secuestro. Y menos que fuera a intentar tranquilizar a los familiares. Esa tarde llegó con un mensaje de sus superiores: 

_Tenemos todos los recursos humanos y profesionales trabajando en ubicar el paradero del doctor Auad_ les dijo _Y vengo especialmente a comunicarle el compromiso del general Ochoa y del jefe de policía para esclarecer la situación.

El jefe de policía que invocaba Musa era un hombre nuevo en Santiago: Ramón Warfi Herrera. Había llegado hacía unos meses porque el gobernador Ochoa necesitaba empezar a traer gente de su confianza para rodearse en puestos clave. 

Warfi Herrera era un soldado santafecino, con el grado de capitán, que había estado en los montes tucumanos durante el Operativo Independencia. Tenía cuarenta y un años, la misma edad que Musa. Pero lo había pasado por arriba: después de completar el curso en la Escuela de Inteligencia lo mandaron a perfeccionarse en Estados Unidos y Venezuela. Estuvo ahí entre agosto y noviembre de 1976. Después del desastre de la DIP, donde mataron a Cecilio Kamenetzky y desaparecieron a Marito Giribaldi, Ochoa removió al mayor Valenzuela de la jefatura de Policía y trajo a Warfi Herrera, que asumió el 15 de diciembre. Warfi tenía algo más que lo distinguía: era blanco como Ochoa. Ni árabe como Musa ni aindiado como Correa Aldana. Pero Musa, aunque relegado en confianza y en poder, siguió a cargo de la DIP con el respaldo de sus viejos jefes en Buenos Aries. 

Desde su lugar, él también informaba arriba lo que Ochoa y Warfi Herrera hacían en Santiago. Era una cuerda que empezaba a tensarse y se iba a romper.  

Musa Azar en la inauguración de un edificio público en 1977. Mezclado entre militares y policías, iba siempre de civil. [IEM]

La tarde del 18 de marzo del 1977, cuando Musa entró a la elegante residencia céntrica de calle Independencia, pululaban allí policías parcos y parientes nerviosos. La casa era de dos plantas y tenía el frente de ladrillo visto, con la puerta de entrada, el portón y las ventanas de madera. Había un pequeño cuadradito de tierra con flores en la entrada. Una placa de bronce en la pared indicaba que funcionaba ahí un estudio jurídico, y tenía el nombre del dueño. Abdala Auad era un abogado de cincuenta y seis años, hijo de inmigrantes sirios y único profesional de los ocho hermanos santiagueños que se repartían entre la Capital, Suncho Corral y Quimilí, donde la familia tenía emprendimientos forestales que les habían garantizado un buen vivir. 

Abdala Auad era un petiso ancho y desafiante, de frente amplia y papada abombada, que usaba lentes de receta de marco grueso y negro. Vestía siempre trajes de colores claros  y se había afeitado hacía poco el bigote, quizás para aparentar menos edad, pero no lo lograba. Era un hombre conocido en Santiago, que se codeaba con la clase alta en el Golf Club, donde era directivo. Había sido presidente del Banco Provincia entre 1973 y 1975, durante el último gobierno de Carlos Juárez. Renunció por una pelea con la Nina: la esposa del gobernador le había hecho volar los anteojos de un cachetazo en una visita a su despacho, después de que Auad se negara a darle un préstamo a una dirigente de la Rama Femenina. «Yo no dejo que una mujer me trate así», le había dicho Abdala Auad a Carlos Juárez antes de dar el portazo. Con un remate lacerante antes de irse: «Si vos no sabes manejar a tu señora no es mi problema». 

Gracias a sus vínculos sociales, no demoró en encontrar un puesto como asesor legal del Banco Hipotecario, a donde iba a trabajar por las mañanas, para dedicarle las tardes a atender casos particulares en su estudio. 

Aquel 18 de marzo de 1977, en las últimas horas que se supo de él antes de que desapareciera, a Abdala Auad lo habían visto en diferentes lugares. 

A la hora del desayuno lo vio por última vez su hijo Ricardito, que tenía entonces catorce años. Se despidieron como un día normal, a las siete y media. El hijo caminó solo a la Escuela Normal con su chaqueta gris del uniforme y el padre salió a la calle con un traje marrón sobre una chomba a rayas. Se subió al Peugeot 504 gris para manejar hasta el banco, en un camino de diez cuadras que hacía todas las mañanas en soledad. Por eso se sorprendió Dalinda del Carmen Robles, que trabajaba como empleada doméstica en la casa de al lado, cuando volvía de hacer las compras a las ocho y cuarto: reconoció el auto de Abdala Auad en Independencia y Urquiza, donde vio al abogado al volante. Iba, extrañamente, con tres hombres más en el interior. 

Después alguien vio algo más raro. 

Eleuterio Iagatti, que trabajaba en una ferretería en Belgrano casi Urquiza, también vio pasar a Abdala Auad, pero manejando otro coche: un Ford Falcon bordó. Y también vio que iba rodeado por tres hombres dentro del vehículo. 

Dante Ramón Luna, policía del Comando Radioeléctrico, vio esa mañana al mismo Falcon bordó con un grupo de hombres que se alejaban por la avenida Belgrano hacia el norte. En la radio policial habían escuchado la alerta de un secuestro y el Comando tenía que desplegar el operativo que mandaba el protocolo: cerrar todos los accesos de entrada y salida a la ciudad y poner controles. Junto con otros dos oficiales en el patrullero, Luna había atravesado a toda velocidad el centro por avenida Belgrano, había cruzado el barrio Huaico Hondo, y cuando llegaba al aeropuerto, vio el coche bordó que abandonaba la ciudad. El policía Luna aceleró para acercarse al auto que se alejaba y dio aviso por radio del movimiento. Sorpresivamente, le ordenaron cancelar el operativo y volver a la estación de servicio Saavedra, que estaba en el mismo trayecto, unas cuadras más atrás. Obedientes, los policías abandonaron la persecución, dieron la vuelta y manejaron de regreso hasta la estación, en Belgrano y Antenor Álvarez. Allí los esperaba el jefe de policía, Ramón Warfi Herrera, que les ordenó mantener discreción sobre los movimientos de esa mañana. 

En la estación de servicio había empezado a armarse un gran operativo: habían encontrado abandonado en ese lugar el Peugeot gris de Abdala Auad. 

Julio Serrano, el playero de la estación Saavedra, contó que el coche había llegado a las ocho y veinte de la mañana, que se estacionó a un costado y bajó un hombre de pelo negro y bigotes que le pidió que le diera un buen lavado y engrase. Serrano contó que el sujeto dejó la llave puesta, y antes de irse le extendió un fajo de billetes que eran el doble de lo que se cobraba el trabajo. El playero se lo contó a Warfi Herrera y el jefe de policía le dijo que se olvidara de lo que había visto. Serrano hizo caso y no abrió más la boca para hablar de esa mañana. Recién volvió a decir algo del tema cuando tuvo que declarar en la justicia en 1984. 

Un rato antes del mediodía de ese viernes llegó a la estación Saavedra Rolando Auad. Aunque ya lo habían lavado, reconoció al Peugeot 504 por la patente: G-016845. Era el auto de su hermano.

El abogado Abdala Auad junto a su hijo Ricardito, en una fotografía tomada poco antes de su desaparición en 1977. Es una de las pocas veces que se lo ve sonriente. [R. Auad]

Delia y Rolando llevaban horas buscando a Abdala Auad después de que les avisaran desde el banco que nunca había aparecido por ahí. La empleada doméstica, el ferretero y el policía del Comando Radioeléctrico fueron los últimos que lo habían visto. 

Con el tiempo, se contarán historias muy distintas de lo que pasó después. Un guardia de la Jefatura de Policía de apellido Sánchez dirá que a media mañana vio a Abdala Auad entrar al edificio donde trabajaba y que luego supo que lo habían sacado en el baúl de un auto rumbo a Tucumán. Roberto Zamudio, un chofer del Tribunal de Cuentas e informante de la policía, dirá que Abdala Auad se murió en una sesión de tortura en una finca de La Dársena donde los hombres de Musa llevaban a detenidos que no podían llevar a la DIP. Años después la familia va a recibir un mensaje anónimo diciéndoles que a Abdala Auad lo mataron y lo quemaron en los hornos de la fábrica de carbón activado en La Banda. Un mecánico de aviones que trabajaba en el aeropuerto dirá que esa mañana vio a tres hombres atravesando la pista con el abogado y que lo metieron en una avioneta que despegó y se perdió en el cielo rumbo al oeste. 

El verdadero destino de Abdala Auad terminará deshaciéndose en los relatos bifurcados de quienes lo vieron, quienes creyeron que lo vieron, o mintieron que lo vieron.

Probablemente, cuando Musa Azar llegó a la casa a hablar con la esposa y el hermano y a decirles que iban a resolver el caso, ya sabía exactamente lo que había pasado. 

Igual, el jefe de la DIP les llevó el mensaje de sus superiores y les hizo las preguntas de rigor, para que le contaran los sucesos de los últimos días. Ahí Delia, en el fresco ensombrecido del living de su casa, le dijo a Musa que hacía varias semanas que su marido recibía llamados telefónicos, y notas con amenazas. Que por eso tenían un guardia en la puerta que cuidaba la casa desde las once de la noche hasta las seis de la mañana. Le dijo que las amenazas eran por el Nuevo Banco: Abdala Auad era representante legal de un grupo de accionistas minoritarios que habían denunciado a los directores por una extraña venta de acciones un mes atrás. 

La esposa recordó que hacía dos días habían ido a su casa Carlos Jensen y Durval Palomo. Ambos tenían estrecho vínculo con los militares. Durante la presidencia de Lanusse, Jensen había sido gobernador de facto y Palomo su fiscal de estado. Palomo, que también tenía hermanos militares, seguía en la función pública: Ochoa lo había designado al frente del Banco Provincia hacía pocos meses. 

Delia relató a Musa que Jensen y Palomo se encerraron en el estudio con su marido y que ella misma escuchó los gritos y los insultos desde el otro lado de la puerta. Y que después los visitantes abandonaron la casa entre maldiciones. 

En silencio, Musa escuchó a Delia Gómez. Quizás, aquel relato angustiado no era novedad para el jefe de inteligencia. Volvió a oír el nombre de Jensen de la boca de la esposa de Abdala Auad. El nombre de quien lo había hecho quien era cuando lo mandó a formarse a la Escuela de Guerra en 1972. Carlos Jensen era uno de los hombres más poderosos de Santiago. Se había dedicado de lleno a la política desde su juventud y gracias a su participación en los Cursillos de Cristiandad y la Acción Católica había tejido una red de influencia en todo el país. Y en la provincia había escalado ocupando puestos clave: con veintiocho años había sido fundador del Partido Demócrata Cristiano en 1956, con treinta y siete fue cofundador y primer rector de la Universidad Católica en 1964, legislador opositor durante el gobierno radical entre 1963 y 1967, y con el golpe de ese año los militares lo designaron presidente de la Corporación del Río Dulce primero, y luego gobernador, entre 1970 y 1973. 

Delia recordó que lo único que le explicó entre dientes su marido, luego de aquel encuentro del que salió furioso, fue que Jensen y Palomo habían ido a la casa a intentar sobornarlo. Pero no dijo más.  

Cuando la esposa terminó su relato, Musa le pidió que mantuviera reserva. Que tratara de no hablar con nadie del tema y que le informara de inmediato cualquier novedad que tuvieran.

Pero la reserva que pretendía Musa, igual que la discreción que le había pedido Warfi Herrera al oficial Luna, iban a ser imposibles. Pronto, el secuestro de Abdala Auad iba a convertirse en un escándalo nacional, y a desencadenar una interna sangrienta entre empresarios, policías y militares.  

*

A principios de 1977, lo que el gobierno llamaba la guerra contra la subversión, prácticamente había terminado. A Mario Roberto Santucho lo habían matado en el conurbano bonaerense en julio del 76. Lo que quedaba de la cúpula del ERP había partido al exilio y los militantes que integraban las distintas células estaban desaparecidos, presos o en la clandestinidad. 

En Santiago, a Luis Garay, el Tigre López y Ruli Figueroa Nieva los sacaron del Penal de Varones la siesta del 28 de noviembre del 76. Junto con otros presos del Pabellón 4, que estaban con ellos hacía casi dos años, los llevaron al aeropuerto y los encadenaron en posición fetal en el piso de un avión que los llevó al Penal de La Plata. Allí pasaron otros dos años. Algunos un poco más. Y después los fueron separando rumbo a otras cárceles: Caseros, Villa Devoto, Rawson. Lo mismo pasó con las presas santiagueñas del Penal de Mujeres. Iban a permanecer en cautiverio en distintas cárceles del país hasta el final de la dictadura, pero sobrevivirían para dar testimonio en carne propia del horror de aquellos años. 

Los presos que habían sido funcionarios de Juárez recuperaron la libertad bastante rápido. Robin Zaiek y el Mañu González salieron pocos meses después del golpe. Se quedaron en Santiago pero bajaron el perfil. 

Con la Nina los militares se ensañaron especialmente. 

El ex jefe de policía juarista, Mañu González, Nina Aragonés de Juárez y Robin Zaiek, mano derecha y ministro de Gobierno de Carlos Juárez. Fueron a la cárcel desde el primer día del golpe militar. [IEM]

A la esposa del ex gobernador recién la dejaron salir del Penal de Mujeres el 8 de diciembre de 1976. Había bajado más de veinte kilos y le habían cortado el pelo al ras. Durante los ocho meses que estuvo presa la pasearon por juzgados y comisarías para exhibirla cautiva entre los viejos empleados de las reparticiones públicas. Había sido una mujer con poder y había algunos que disfrutaban humillándola. 

Ni bien salió libre, a la Nina se le presentó Victorio Curi. El empresario de la construcción que había hecho sus primeros millones con el plan de viviendas del gobierno juarista para reparar el desastre de la inundación del 73. Tenía órdenes de llevarla a Paraguay. 

Sin muchos rodeos se subieron juntos a un auto que manejó Curi durante veinte horas. Para pasar la frontera, la Nina se escondió en el baúl. Del otro lado, ya en Paraguay, los esperaba Carlos Juárez. Había volado de incógnito desde Madrid para esperar a su esposa lo más cerca que podía sin que lo atraparan los militares argentinos. El nombre de Juárez seguía estando en la lista de personas buscadas. Y desde ese momento, también estaría el de la Nina. 

Escaparon juntos de vuelta a España, donde vivieron un par de años. Luego se mudaron a continuar el exilio en México. La Nina dirá, tiempo después, que aquellos años en el Distrito Federal fueron los más felices de su vida. Allí Juárez se dedicó a escribir su libro Hora Crucial en la Argentina, y a calcular los caminos posibles para recuperar el poder cuando volviera la democracia. 

Mientras Juárez y la Nina vivían sus años de exilio más o menos tranquilo, en Santiago Musa Azar seguía secuestrando y desapareciendo personas. 

Nina Aragonés y Carlos Juárez en una foto que se sacaron en México a fines de los 70. [E. Hrouzek]

Al anochecer del 23 de noviembre de 1976 se llevaron a Rudy Miguel a media cuadra de su casa, en la esquina de Sargento Cabral y Pueyrredón. Esa tarde habían cortado la luz y la mayoría de los vecinos, que estaban en las veredas, pudieron ver dos autos que frenaron y lo capturaron cuando volvía a su casa. Rudy, que era hijo del ex gobernador frondizista Eduardo Miguel, era líder de los jóvenes del peronismo antijuarista, y había sido diputado provincial entre el 73 y el 76. No había escuchado las advertencias que antes del golpe le había hecho José Marino, intentando convencerlo de que se fuera de la provincia, porque iban a venir por él. 

Un mes después del secuestro de Rudy, el 24 de diciembre, se llevaron a Héctor Carabajal, que había sido compañero de militancia y su secretario en la Legislatura. Lo interceptaron un rato antes de la Nochebuena, mientras iba desde su casa en el barrio Jorge Newbery hacia la iglesia La Inmaculada. 

En la noche del 24 de enero del 77 secuestraron a Armando Archetti, un profesor de filosofía de treintaitrés años, cuando salía de una de las canchas del Lawn Tennis en el Parque Aguirre. Archetti había sido amigo de Mario Roberto Santucho y cofundador del PRT, pero había sido expulsado del partido porque se había opuesto a la lucha armada y le cuestionaban sus hábitos burgueses: prefería la filosofía, el teatro y el tenis antes que la revolución. Hacía unos días habían detenido a dos primas suyas que militaban en un centro de estudiantes en Tucumán. Alguien reavivó el recuerdo del viejo militante del PRT y la cúpula militar ordenó detenerlo. 

El 7 de febrero de 1977 secuestraron de su casa del barrio Belgrano a Marta Azucena Castillo, una socióloga de veintinueve años que en diciembre se había presentado a un concurso en el IPVU por un cargo del que ella misma había sido cesanteada por Carlos Juárez un año antes. Marta ganó el concurso para recuperar su puesto, pero cuando los militares vieron su legajo se encontraron con que había sido investigada por ser «correo de un grupo extremista». Entonces fueron por ella. 

El 29 de marzo de 1977 detuvieron en su casa del barrio Belgrano a Agustina Aliendro, de 19 años, junto a su novio Víctor Mario Reartes, de 23. Agustina trabajaba en un bar y Víctor estudiaba en Córdoba. La policía de esa provincia los había estado siguiendo y sabían que estaban en Santiago. El jefe de policía cordobés, Severo Rozas, le había hecho un pedido por carta a Warfi Herrera para detenerlos por estar «involucrados en distintos hechos subversivos». Después de su detención no se volvió a saber de Agustina ni de Víctor. 

Los huesos de Armando Archetti y Marta Azucena Castillo aparecerán tres décadas después en la fosa común de Pozo de Vargas. 

Los hombres de Musa seguían yendo detrás de algunos blancos que les indicaban desde Córdoba o Tucumán, o a los que interferían en sus negocios. Tiempo después se supo que la desaparición de Rudy Miguel no fue por razones políticas: el ex diputado peronista, que después de que los militares cerraran la Legislatura tomó un puesto como asesor legal en la municipalidad de Las Termas, había mandado a clausurar el prostíbulo de Madame Yola, una vieja proxeneta que era amiga de Musa Azar. 

Rudy Miguel, Pepe Carabajal, Marta Azucena Castillo, y Eduardo Archetti, secuestrados y desaparecidos por los hombres de Musa después del golpe. [IEM] 

Aquella historia la reveló Adela Manzur de Miguel, la madre de Rudy, cuando volvió la democracia. A principios de 1984 le contó a un periodista de El Liberal: «Mi hijo redactó la resolución por la cual se clausuraba un cabaret donde se había comprobado que se hacía trabajar a menores de 13 y 14 años». En un largo reportaje que publicó el diario el 5 de febrero de 1984, Adela contó: «Musa le había tomado un odio terrible a mi hijo, porque Rudy sabía los delitos que cometía, y que ahora, desde fuera de la Cámara, como un abogado común, se aprestaba a denunciarlo». Adela dijo también que «la mujer del cabaret entraba al despacho de mi hijo y gritaba que Musa Azar lo mataría, que se encargaría de darle su merecido». Al poco tiempo, Madame Yola mudó sus negocios a la Capital y abrió allí un nuevo cabaret. Rudy ya estaba desaparecido. 

La madre contó que informantes que tenía su esposo en la policía le revelaron que a su hijo lo tuvieron unos días en la DIP y después lo entregaron junto con Héctor Carabajal en el Arsenal Miguel de Azcuénaga en Tucumán, diciendo que eran montoneros subversivos y peligrosos. A los restos de Carabajal los encontrarán en Pozo de Vargas en 2016, pero de Rudy no se sabrá más nada. 

*

Entre murmullos de enojo y confusión, un centenar de personas se acomodaron como pudieron en unas sillitas de madera plegable que pusieron sobre el piso de la cancha de básquet del Club Juventud. Estaban frente a un tablón de madera con un mantel y a la cabeza se sentaron tres hombres con el ceño fruncido. Los dos de los costados iban de saco y corbata, a pesar del calor. El del medio, que fue el único que se puso de pie, era un viejo flaco de pelo blanco, escaso y algodonoso, que llevaba la camisa de mangas cortas por fuera del pantalón. Cuando empezó a hablar, todos los que murmuraban hicieron silencio.

Era la noche del jueves 17 de febrero de 1977, un mes antes de la desaparición de Abdala Auad. 

Eran comerciantes, dueños de negocios del centro y de distintos barrios de la ciudad. También había algunos médicos, abogados, y pequeños ahorristas. En los últimos once años, habían puesto dinero para comprar acciones y ayudar a instalar el Nuevo Banco de Santiago del Estero, que funcionaba desde 1965: primero en un local alquilado en la calle 24 de septiembre, a dos cuadras de la Plaza Libertad, hasta que construyeron un edificio propio en la esquina de Belgrano y Sarmiento, que inauguraron en 1972 y fue su sede definitiva, donde se instalaron con un grupo de veinte empleados. 

El Nuevo Banco había sido una novedad en su tiempo, porque era de capitales privados locales. Hasta su fundación, sólo existían en Santiago el Banco Nación y el Banco Provincia, ambos estatales; y una filial del Banco Español del Río de la Plata. En la última década, el Nuevo Banco les había llevado buena parte de la clientela: en 1977 se estimaba que había llegado a manejar el sesenta por ciento de los fondos de créditos en la provincia. 

Los dueños del Nuevo Banco eran un grupo de trece empresarios que tenían el 66% de las acciones, mientras que el resto se repartía entre 1.800 pequeños accionistas minoritarios. Algunos de ellos habían decidido reunirse por su cuenta esa noche del 17 de febrero en una cancha de básquet, porque estaban a punto de declararle la guerra al grupo de los trece grandes.  

El hombre de camisa mangas cortas que se paró a hablar era el contador Antonio Tagliavini, dirigente de básquet y uno de los pequeños ahorristas que tenía acciones en el banco. Le confirmó al público un rumor que se venía escuchando hacía unos días: el grupo de los trece había vendido el banco a espaldas de los accionistas minoritarios. Los que antes murmuraban en las sillitas de madera ahora gritaban, se quejaban entre ellos con cara de ya sabía, o hacían gestos de disgusto en silencio. 

La asamblea de accionistas minoritarios del Nuevo Banco fue noticia en El Liberal al día siguiente. [El Liberal]

Se reveló aquella noche que la venta era de alrededor de cincuenta mil millones de pesos. Por aquellos años, una casa en el centro de la ciudad podía pagarse mil quinientos millones. El otro motivo de rabia colectiva fue confirmar también ahí que los accionistas minoritarios tenían títulos de segunda clase: mientras las acciones de los mayoritarios se pagaban siete millones, las otras valían trescientos mil pesos. 

La asamblea se extendió hasta después de la medianoche entre discusiones sobre cómo organizarse y proceder. 

Al día siguiente Antonio Tagliavini apareció en la redacción de El Liberal junto a Miguel Tauil, Ignacio Rainieri y Miguel Nader, que se presentaron como voceros de los accionistas minoritarios del Nuevo Banco. Los acompañaba el hombre que habían llamado para ser su asesor legal: Abdala Auad, que se había emperifollado con un saco blanco cerrado sobre una chomba negra. Ante el periodista que los atendió, denunciaron la venta espuria del banco y anticiparon que harían la denuncia ante el gobierno de la provincia y el Banco Central de la Nación. Después posaron los cinco muy serios para una foto. Ese día, el único que hizo declaraciones para ser citadas públicamente fue Abdala Auad: 

_Son estos directores que vendieron el paquete accionario los mismos que en su oportunidad tocaron el timbre de todas las casas para invitar al pueblo a apoyar la creación del Nuevo Banco_ dijo el abogado _El esclarecimiento de esta situación va a permitir sanear al Banco. Y de una vez por todas terminar con esos lobos hambrientos, disfrazados de filántropos que pretenden engañar a la comunidad. 

Ese mismo día, enterados de que se estaba por publicar la denuncia, aparecieron en El Liberal el farmacéutico Isaac Yelín y el comerciante Oscar Spaini, presidente y secretario del directorio del banco, a blanquear por primera vez la venta. Explicaron que era legal, que estaba comprometida de palabra y se iba a proceder de forma inminente: 

_Se ha convenido la venta del paquete mayoritario de las acciones del Nuevo Banco a las empresas locales FACA S.A. y Minaclar S.A._ explicó Yelín. 

Las dos entrevistas salieron en El Liberal del domingo 20 de febrero. Aquel destape inició una pelea pública que duró meses. De un lado, el grupo de los 13 invitaba a los accionistas a informarse en el banco, y del otro Abdala Auad firmaba de puño y letra advirtiéndoles que no se dejaran engañar. 

El miércoles 23, el abogado publicó una extensa solicitada llevando la pela a otro plano. El título en letras enormes decía: «Conozcan los accionistas del Nuevo Banco de Santiago del Estero parte de los bienes adquiridos por su director-gerente señor Alberto Amado Alegre, en los dos últimos años». 

Aquella fue la primera vez que se mencionó a Amado Alegre en la disputa. 

Era uno del grupo de los trece, miembro del directorio, y quien actuaba en la práctica como gerente del banco. Amado Alegre respondió al día siguiente con su propia solicitada defendiéndose: «He guardado prudente silencio hasta el día de hoy para no envenenar más los ánimos de la gente que no conoce el problema, y aunque es evidente que se busca crear mi exasperación para hacerme cometer un error, en defensa de mi honor personal que es el de mi familia y el de mis hijos, salgo a la palestra con el ánimo confiado de quien enarbola la verdad». Dijo que algunas de las propiedades que le endilgaban no eran suyas y que a otras las había comprado más baratas que lo que denunciaba Abdala Auad. 

El lunes 28 de febrero bajaron de un avión en el aeropuerto santiagueño los contadores Grosso y Barcia. De traje y portafolios, los dos inspectores enviados por el Banco Central habían demorado apenas diez días en responder a la denuncia del grupo de accionistas minoritarios. El gobernador César Fermín Ochoa había intercedido ante las autoridades nacionales para acelerar el trámite y él mismo ordenó al fiscal de Estado de la provincia, Cleto Peralta, presentar en la justicia local una denuncia por defraudación, enriquecimiento ilícito y falso testimonio contra Amado Alegre y el directorio del banco. 

Hasta esa fecha, había dos actores clave que no habían levantado la cabeza en medio de la balacera, que por el momento era sólo mediática y judicial.

Abdala Auad (izq.) junto al grupo de representantes de los accionistas minoritarios del Nuevo Banco: Miguel Tauil, Miguel Nader, Antonio Tagliavini e Ignacio Rainieri. [El Liberal]

Uno era Eduardo Antonio Figueroa. La cara visible del grupo económico que conformaba con sus tres hermanos, Tomás, Lito y Pepe. El 22 de febrero, en un recuadro medio escondido de una sección de El Liberal que se llamaba “Entretelones”, podía leerse lo poco que se dijo sobre él en esos meses: «Un grupo de amigos – le había dicho Figueroa al diario – hemos sido uno de los postulantes para la compra; pero hubo otros que ofrecieron más qué nosotros». La noche del 17 de febrero Eduardo Antonio Figueroa había estado en la asamblea de los socios minoritarios en el Club Juventud. El Liberal contaba en aquel pequeño recuadro que después de perder la puja en la venta del banco, le propusieron integrar la comisión de accionistas minoritarios, pero no aceptó. Y aquella fue la última vez que el empresario apareció públicamente vinculado al caso. 

El otro actor clave era Hugo Echegaray: ingeniero, amigo de Amado Alegre e integrante del grupo de los trece. Era, además, el dueño de la fábrica de carbón activado de La Banda – FACA S.A. – que se dedicaba a hacer compuestos químicos a base de carbón. También de su firma exportadora, Minaclar S.A. Desde las sociedades anónimas que integraba, era el propio Echegaray quien estaba intentando quedarse con el banco comprando todas las acciones del grupo mayoritario. 

Por debajo de los embates públicos entre Abdala Auad y Amado Alegre, la pelea por el botín involucraba a otros protagonistas. Pocos vieron que mientras avanzaba el ataque de los accionistas minoritarios, Echegaray intentaba quedarse con el banco, mientras que afuera del ring esperaban su oportunidad de revancha los Hermanos Figueroa, con su ex empleado Ochoa ordenando la investigación del fiscal y acelerando la inspección del Banco Central. Carlos Jensen y Durval Palomo, muy cercanos a los militares, eran los hombres que intentaban operar a su favor.  

*

Cuando le filtraron el dato de que iban a detenerlo, Amado Alegre se fugó de Santiago. Fue una mañana de la última semana de febrero de 1977. Le había dado el aviso un policía de la Jefatura al que conocía por la dirigencia deportiva. Entonces el gerente del Nuevo Banco se subió en un Dodge con Felipe, su hijo varón, que estaba por cumplir dieciocho años, y dos abogados: los hermanos Julio y Mario Navarro. Atrás quedaron su esposa Esther y sus hijas Diana, de veintitrés, y Analía, de veintiuno. El gerente, su hijo y los dos abogados se perdieron por la ruta 64 y escaparon a Catamarca por la Cuesta del Portezuelo, manejando durante tres horas al borde del precipicio por un camino angosto de tierra que en esos años nadie tomaba y donde no había controles policiales. 

Amado Alegre se había vuelto un poderoso empresario, pero pocos recordaban sus orígenes de farmacéutico. Siempre decía que se había ido a estudiar la carrera a Tucumán por descarte, porque no tenía vocación para nada. Nunca se imaginó que construiría un pequeño emporio que despertaría enconos en Santiago. Menos que terminaría manejando por los cerros para escaparse de la policía. 

Antigua fotografía que se conserva del día que Alegre recibió a empresarios que fueron a apoyarlo cuando comenzó el conflicto por la venta del Nuevo Banco. [La Calle]

Alegre había empezado con la Farmacia Santiagueña, que atendía junto a su esposa en la esquina de Libertad y Garibaldi. Fue presidente del Colegio de Farmacéuticos y después incursionó en otros negocios como la cría de pollos. Pero lo que le gustaba realmente era el deporte. Fue fundador de la Asociación de Ciclistas Santiagueños, presidió la Federación Santiagueña de Básquet, y fue vicepresidente del Golf Club, donde se hizo amigo de Abdala Auad, que tenía su misma edad y era el presidente. 

No imaginaban, Alegre y Auad, que terminarían convirtiéndose en enemigos. 

Desde las asociaciones deportivas Amado Alegre hizo vínculos sociales con empresarios y comerciantes de clase media y alta, que lo llevaron a organizar un nuevo negocio. En 1960, con un grupo de familias de comerciantes, crearon la Nueva Financiera Santiago. Sus socios eran Isaac Yelín, también farmacéutico, los Méndez y los Barrio, que vendían calzados, los Spaini, que vendían sanitarios. Luego sumaron otros inversores y se instalaron en el local de la calle 24 de septiembre, frente a la Galería Central. Alegre quedó en la gerencia de la empresa, e inventó una modalidad de créditos que llamó mercado de aceptaciones. Cuando alguien llegaba buscando un préstamo, él contactaba a uno de sus amigos con dinero para poner a trabajar los fondos: el cliente pagaba un cinco por ciento, cuatro puntos iban para el dueño del dinero y un punto para la financiera. Era la tasa más barata del mercado y eran sumamente flexibles y permisivos con la presentación de carpetas o requisitos para autorizar los préstamos. 

En cinco años el negocio creció tanto que decidieron pedir autorización al Banco Central para convertir la financiera en el Nuevo Banco de Santiago del Estero, que se fundó oficialmente en 1965.   

Nadie imaginó entonces que, al poco tiempo, el banco se volvería un botín de guerra.

Amado Alegre fue la cabeza visible del Nuevo Banco y desde allí cultivó relaciones en la provincia gracias al favor que les daba con préstamos fáciles a comerciantes, constructores e industriales, que también crecían en patrimonio e influencia. En 1972 hicieron la gran inauguración del nuevo edificio del banco. Y en 1973, cuando Alegre cumplió cincuenta años, le organizaron una fiesta con seiscientos invitados en el Lawn Tennis. El poder que iba construyendo en Santiago le permitió proyectarse a nivel nacional. En 1976 fue elegido director del Banco Federal Argentino, la entidad que nucleaba y daba respaldo a los bancos privados del país. Se abrió una oficina en Sarmiento y Reconquista, en pleno centro porteño, que alternaba con la que tenía en Santiago, en Belgrano y Sarmiento. 

Ese mismo año Amado Alegre decidió dar un paso más audaz: se compró un diario. No imaginó que era cruzar un límite que le saldría muy caro. 

Desde 1973, cuando Carlos Juárez hizo cerrar el Diario La Hora – que había salido durante tres décadas – El Liberal se mantuvo como el único periódico de Santiago durante los años siguientes. Hasta que a principios de 1976 un grupo de empresarios salteños puso en Santiago el diario La Calle. Su administrador era Francisco Cenice. Al que conocían como Paco o El Gordo. El jefe de redacción era Domingo Schiavonni, que había trabajado como periodista en Salta y en Tucumán. Pero con la llegada del golpe militar los empresarios salteños decidieron irse de Santiago y allí Amado Alegre compró el diario, que estaba en una casona en Avellaneda casi Buenos Aires. 

Conservó los empleados, con Cenice y Schiavonni a la cabeza. Todos los días, en la portada del diario podía leerse debajo del nombre el slogan de La Calle, que decía: «Matutino independiente – Primero en offset integral». Habían comprado tecnología que no se había visto nunca en Santiago y que permitía imprimir más diarios y a mayor velocidad que El Liberal. Alegre no tenía un año al frente de La Calle cuando empezó el conflicto por el Nuevo Banco, y lo aprovechó para dar su pelea personal. 

El diario La Calle, propiedad de Amado Alegre, propuso durante los poco más de dos años que se publicó, una línea editorial alternativa a la de El Liberal. [La Calle]

El 21 de febrero publicó un recuadro titulado «NUEVO BANCO: TRASCENDIDO», en el que anticipaban que se iban a tomar acciones legales contra «los responsables visibles  de la impugnación y particularmente contra el asesor del sector, por publicaciones aparecidas en un matutino local». La misma amenaza sutil iba contra «los socios de la institución que avalaron con su firma en una reunión pública realizada recientemente en un club de esta ciudad la posición del grupo impugnador». 

Unos días más tarde, La Calle publicó una foto del propio Amado Alegre, sentado en su despacho del banco con una sonrisa tensa, junto a seis hombres que lo rodeaban y lo tomaban de las manos. El epígrafe de la foto decía: «Un grupo de clientes y accionistas del Nuevo Banco de Santiago del Estero testimoniaron al director gerente Sr. Amado Alberto Alegre su reconocimiento por la labor cumplida al frente de la institución». 

El 2 de marzo, una larga nota de La Calle desautorizaba otra vez la denuncia de los accionistas minoritarios y la participación de los inspectores del Banco Central, y cargaba las tintas contra el gobernador Ochoa: «Conviene aclararlo una vez más, pues los señores Grosso y Barcia se hallan en Santiago a instancia de la solicitud oficial y no de ningún accionista o asesor». Ese día, Amado Alegre ya se había fugado de la provincia y el fiscal Cleto Peralta había presentado en la justicia la denuncia por enriquecimiento ilícito y falso testimonio en su contra. 

Durante las dos semanas siguientes hubo silencio. 

El juez Juan Alfredo Amado recibió la denuncia de Cleto Peralta e inició una investigación bajo secreto de sumario, mientras en el banco avisaron que el gerente se había tomado licencia. El lunes 14 de marzo el juez encabezó un allanamiento en la casa de Amado Alegre y el jueves 17 ordenó la indisponibilidad de sus bienes e informó a la prensa que la policía investigaba su paradero. 

Al día siguiente, el viernes 18, desapareció Abdala Auad. 

A partir de ahí la historia cobró otro tono. 

*

El Liberal dio la noticia el sábado 19 de marzo: «¿Desaparición o secuestro?: Tensa expectativa y variadas conjeturas sobre el paradero del Dr. Abdala Auad, que denunció un “affaire”». Y el domingo 20: «Piden colaboración para la captura de Amado A. Alegre». Durante todo ese fin de semana el caso fue noticia nacional y salió con grandes titulares en La Gaceta de Tucumán, en Clarín, La Nación y La Prensa de Buenos Aires. 

En Santiago, el diario La Calle publicó el lunes 21 un texto sobre un llamativo encuentro en el Lawn Tennis: «A través del perímetro que circunda las canchas de tenis de una prestigiosa entidad social y deportiva pudimos observar el desarrollo de un partido que allí se disputaba entre un gobernador y un exgobernador santiagueño. Haciendo gala de agilidad deportiva y un buen estado atlético jugaban en la mañana, el general César Fermín Ochoa y el Dr. Caros Jensen Viano. Al margen de las contingencias del momento, ambos hombres públicos evidenciaban dominio de la raqueta y un sentido de la amistad deportiva». 

Ese mismo día que La Calle apuntaba al vínculo de Ochoa con Jensen y su actitud relajada en medio del conflicto, reapareció el dueño del diario. El martes 22 fue noticia en El Liberal: «Allanaron un sanatorio y detuvieron a Amado Alegre». Y un subtítulo en la misma nota recodaba: «Continúa en el misterio el paradero del Dr. Auad: intensa búsqueda de la policía y expresiones de repudio».

La familia Auad conserva varias carpetas de archivos periodísticos sobre el seguimiento del caso. [E. Picco] 

Desde ese momento, amado Alegre estuvo preso ciento cuarentaiún días, los veinte primeros incomunicado y sin poder ver a su familia. Estuvo primero en la Jefatura de Policía y después fue trasladado a la Clínica Yunes, porque el médico forense, que era amigo suyo, inventó una falsa operación de hernia para tenerlo lejos de la policía. Alegre se sentía seguro escondiéndose en los sanatorios: en Catamarca había estado en la clínica de su amigo médico y empresario, Ricardo Jalil, y en Santiago había estado primero en el Sanatorio Chazarreta, en Moreno y Sáenz Peña. Sus abogados libraron una batalla de solicitadas en las páginas de los diarios intentando esclarecer que no existió ningún allanamiento y que Alegre se había entregado voluntariamente. Lo mismo dijeron los dueños del sanatorio, en una larga publicación. 

El domingo 27, cuando se cumplieron diez días de la desaparición de Abdala Auad, El Liberal publicó una solicitada de casi media página con 350 firmas que llevaba como título «El secuestro del Dr. Abdala Auad hiere la conciencia común y socava los cimientos de la sociedad».

El 6 de abril de 1977 el directorio del Nuevo Banco publicó una convocatoria a asamblea para reformar los estatutos. Iban a avanzar con la venta. Al día siguiente, el juez ordenó al jefe de policía, Warfi Herrera, que comandara una redada con detenciones: a las siete de la mañana llegó un operativo al banco en el que detuvieron a Echegaray, Yelin y Spaini. Además se llevaron al representante legal, Carlos García y a los empleados jerárquicos. 

El diario La Calle publicaba la noticia de las detenciones y debajo otra nota con un título que decía: «Preocupación en la familia de Alegre». Al lado, una foto donde aparecían su esposa Esther y su hija mayor, Delia, junto al director del diario, Francisco Cenice, reclamando que Amado Alegre llevaba dieciocho días incomunicado.  

El martes 12 de abril desapareció Jorge Jiménez, el esposo de Analía, la hija menor de Amado Alegre. Le había pedido prestado el auto a Felipe, su cuñado. Mientras manejaba, un grupo de hombres lo interceptó en la esquina de Pellegrini y Tucumán y se lo llevaron. Dos días después apareció sano y salvo, cerca de Loreto. El parte policial, que los diarios publicaron textual el viernes 15, decía: «Alrededor de las 3.45 horas de la fecha, se hizo presente en la comisaría seccional 27 de Loreto, Unidad Regional 5, el ciudadano Jorge Horacio Jiménez, de 28 años de edad, con domicilio en avenida Roca (s) 663 de esta ciudad. El nombrado manifestó ante las autoridades de la citada comisaría que horas antes había sido dejado maniatado y vendado por un grupo de personas a 4 o 5 kilómetros al sur de Loreto. Una vez que consiguió liberarse de sus ligaduras, Jiménez se dirigió a pie hasta la sede policial. Se investiga el hecho en procura de su total esclarecimiento». 

*

Mientras rearmábamos el rompecabezas del caso del Nuevo Banco y del papel que tuvo Musa Azar en los secuestros y detenciones en esa historia, visitamos a los hijos de Abdala Auad y Guillermo Alegre. 

Ricardo Auad es abogado y conversa con la resignación de quien ha contado la misma historia una y otra vez sin novedades. Ha hablado y escrito en medios de comunicación contando su historia, y ha viajado por el país durante décadas intentando encontrar pistas del paradero de su padre. 

Felipe Alegre, que se dedicó al negocio de la construcción y ha mantenido un perfil bajo toda su vida, repasa su historia con detalles que escuchamos por primera vez. 

Al testimonio de dos familiares directos, atravesados por el sufrimiento personal y las propias narrativas del entorno, construidos sobre capas de la memoria personal y familiar – con los olvidos, omisiones y reinvenciones que son comunes – debíamos tratarlos con el mismo cuidado que a los documentos. Los archivos de El Liberal y La Calle nos ayudaron a reconstruir una línea de tiempo, confirmar fechas y nombres, pero los relatos de ambos eran diferentes, por los intereses que sus dueños tenían en el asunto. Los testimonios conservados en las miles de fojas de expedientes judiciales no escapan a las debilidades de la materia blanda y maleable que es la memoria, ni a las trampas de la retórica intencionada de quienes pueden elegir mentir para favorecerse. 

Construir nuestro propio relato sobre la trama del Nuevo Banco y la desaparición de Abdala Auad, para explicarla en su complejidad, implicaba cruzar datos, encontrar coincidencias y repeticiones, descartar aquello que no podíamos confirmar. Sabíamos que los testimonios de Auad y Felipe Alegre eran importantes para eso, pero también para conocer sus propias interpretaciones de un caso que aún después de los juicios que se hicieron entre 2009 y 2019, quedó lleno de lagunas y vacíos: 

_Lo más importante es aclarar que el secuestro no tuvo ningún tinte subversivo_ nos dice una mañana de 2021 Ricardo Auad, sentados en la misma mesa donde tomó el desayuno con su padre por última vez _Es un secuestro de tinte extorsivo y económico. 

Recordará un testimonio de las primeras investigaciones que abrió la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados en 1984: 

_Hay un policía, ya muerto, que cuenta que él pasa por una puerta donde estaban Musa, Garbi, y Ramiro López, y ahí escucha que estaban hablando del “Operativo Auad”. 

Ricardo se pasó la vida siguiendo pistas de anónimos o de informantes que venían ofreciendo algún dato a cambio de plata: buscó en cárceles de Trelew y de Buenos Aires, estuvo en el allanamiento de la finca de Paco Laitán en La Dársena, recorrió el dique de Collagasta en Catamarca, donde se decía que a los secuestrados los dormían con pastillas y los arrojaban al agua encadenados a bloques de cemento. 

En ningún lado encontró nada. 

_El problema es que no hemos llegado a tiempo con estos juicios_ se lamenta Ricardo Auad_ Porque ya han muerto todos. Palomo ha muerto hace poco. Jensen también ha muerto. Aquí lo único que se pudo hacer con los juicios de lesa humanidad ha sido dar con los autores materiales. Pero no se ha podido condenar a los autores intelectuales.

A Felipe Alegre lo vimos a fines de 2022, también en la antigua casa familiar sobre la avenida Roca, después de que se recuperara de un largo coma por la complicación de un cuadro de Covid durante la pandemia. Felipe se dedicó a sus negocios y se fue a vivir a Buenos Aires a mediados de los noventa. Nos insiste en uno de los datos clave de la historia, que está documentado y en el que poco se ha reparado, que es el secuestro de su cuñado. : 

_Jorge Horacio Jiménez, el marido de mi hermana Analía, sale a la calle en mi auto. Manejando él el auto en el que yo andaba siempre. Ese día lo levantan y lo secuestran. Y lo llevan de Loreto a treinta kilómetros. Un lugar que se llamaba Isla Verde. Un Salitral. La nada. Él después nos cuenta que lo  hacían asustar, le gatillaban, lo amenazaban que lo iban a matar. Mientras que a mi papá, que estaba detenido incomunicado, Warfi Herrera le quería hacer firmar una hoja con una declaración de que él lo había mandado a secuestrar a Abdala Auad. Le decían que su hijo iba a aparecer cortado en rodajas de fiambre si no firmaba esa confesión. Pero mi papá no firmó. Warfi le decía eso porque pensaba que me tenían a mí. Pero al que lo habían secuestrado era a mi cuñado por equivocación. Y cuando se dieron cuenta lo largaron en Loreto en medio de la ruta. 

Durante los juicios de lesa humanidad, el rostro de Abdala Auad apareció junto a los de otros desaparecidos. En las audiencias se debatió la naturaleza de su secuestro, diferente a los otros cometidos en la época. [Original de L. Cano]

El relato de Felipe Alegre coincide con una mecánica que era común, la de hacer firmar confesiones falsas: a la familia Salomón les hicieron firmar un papel donde decían que lo habían visto a Lito fugarse; a los detenidos del PRT Musa los intentaba obligar a que firmaran confesiones de que habían puesto bombas o cometido atentados que armaban los propios hombres de la DIP. 

Felipe cuenta que antes «del lío», como él llama aquel período en que se desató el escándalo del Nuevo Banco, su padre recibió una inesperada oferta: 

_El que se le presenta a mi papá queriendo comprar el banco es Ochoa_ nos dice _En realidad lo iban a comprar los Figueroa, pero él viene a hablar en su nombre. Y mi papá le dice que el banco no estaba en venta. Y lo empiezan a apretar. Ahí es cuando decide salirse, porque no quería quilombo con los militares ni el gobierno, y en una conversación con Echegaray él dice que se va a hacer cargo y surge la idea de venderle las acciones a la FACA. 

En ese punto, el relato de Felipe Alegre coincide con lo que lo que nos dijo Musa Azar en el comedor de su casa en una de las visitas de 2018.  

Pero a fin de cuentas, las interpretaciones de los dos hijos son diferentes: mientras Ricardo Auad insiste en que a su padre lo mandaron a secuestrar los accionistas mayoritarios, Felipe Alegre asegura que la policía, con apoyo de los militares, quería obligar a su padre a que se hiciera cargo de la desaparición: 

_Abdala Auad a último momento se les da vuelta_ asegura Felipe  _Porque los inspectores del Banco Central no encuentran nada, y ve que a él lo estaban usando para quedarse con el banco Ochoa, los Figueroa y los militares. Por eso pelea con Jensen y Palomo, que eran sus socios. Y Abdala Auad se calienta, amenaza con denunciarlos a ellos y ahí deciden secuestrarlo antes que destape todo. 

En lo que los hijos de Auad y Alegre coinciden es en que la intención no era matar al abogado, sino disuadirlo de lo que fuera que estaba haciendo o pensaba hacer:

_Probablemente querían asustarlo, no matarlo_ dice Ricardo Auad, con la serenidad de quien ya le ha buscado todas las vueltas posibles al asunto _Pero se les habrá ido la mano. Le habrá dado un infarto mientras lo torturaban.

_La intención no era matarlo_ coincide Felipe Alegre después, en su casa _Era apurarlo. Callate la boca, vete a tu casa, seguimos siendo amigos. El problema es que se les muere, y después hay toda una reacción de la gente que reclama y el caso sale en los medios nacionales. Y ahí los milicos necesitan un culpable. Pero no contaban con un as bajo la manga que tenía mi viejo. 

*

El 15 de abril de 1977, el día después que los secuestradores soltaran al yerno de Amado Alegre en Loreto, hubo novedades judiciales: los empleados jerárquicos y al abogado del Nuevo Banco recuperaron su libertad y se levantó la incomunicación de Amado Alegre, que igual permaneció preso con los miembros del directorio. Los días siguientes fueron de incertidumbre. Alegre siguió internado en la Clínica Yunes. Los médicos le habían abierto un tajo en el costado para coserlo inmediatamente y simular la falsa operación de hernia. Y con un par de colaboradores habían convertido la habitación 104 en una oficina. Tiraron un cable de teléfono por los techos de la clínica hasta el edificio del Nuevo Banco, que estaba en la misma manzana, y desde allí Amado Alegre se comunicaba con los directores, empleados y clientes, porque la actividad no se había detenido: se seguían entregando créditos, cobrando deudas y organizando los pasos para concretar la venta de acciones a FACA y Minaclar. 

El martes 26 de abril El Liberal publicó una noticia sorpresiva: «Insospechadas derivaciones en el caso Nuevo Banco: pasan las actuaciones y los detenidos al III Cuerpo del Ejército». 

El juez Amado había intentado desligarse del caso aduciendo que se trataba de «un delito de tipo subversivo, que debía encuadrarse en la Ley 21.460». Se trataba de la Ley de Seguridad Nacional que había sancionado la Junta en noviembre de 1976. Viendo que el caso se agrandaba, el juez envió todas las actuaciones a la justicia militar y sacó licencia médica. 

Los expedientes fueron al III Cuerpo del Ejército en Tucumán, pasó luego a la V Brigada en Córdoba y de allí volvieron haciendo el camino inverso. 

Menos de un mes después, los militares también se habían desligado del asunto: dijeron que no se trataba de un caso de subversión y debía ser resuelto en la justicia ordinaria de Santiago. El juez Amado tuvo que volver de su licencia médica y hacer caso al pedido de excarcelación de los directores. Todos recuperaron la libertad, menos Amado Alegre, por haber estado prófugo al inicio de la investigación. 

Allí fue que el gerente del banco sacó el as que tenía bajo la manga, y que durante un mes se dedicó a conseguir, desde la habitación 104 de la Clínica Yunes. La noticia la dio el diario La Calle el lunes 27 de junio: «El doctor Sebastián Soler defenderá a Amado Alegre: el maestro del derecho penal está en Santiago».

La llegada de Sebastián Soler a Santiago fue anunciada con bombos y platillos por el Diario La Calle. Aquí en fotos con los periodistas del diario, Francisco Cenice y Domingo Schiavoni.  [E. Picco]

Sebastián Soler era un hombre más de cerca del bronce que de la vida. Nacido en 1899, ejercía como abogado desde 1924 y, estaba a dos años de cumplir ochenta. Era el autor de la última versión del Código Penal de la República Argentina, aprobado en 1960. Era un hombre que casi no litigaba y se dedicaba a escribir y dar conferencias. Además de sus pergaminos, Soler tenía llegada a los militares. Había sido el Procurador General de la Nación durante los gobiernos de facto de Lonardi y Aramburu, entre 1955 y 1959. Y en 1977 aún conservaba influencia en los círculos castrenses y tenía línea directa con los altos mandos de la dictadura. Amado Alegre había llegado a él a través de Francisco “Paco” Manrique, que era su amigo y a la vez muy cercano de Soler. 

El abogado llegó a Santiago una mañana de lunes envuelto en un sobretodo oscuro, con las manos largas y venosas, la cabeza calva avivada por anteojos negros de marco grueso y una sonrisa socarrona que aparecía cuando se relajaba y salía de su pose de jurista de mármol. Fue a la redacción de La Calle, y reveló que había llegado a defender a Amado Alegre. 

Mientras tanto, familiares,  amigos y colegas de Abdala Auad publicaban solicitadas en el diario pidiendo su aparición. Cuando su hermano Rolando presentó un hábeas corpus a fines de junio en el Juzgado Federal, el juez Arturo Liendo Roca se declaró «incompetente para entender en el caso» porque Abdala Auad «no ha sido detenido ni existe orden de detención». Nadie quería saber nada con el tema. 

El juez Arturo Liendo Roca, que negó el hábeas corpus para Abdala Auad, era el mismo que cubría las detenciones ilegales y las torturas junto a Musa Azar. [La Calle]

Mientras Amado Alegre seguía detenido en la clínica, los inspectores Grosso y Barcia llevaban tres meses en Santiago sin encontrar nada raro en los papeles del Nuevo Banco. Se fueron unas semanas después con las manos vacías. 

Sebastián Soler insistía ante el juez que la detención de Amado Alegre era insólita y que no entendía de qué se lo acusaba. Presentó un pedido de excarcelación que le rechazaron. Y entonces usó otros recursos. 

El martes 19 de julio llegó de visita protocolar el ministro del Interior, Albano Harguindeguy. Aquel militar animado con cabeza de bulldog que le había tomado juramento a Ochoa en la gobernación poco más de un año antes, hizo un recorrido en auto por la ciudad, visitó la Casa de Gobierno y la Policía Federal. La crónica de El Liberal del día siguiente tenía un breve recuadro que decía: «En oportunidad de su visita a la delegación local de la Policía Federal, el ministro del Interior se interesó por conocer detalles sobre el caso del Nuevo Banco y sobre el secuestro del Dr. Abdala Auad».

En 2022, mientras revisamos los archivos periodísticos donde se cuenta de aquella visita, Felipe Alegre nos dice: 

_Harguindeguy no viene a preguntar nada. Viene a decirles termínenla. Porque Soler habla con Videla y le cuenta lo que estaba pasando. Y aquí no sabían a quién cargarle el muerto de Abdala Auad.

El sábado 6 de agosto de 1977 a las cuatro de la tarde, dos semanas después de la visita de Harguindeguy, Amado Alegre recibió la orden del juez y dejó la Clínica Yunes para volver a su casa. 

*

A principios de mayo de 1978 la familia Auad recibió por debajo de la puerta de la casa una carta escrita a máquina que decía: «Sres. Auad. Es este nuestro primer y quizás el último comunicado». En siete párrafos escritos con tachones y errores de ortografía, la nota informaba a la familia que Abdala Auad había sido juzgado por un tribunal del ERP que lo había condenado a muerte. Pero antes de ajusticiarlo habían decidido proponerles un trato: «Necesitamos de ustedes la suma de $ 50.000.000,00, suma que costó el secuestro y mantenimiento de su Sr. Hermano. Dicha cláusula está discriminada de la siguiente manera: $ 25.000.000,00 de entrega el día 25-5-78 a hora y lugar a convenir y la otra mitad del mismo modo». Y al final explicaban: «De aceptar Uds. Deben sacar como clave, en el diario El Liberal un aviso de la siguiente manera: “Vendo o permuto automóvil Ford Falcon x tractor, diferencia a convenir en tal teléfono”». Después de advertirles que no tenía que ser un teléfono intervenido, porque tenían la lista de los números pinchados en Santiago, detallaban: «El aviso debe salir el día 20-5-78 y si Uds aceptan tendrán nuestro llamado el mismo día a cualquier hora indicando el lugar de la entrega. De aquí en más sus pasos serán marcados de muy cerca».  

En la sección de clasificados de El Liberal del sábado 20 de mayo, apareció el anuncio que ofrecía el Falcon a cambio de un tractor, con un número de teléfono para convenir la diferencia: 3571. En esa época los teléfonos de Santiago tenían solo cuatro dígitos y aquel era el número de Lidia Auad, la hermana menor del desaparecido, que vivía en una casa en la calle Güemes 45. 

En 2018 Ricado Auad nos muestra una segunda carta, escrita igual que la anterior, que decía: «Ha llegado la hora de demostrarles a todos Uds. que con el E.R.P. no se juega. Ya nada puede cambiar nuestros planes, su hermano, el cual se encontraba contento el 24-5-78, hoy no es el mismo, únicos culpables, Uds. por intentar jugar sucio». 

Unas líneas más adelante decían que ya habían «comenzado las amputaciones» y les advertían: «No se dejen engañar con esos incrédulos polizontes o boludos ladrones». Después de las amenazas les agregaban: «ustedes fallaron» porque «había moros en la costa». Y al final les proponían publicar otra vez el aviso de la permuta «pero ya no ese teléfono que no nos gusta ser molestados ni engañados». 

Aunque Ricardo Auad no recuerda lo que ocurrió entre una carta y la otra, todo parece indicar que con ayuda de la policía – no se dejen engañar por esos incrédulos polizontes – pincharon el teléfono y por eso los extorsionadores se sintieron “molestados y engañados” y no lograron acordar el trato después de la primera nota. La segunda comunicación tampoco se concretó porque la familia desestimó la veracidad de los ofrecimientos. En mayo del 78 el ERP ya no estaba operativo y las amenazas y los mensajes eran poco creíbles. 

Un recorte del aviso que la familia Auad publicó en El Liberal para comunicarse con los extorsionadores (izq.) y una de las cartas mecanografiadas con amenazas e instrucciones que recibían en su casa (der.) [E. Picco]

Después de dejar de responder a aquellos intentos de extorsión, la familia volvió a recibir una oferta de dinero a cabio de información del paradero de Abdala Auad. 

A fines de junio, su hermano Rolando se encontró a la salida de su departamento con un viejo conocido: José Marino. El antiguo guardaespaldas de Carlos Juárez, que había estado un tiempo fugado después de secuestrar y torturar con Musa Azar y su tropa, estaba de vuelta en Santiago. Apareció asegurando que sabía lo que había pasado con Abdala Auad y estaba dispuesto a darle toda la información a cambio de un precio justo. Quince meses después del secuestro, y hastiado por el episodio de las cartas, Rolando Auad le dijo a Marino que tenía que hablarlo con la familia, pero que solo aceptaría si les daban datos precisos y confirmados. Y que no estaba dispuesto a darle ni un peso antes de poderlos comprobar por sí mismo. 

Después de esa visita pensaron que el propio Marino podía haber sido el autor de las cartas que habían recibido. Y no era una sospecha descabellada: cuando trabajaba con Musa, Marino ponía las bombas en la ciudad que después se las adjudicaban al ERP para hacerles mala fama. 

En 1978 José Marino ya no andaba con Oscar Nis, que había desaparecido del mapa. Hay quienes creen que “el boxeador” se quedó en España después de escapar con Juárez. El nuevo secuaz de Marino era Ramón Zárate Maldonado, un matón amarronado, alto y ancho, como un ropero. De ojos saltones y un tic que siempre recuerdan los que lo conocieron: las manos pesadas le colgaban con un temblor inquieto, como de párkinson, que no se detenía nunca. Daba la sensación de ser alguien a punto de explotar. “El Negro” Zárate Maldonado, como le decían, era un ex convicto que había salido de la cárcel en 1973 por buena conducta después de pasar varios años preso por un homicidio, y había sido afectado como seguridad en la Cámara de Diputados. Allí se había conocido con los guardaespaldas de Juárez. 

Felipe Alegre nos cuenta en 2022 que, a principios de julio del 78, Marino y Zárate Maldonado se le presentaron también a su padre con una oferta: a cambio de un pago de dinero iban a darle la información de qué había pasado con Abdala Auad, para encontrar el cuerpo y evitar que volvieran a acusarlo de haber ordenado el secuestro. A esa altura de las cosas, la compra del Nuevo Banco ya se había concretado. Hugo Echegaray era el nuevo dueño, a través de la FACA. Amado Alegre se había retirado después de cobrar su parte y ya no quería saber nada de aquella historia. Eso fue lo que le dijo a Marino cuando se le apareció en su casa, antes de cerrarle la puerta en la cara. 

Y cuando Amado Alegre fue a la policía a denunciar la oferta extorsiva de José Marino, el ex gerente del Nuevo Banco quedó detenido y se lo llevaron a la DIP. Aquella fue la primera sorpresa de los días de tensión y sangre que se vendrían. 

Al mismo tiempo que el ex matón de Juárez reaparecía como un fantasma y detenían otra vez a Amado Alegre, ocurrió algo aún más inesperado: Musa Azar, que seguía al frente de la DIP con sus hombres de confianza, presentó a Warfi Herrera una nota de retiro voluntario. Habían pasado apenas dieciséis años de su graduación en la Escuela de Policía y llevaba cinco en la cúpula del espionaje y la represión. Pocos meses antes de cumplir 42 años, inesperadamente, y en medio de aquel conflicto, Musa decidió abandonar la fuerza policial. 

*

Interludio en colores 

_Yo he tenido una mala relación con Ochoa_ dice Musa _ Al principio cuando asumió en el 76 me dijo no te vayas. Y después me dijo si te quieres ir vete.

_¿Por qué tenía mala relación con él?_

_Me observó sobre mi amistad con Carlos Juárez .Y le dije que mis amigos los elijo yo. No me los elije ni el gobierno ni el ejército_ 

_¿Ochoa Tenía miedo de que usted le esté informando a Juárez?. 

_No se_ dice Musa, que asegura que él sólo informaba en Buenos Aires _En un momento, cuando ya había empezado el gobierno de Ochoa, me llama Correa Aldana y me pregunta qué imagen tenían de Santiago en Buenos Aires. Yo le contesté que mala. Porque hemos salido de la etapa de Carlos Juárez y hemos entrado en la etapa de los Figueroa. Los que gobiernan son los Figueroa. Cholo. Pepe. Todos ellos. Porque Ochoa era empleado de los Figueroa. 

Musa no lo dice pero, además, le habían puesto a Warfi Herrera por encima de él. Un hombre prácticamente con sus mismas competencias. Las cinco veces que lo visitamos, Musa prácticamente no nombró al jefe de la policía de Ochoa. 

_¿Y qué es lo que finalmente lo hace decidirse a pedir el retiro, siendo tan joven?

_ Pasó una cosa. El dólar estaba uno a uno con el peso. Yo informé a la SIDE en Buenos Aires que Ochoa había alertado a los Figueroa que saquen la plata de todos los bancos y que compren dólares porque iba a haber una devaluación. Y el dólar de uno saltó a tres pesos. Y los Figueroa se quedaron con un montón de plata. Y Ochoa me reclamó por qué había informado. Y yo le expliqué: porque yo dependo de la Nación también gobernador. Y eso le disgustó. 

_¿Y él cómo se entera de que usted informa ese movimiento? 

_Y… porque él tenía su gente también. 

_¿Y ahí usted que hizo?

_Me fui para mi casa.

Musa Azar pasó preso los últimos dieciocho años de su vida. Tres de ellos los pasó en el Penal de Ezeiza compartiendo pabellón con otros genocidas. Repasaban su actuación en la dictadura y esperaban salir libres durante el gobierno de Cabmiemos. [M. Argañaraz]

En el legajo de Musa Azar puede leerse que fue dado de baja el 20 de junio de 1978. A partir de ahí pasaron diecisiete años hasta que volvió a formar parte oficialmente del gobierno, cuando Juárez ganó las elecciones por tercera vez en 1995. Mientras tanto, dirá él, volvió a trabajar en el campo de Árraga, a vivir con Gilda Salomón y a tener sus hijos con Marta Cejas. Estuvo preso entre 1984 y 1985 cuando se hicieron las primeras investigaciones por secuestros durante la dictadura, pero quedó libre de culpa y cargo después de la sanción de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Sin embargo siguió siendo hombre de consulta de la Side desde Buenos Aires y hay quienes dicen que también asesoró extraoficialmente a los gobiernos de Iturre y Mujica, aunque esto no figura en ningún documento con el que hayamos podido dar. Con la vuelta de Juárez, Musa rearmó formalmente su esquema de espionaje, como él mismo nos contó, con más de cuatrocientos infiltrados en distintos ámbitos de la administración pública, las escuelas, los hospitales, las empresas privadas, los gremios y los partidos políticos. 

*

En sepia

«Parece una pesadilla que todos los santiagueños soñamos, pero de la que nadie se anima a hablar». Oscar Gerez, secretario de redacción de El Liberal, escribió aquellas palabras a principios de mayo de 2000. Era el inicio de un texto escrito entre el temor y el orgullo. Unas líneas más allá, explicaba el corazón de asunto: «Esta situación que hoy saca a la luz El Liberal la conocen todos; es un secreto a voces, una parte del juego que nadie quiere jugar, pero al que todos estamos acostumbrados. No es justo. ¿Qué pasa ahora? Sólo Dios lo sabe. Él – estoy seguro – ha estado acompañando el trabajo de estos últimos cuarenta días».

El 19 de mayo de 2000, las palabras de Gerez podían leerse en la última de las ocho páginas de El Liberal Investiga, una publicación que se presentaba como «el fruto de un mes espiando a los espías».  En la tapa del suplemento podía leerse: «Informe Reservado: una investigación sobre los servicios de inteligencia en la provincia. El espionaje político a la oposición y la iglesia. Los legajos personales. El control ideológico. Los seguimientos». 

El informe decía sin rodeos lo que por primera vez se explicitaba públicamente: que en Santiago persistía un sistema de espionaje «bajo la sombra del proceso». A principios del siglo XXI se seguían usando los términos que la propia dictadura había impuesto para referirse a sí misma. Aquel sistema, detallaba el diario, estaba comandado por «represores de ayer» que eran «jerarcas policiales de hoy». El texto recordaba que en la década del setenta «se produjeron varias desapariciones, que constituyen hoy en día uno de los mayores tabúes de Santiago». Ya era el año 2000 y en la provincia seguía siendo ese el clima y la relación con el pasado reciente. Un tabú. 

En el comienzo del informe, escrito en primera persona, el periodista David Beriaín – que firmaba con nombre y apellido al final, debajo de la columna de secretario de redacción – describía una escena que era vívida, pero mantenía el misterio: «Una mesa cualquiera de una casa cualquiera, hace unos días, en la ciudad capital. Sobre la mesa, papeles amontonados, que mientras van desordenándose, desnudan sus secretos. Enfrente, un ex agente de Inteligencia de la policía de la provincia. En la esquina superior derecha de casi todos los papeles se puede leer “Estrictamente confidencial y secreto”, o bien, “Informe reservado”. La escena recuerda a alguna película americana de espías con documentos “top secret”. El ex agente parece adivinar mis pensamientos. Se saca la pistola de la cintura y la pone sobre la mesa. El fierro es demasiado real para seguir pensando tonterías. 

_Tomá, leé_ dice. 

Y leo.».

A Beriaín se le notaba a la legua que era forastero. Lo delataban los ojos azules y el pelo rubio en las calles de gente marrón. El acento navarro en una ciudad donde casi no había turistas ni personas de otros lados. Y se le notaba también en la curiosidad con la que miraba y preguntaba todo. Tenía apenas veintidós años cuando llegó de España al norte argentino: estudiaba Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra y había mandado decenas de cartas a periódicos en distintos países de Sudamérica para hacer una pasantía que le permitiera conocer el continente. Una de las pocas respuestas que recibió fue de El Liberal. Y entonces viajó y se encontró con esa provincia plana y caliente, donde la gente andaba lento y hablaba lento. Que al mismo tiempo que era alegre y hospitalaria, callaba mucho. Gente que vivía la pobreza y la violencia como algo irremontable y cotidiano. Beriaín había llegado a un lugar gobernado por un caudillo reseco y su esposa, que parecía un personaje brutal, pintado con el cabo de un pincel. Y vio como en aquel bizarrismo casi de sátira, los Juárez mantenían vivo un aparato de vigilancia y represión de una dictadura militar que se había terminado hacía veinte años. Santiago era puro estímulo para un periodista que recién comenzaba. 

El periodista español David Beriain en Santiago del Estero. Tenía veintidós cuando investigó a los espías de Musa Azar y publicó los reportajes de El Liberal Investiga. [Mundonews / A. Garay]

Cuando se reunió con el ex agente de inteligencia, Beriaín pudo ver una serie de partes oficiales secretos. Luego los transcribió camuflando los nombres de las personas espiadas poniendo sólo las iniciales, para poder publicarlos: uno de una comisaría de Quebrachos donde que no se cumplían «los lineamientos políticos del gobernador», en que dos oficiales estaban casados con las tres hijas de JJ, que era dirigente radical; EG, una de las encargadas del Hospital Independencia también era radical; Ch de G, encargada de la cocina del hospital, era cuñada del ex secretario privado del ex gobernador César Iturre; el funcionario BC había participado de las marchas de protesta de José Luis Zavalía. Y así. 

Cuando vio los informes, Beriaín le dijo a su fuente: 

_Esto es inteligencia política…_ 

Y después escribió: «El ex agente sonríe irónicamente; asiente. Aparta por un momento la pila de papeles y empieza a explicar». 

Con lujo de detalles, El Liberal publicó entonces cómo funcionaba el sistema de seguimiento callejero, con qué colores se organizaban las carpetas personales de las personas espiadas, y hasta una infografía a página completa que explicaba cómo era la tecnología que se usaba para pinchar teléfonos, y cómo se podía identificar una línea intervenida. 

En la penúltima página del informe podía leerse: «Musa Azar fue jefe del D-2 antes y durante la dictadura. Ahora también lo es. Toda información pasa por sus manos; él dice a quién y cómo hay que espiar». Al lado del texto, Musa de saco y corbata a rayas, con las espaldas anchas y bien entrado en kilos. Los párpados caídos sobre los ojos y la boca encogida debajo del bigote que llevaba ahora más tupido. 

Además de la singularidad de Beriaín, había otras razones por las que El Liberal pudo destapar el aparato de espionaje del juarismo. Una de ellas era la singularidad de su fuente, que no era otra que Luis Lupieri, que llevaba años enfrentado a Musa Azar. Rondando la Casa Diocesana, a donde Beriaín había ido a conocer más sobre las denuncias que hacían las víctimas de gatillo fácil que llegaban de los barrios de la capital, alguien le había dado al joven periodista el nombre del ex policía, que había sido exonerado de la fuerza después de denunciar a Musa por las rutas liberadas para el tráfico de drogas en el sur de la provincia. 

_Te vas a meter en problemas si quieres contar lo que hace la policía_ le dijo Lupieri a Beriaín, cuando se le presentó en su casa  _¿El diario te va a apoyar?

Y ahí estaba la tercera y definitiva razón: el vínculo histérico que los dueños del diario tenían con el gobernador había llegado a un punto crítico. 

El primer suplemento  de El Liberal Investiga se publicó en mayo del 2000 y dio detalles del funcionamiento de la D2 y el papel de Musa Azar durante la dictadura y la democracia. [El Liberal]

Varios miembros de la familia Castiglione habían compartido años en la Acción Católica con Juárez. Cuando el gobernador era apenas un estudiante, hijo de maestros de clase baja, lo habían ayudado viajar a Tucumán para cursar la carrera de abogacía. Más tarde fueron aliados políticos con la Democracia Cristiana en los setenta y los ochenta, compartiendo puestos en listas de diputados o designados en cargos ejecutivos. Pero en los noventa aquella relación se había complicado: desde El Liberal atacaron a Juárez cuando les retaceó publicidad y otros favores para repartirlos con en el Nuevo Diario de José María Cantos, que había aparecido en 1992. Y entrados los 2000, en medio de la crisis económica que tenía al país cada vez peor, el gobernador se había negado a darles una ayuda financiera para afrontar las deudas en dólares que tenía el diario después de una enorme inversión en una planta impresora.  

Después de la publicación de El Liberal Investiga, el juarismo contraatacó con fuerza.

El 2 de julio el diario publicó una nota donde hablaba de «las rameras» para referirse a las dirigentes de la Rama Femenina del juarismo. Y le salió muy caro: el abogado Carlos León González Ábalos, entonces diputado oficialista, impulsó una serie de querellas en denuncias–formularios que firmaban mujeres de toda la provincia pertenecientes a la Rama Femenina. Le hicieron juicio al diario por injurias. Las damnificadas eran cerca de cuatro mil y la suma del resarcimiento que se pedía para cada una terminó en un embargo al diario. Y con una crisis interna que paralizó la embestida contra el gobierno y obligó a la renuncia de su director, Julio César Castiglione. 

Por esos meses, Beriaín recibió un dibujo que le había entregado otro informante que tenía en la policía: era el plano de la casa y la habitación que alquilaba para vivir cerca del centro de la ciudad. Lupieri le dijo que corría peligro. Lo estaban espiando y sabían cómo entrar a su casa. El joven periodista decidió volver a España. El peligro, sin embargo, no sería algo a lo que Beriaín habría de temerle. Un año y medio después cruzó de incógnito la frontera de Turquía con Iraq decidido a cubrir la guerra para La Voz de Galicia, un pequeño periódico español que sería el siguiente peldaño de una larga carrera que lo llevaría por algunos de los lugares más peligrosos del mundo. Estuvo en Afganistán. Se internó en la selva colombiana con las Farc. Navegó por el Amazonas. Viajó a mostrar la contaminación nuclear Fukuyima después de la explosión de la central atómica. Publicó reportajes y filmó documentales. Nunca volvió a Santiago. 

*

Había caído una llovizna suave pero persistente sobre el pueblo de Donadeu. Era la madrugada del 16 de marzo de 2003. Un Peugueot rojo sin patente se estacionó en la banquina, frente a una tranquera abierta al borde de la Ruta Provincial 5. Bajaron del coche tres hombres encapuchados y  sus pisadas dejaron un camino de huellas negras en el barro mientras se metían al campo. A lo lejos, dentro del terreno, pudieron ver la forma de la casa, que se insinuaba entre las sombras moradas de la noche y los contornos de los árboles bajos. Sabían que el dueño había vendido ese día un camión de ganado y que la plata estaba ahí. También les habían dicho que el ganadero iba a estar solo. Por eso les sorprendió ver dos camionetas estacionadas en la entrada. Murmuraron apenas unas palabras, en las que se pusieron de acuerdo en seguir con el plan, mientras avanzaban con las armas apuntando al frente. Las voces casi no se escucharon, tapadas por el canto nocturno de los sapos en coro. 

Donadeu, donde atacaron a los hermanos Seggiaro, es una pequeña localidad rural ubicada 220 kilómetros al noreste de la capital santiagueña. Allí viven algo más de 500 personas. [Facebook]

Dentro de la casa los hermanos Oscar y Elio Seggiaro dormían cada uno en una pieza. Como era domingo, Elio tenía allí los diecisiete mil pesos que había cobrado por la venta de animales, y que pensaba depositar en el banco en Santiago al día siguiente. Oscar, que vivía en la capital, estaba de visita y se había quedado en la casa para acompañarlo. Despertaron cuando crujió la puerta de entrada y no llegaron a levantarse de la cama cuando los encapuchados entraron uno en cada habitación y los arrastraron hasta afuera, donde esperaba el tercero. 

Allí los sacudieron a golpes y les preguntaron por la plata. 

Oscar Seggiaro tenía cincuenta y seis años, pero era robusto y confiado. Intentó defenderse a las trompadas y no le fue bien. El más grande de los tres encapuchados lo tiró al barro y le dio un culatazo en la cara que le hizo estallar uno ojo. Una patada en el abdomen le reventó el bazo. Los siguieron golpeando hasta que Elio les dijo dónde estaba el dinero. Uno de los hombres entró otra vez a la casa, salió con el botín y corrieron hasta el auto rojo. Se escaparon por la ruta cuando empezaba a amanecer. 

Tres días después, Oscar Seggiaro murió en un sanatorio de la capital santiagueña en el que agonizaba desde el domingo por la golpiza que le habían dado. 

Fue ese miércoles cuando el Jefe de Policía de la provincia, Miguel Talavera, tuvo que hacer declaraciones a la prensa y explicar lo que estaba pasando: «Ante lo sucedido, me duele decir que son hombres de la fuerza policial quienes están vinculados a este hecho». Y dijo también que «fueron apresados en forma temprana y se encuentran en disponibilidad preventiva». 

El mismo lunes 17 Talavera había mandado a detener en la Secretaría de Informaciones a Daniel Mattar, que trabajaba ahí y se había presentado como un día cualquiera. Pero Mattar no tenía cualquier trabajo: era el chofer de Musa Azar y uno de sus hombres de mayor confianza. Era, además, el hombre que había conseguido el auto para el robo. 

Al día siguiente detuvieron en un control policial callejero a Luis More, un ex policía de treinta y dos años que había sido exonerado de la fuerza en 1993, durante el gobierno de Mujica, después de enfrentarse en un tiroteo en la Unidad Regional 2 de La Banda cuando lo descubrieron transportando dos vacas que traía de una faena clandestina. 

More era un cuatrero irrecuperable. El martes 18 de marzo de 2003, cuando lo detuvieron, iba en una camioneta con 300 kilos de carne. Se había seguido dedicando durante los últimos diez años al robo de ganado. Se llevaba la faena de Santiago y después la vendía en Córdoba y Santa Fe. Ya Había pasado Mujica, el Santiagueñazo y la Intervención y ahora More tenía la complicidad de algunos jerarcas de la policía juarista, que liberaban las rutas. 

Era More quien les había dado a los hombres de Musa el dato del negocio de Seggiario para organizar el asalto del domingo. Y era uno de los tres encapuchados que había entrado a la casa. 

Mattar, que había puesto el auto y organizado la operación que ejecutaron los otros tres, había dado el nombre de More el lunes cuando lo detuvieron, igual que delató a los otros dos encapuchados que habían atacado a los Seggiaro el domingo en Donadeu: Pablo Gómez y Héctor Albarracín. Los dos trabajaban con él y con Musa. 

Gómez era un policía de aspecto cuidado, alto y poco expresivo. El pelo negro se le estaba agrisando. No parecía un tipo amenazante. Albarracín era todo lo contrario: ex combatiente de Malvinas, ancho y macizo, la cabeza parecía ser el pequeño tapón de un cuerpo sin cuello, desde donde miraba amenazante con los ojos de esquimal y bigote de compadrito. Tiempo después, las pericias psicológicas de Gómez describirán un «trastorno de personalidad antisocial» y las de Albarracín un «trastorno esquizotípico de la personalidad, con rasgos psicopáticos». Se entregaron solos el miércoles, después de que cayó More y murió Seggiaro, sabiendo que estaba toda la policía buscándolos y no tenían como escapar. 

El jefe de policía, Miguel Talavera, recibió órdenes de la gobernadora de investigar rápidamente el caso, aun cuando involucraba a oficiales de la fuerza. [El Liberal]

Talavera había desplegado un operativo rápido e intenso para detener a la banda por orden de Nina Aragonés de Juárez, que había asumido la gobernación hacía tres meses y empezaba a centralizar las decisiones que antes tomaba de a dos con su esposo. Ella lo odiaba a Musa desde que la había metido presa en 1976 y sabía que tenía algún vínculo con en el atraco que terminó con la muerte de Seggiario: era su oportunidad de caerle sin que Juárez pudiera apañarlo. Ya lo había cubierto en 1995 cuando lo nombró subsecretario de Seguridad de su tercer gobierno y la prensa le criticó el prontuario de Musa en la dictadura. Y lo había cubierto en mayo de 2000, cuando salieron las publicaciones de El Liberal Investiga.  

El juarismo estaba entonces en su momento de mayor poder e impunidad. Al destape del sistema de espionaje de Musa Azar lo habían frenado con los juicios de la Rama Femenina y aunque las publicaciones de El Liberal habían tenido alguna repercusión nacional, no alcanzaron para tener efectos inmediatos en Santiago. Era un año muy intenso en el país. En los meses previos y posteriores a mayo de 2000 pasó de todo: murió Favaloro, murió Rodrigo, casi murió Maradona y se fue a Cuba a tratarse; se había destapado en el Senado el escándalo de las coimas para aprobar la Ley de Reforma Laboral y en el gobierno de De La Rúa se quebraba la alianza entre el radicalismo y el Frepaso; el promocionado acuerdo de Blindaje con el FMI no daba resultado y se profundizaba la crisis económica que iba a llevar al país derecho al iceberg de 2001. 

Musa había salido intacto del embate de El Liberal porque la cúpula del gobierno hacía y deshacía las leyes y las instituciones a gusto. Desde Buenos Aires, nadie miraba. Y Juárez, que había sido reelecto en 1999 para su quinto mandato, se postuló para senador en 2001 y renunció a finales de año ese para asumir su banca. La Legislatura eligió gobernador a Carlos Díaz, un médico pediatra de cincuenta años que siguió en el cargo hasta mediados de 2002. Gobernó interinamente junto a Ricardo Leguizamón, otro médico que fue designado vicegobernador y movilizaron una veloz reforma de la Constitución en la que se declaró la caducidad de todos los mandatos políticos, se unificaron los períodos de gobierno de los intendentes y concejales con las autoridades provinciales y se llamó a elecciones: Carlos Díaz se presentó como candidato con la Nina como vice y se llevaron el 68% de los votos, 55 puntos arriba del radical José Zavalía, que quedó segundo con el 13%. 

Carlos Díaz (centro) fue gobernador entre 2001 y 2002. Su primer período de gobernador interino lo cumplió junto a Ricardo Leguizamón (der.). Carlos Juárez (izq.) hacía y deshacía las instituciones a gusto. [El Liberal] 

Pero cuando Carlos Díaz empezaba a construir su propio armado político, los Juárez decidieron borrarlo del mapa, temiendo que se repitiera la historia de la traición de Iturre. 

El 2 de septiembre de 2002 encontraron a Nora Coronel dentro de un auto estacionado en la vereda del prostíbulo La Noche. Tenía diecisiete años y un balazo en la cabeza. Por el crimen fue acusado el dueño del local, Fernando Sibilat, que tenía una relación con la Nora y, además, era cuñado del gobernador Díaz. Los diputados juaristas amenazaron con hacerle un juicio político por inhabilidad moral y Díaz renunció antes de que eso ocurriera. Entonces la Nina, a sus setenta y tres años, asumió por primera vez la gobernación. 

Por entonces Musa, a sus sesenta y ocho, había sobrevivido a los cambios de nombres en el gobierno. Seguía viviendo en la casa de Gilda Salomón y criaba a sus hijos con Marta Cejas. Musita había empezado a estudiar medicina en La Rioja y Moisés estaba en la escuela secundaria en Santiago. Musa llevaba siete años al frente de la Secretaría de Informaciones, desde donde manejaba buena parte de la policía y también algunos negocios que podía desde ese lugar. No sólo ganaba lo suyo liberando la ruta para el tráfico de drogas, sino que también participaba en el mercado negro de la carne. 

Un militante de base del PJ nos contará en una visita a una unidad básica en 2014:

_Éramos un grupo de cincuenta que nos cargaban en un camión y nos decían: en tal ruta, en tal campo va a haber tales animales. Levanten. Traigan. Canas no había. Entonces íbamos, arriábamos los animales, los matábamos ahí mismo en la ruta y los arrastrábamos hasta el camión. Y teníamos libre de policía hasta que bajábamos al galpón, donde quedábamos dos o tres días faenando. 

Parte de aquella faena se usaba para hacer chorizos para los actos políticos y otra parte se llevaba a vender en carnicerías fuera de la provincia. 

Se supo más tarde que los hermanos Seggiaro estaban esperando la respuesta de un pedido de audiencia con los Juárez, que habían hecho junto con otros ganaderos de la zona para denunciar el abigeato y la mafia de la carne que manejaba la policía hacía años. La Nina temió que se leyera su asesinato como un intento de amedrentar a los productores y ordenó a Talavera no demorarse en apresar a los responsables y aclarar que había sido un robo. Y así empezó a cercar a Musa Azar. El tiro de gracia, sin embargo, vendría por otra parte. 

Los policías que eran los brazos ejecutores de Musa Azar: Héctor Albarracín, Daniel Mattar y Pablo Gómez. [Informe Santiago]

La mañana del jueves 6 de febrero, cuarenta días antes del atraco en la finca del ganadero Seggiaro, Rosa Vergara caminaba entre unos matorrales a las afueras de La Banda, arrastrando un carrito en el que juntaba huesos. Las carnicerías arrojaban en esa zona los restos que no usaban y que Rosa levantaba para vender. El sol del verano ya quemaba fuerte a las ocho de la mañana. Los pastos verdes y amarillos que le llegaban a la cintura. Rosa Vergara vio una cabellera negra, enrulada y sucia, enmarañada entre la vegetación. Zumbaban moscas. Se acercó un paso y entre el pelo sólo había un par de huesos más. Ella se dedicaba a los huesos. Y advirtió muy rápido que no eran de animal. Cuando quiso darse vuelta para correr de regreso a su casa, se topó entre el pasto con el cuerpo de una mujer. Pollera de jean, remera negra. Tenía una extraña atadura que le recorría los pies, las manos y el cuello. La cara ensangrentada. A Patricia Villalba su familia la buscaba desde la noche anterior, porque no había vuelto de la verdulería donde trabajaba. Leyla Bshier Nazar, de quien se supo luego que eran la cabellera y los huesos, llevaba veintitrés días desaparecida. 

Patricia tenía veintiséis años y Leyla veintidós. Al día siguiente la policía capturó al que, durante tres meses, fue el único sospechoso vinculado a los asesinatos: José Patricio Llugdar, un joven empresario de la carne. Entre los asesinatos de Nora Coronel cinco meses antes y el de Seggiaro pocos días después, el crimen de La Dársena pasó, al principio, como uno más. Pero no por mucho tiempo. 

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