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A 70 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: filosofía, historia y desafíos

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Por Guillermo Martínez.

Cada vez que se conmemora un nuevo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y se quiere señalar a quienes fueron los actores principales del proceso de creación y aprobación de la misma, la mayoría de las veces se piensa en dos nombres: primero, el de Eleanor Roosevelt, quien presidió la Comisión de Derechos Humanos de la ONU entre 1947 y 1951; y segundo, el de René Cassin,  jurista francés, que fue el redactor principal del Comité de redacción de la Declaración, galardonado con el Premio Nobel de la Paz veinte años después, en 1968.

Sin embargo, poco se habla de quien puso los fundamentos filosóficos de esa Declaración: el filósofo francés Jacques Maritain. Este había participado en las reuniones de la ONU en 1947, con una ponencia en la que se remite a su libro Los derechos del hombre y la ley natural (1943). Escrito durante la guerra, el libro de Maritain se inscribe dentro de su filosofía política denominada “humanismo político”. Ésta pretende ser una nueva democracia, en la que se respeten los derechos humanos, que Maritain considera derechos naturales, los cuales deben ser erigidos en derechos positivos. Para Maritain, la idea de derecho natural no es un invento de la Independencia norteamericana y de la Revolución francesa, sino que es una herencia del pensamiento clásico y del pensamiento cristiano.

Esta concepción de los derechos humanos como derechos naturales, está en el espíritu mismo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948, y puede  sintetizarse en la idea de que la naturaleza humana es idéntica para todos los hombres que, caracterizados como seres racionales y libres, persiguen fines acordes a esa naturaleza. Los derechos humanos, por tanto, serían necesarios para propiciar el alcance de dichos fines.

A 70 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo contenido representa  las bases del derecho internacional vigente de los derechos humanos, es válido preguntarse, a partir y más allá de su existencia como institución jurídica internacional, por qué los derechos humanos, surgidos en Occidente y, además, tardíamente, pueden exigirse en cualquier cultura y en cualquier época. Plantearse esta pregunta, activa nuevamente la discusión sobre los fundamentos filosóficos de los derechos humanos, iniciada en los primeros años de posguerra por Jacques Maritain.  

Derechos humanos e interculturalidad

La pregunta planteada indica que el contexto de justificación de la universalidad de los derechos humanos no puede ser el mismo que su contexto de descubrimiento. El contexto de justificación de los derechos humanos, no solo como institución jurídica, sino también, como lenguaje de la democracia, tiene que darse dentro de un dominio delimitado por el discurso de legitimación intercultural.

 

Eleanor Roosevelt sosteniendo un cartel de la Declaración Universal de Derechos Humanos, en Lake Success (Nueva York), noviembre de 1949. Fotografía: ONU.

 

La necesidad de esta legitimación intercultural está marcada por la siguiente circunstancia: de los acuerdos internacionales sobre derechos humanos que  Naciones Unidas aprueba aun después de la Declaración Universal de 1948, los Estados islámicos ratifican sólo una parte. Egipto ratifica dos tercios, porque cuenta desde 1948 con un derecho civil que trata las disposiciones religiosas por separado de las jurídicas; por el contrario, según Human Rigths (2002) (1), de los más de veinte acuerdos, Arabia Saudita ratifica únicamente tres. Por otro lado, si bien muchos países de África comienzan sus constituciones  con declaraciones sobre los derechos humanos, redactadas por las elites africanas formadas en París, Cambridge o Harvard, éstas son sobrepuestas como un adorno exótico a sus tradiciones jurídicas, por lo que carecen de capacidad de implementación, aun cuando la African Charter of Human and People’s Rigth (1981) pareciera una copia de las declaraciones estadounidenses y europeas.

Ahora bien, aunque las condiciones de origen de los derechos humanos sean particulares y, provocativamente, contingentes, su pretensión de universalidad se justifica por el contenido de su concepto: el derecho innato a todo hombre. Esta pretensión de universalidad exige una legitimación en el discurso intercultural que debe ser realizada de manera ahistórica o, para decirlo de otro modo, genuinamente sistemática; no por negar la importancia de los estudios históricos, sino porque cualquier reconstrucción histórica tiene que guiarse de una interpretación sistemática.

Una legitimación genuinamente sistemática busca una justificación que sea neutral a la diversidad de las culturas y que pueda ser formulada en un lenguaje neutral. Pero ese carácter neutral no hay que entenderlo en el sentido de una indiferencia a la diversidad cultural, porque, en realidad, lo decisivo de esa neutralidad no reside en lo estratégico que puede resultar para el fin político que se persigue, sino que está dado por su carácter argumentativo. Por eso, ese lenguaje neutral, solo puede ser propiciado por la filosofía, que es el lenguaje argumentativo por excelencia.

 

«La pregunta planteada indica que el contexto de justificación de la universalidad de los derechos humanos no puede ser el mismo que su contexto de descubrimiento. El contexto de justificación de los derechos humanos, no solo como institución jurídica, sino también, como lenguaje de la democracia, tiene que darse dentro de un dominio delimitado por el discurso de legitimación intercultural»

 

Una cuestión antropológica

El  primer paso de la legitimación intercultural de los derechos humanos será elaborar un concepto de hombre que sea válido independientemente de la historia y la cultura. La tarea consiste en revivir la antropología filosófica, una disciplina que desde hace un tiempo está al margen de los debates importantes (2). Pero hay que hacerlo no de un modo absoluto, sino para un dominio delimitado: el discurso de legitimación intercultural. Se trata, en este sentido, de una antropología parcial.

Esta antropología parcial de los derechos humanos es crítica de la concepción aristotélica del hombre, de carácter teleológico. Para Aristóteles, hay una capacidad característica del hombre: la del lenguaje y de la razón. El hombre que conduzca dicha capacidad a su plena actualización llevando una existencia científico-filosófica o moral-política, sólo éste hombre, podrá alcanzar lo que todos los hombres desean: una existencia plena de sentido (3). Quien piensa desde la actualización de las capacidades, es decir, en términos teleológicos, destacará las oportunidades contenidas en el ser-hombre. Pero también corre el peligro de que en primer lugar importe el hombre humano, negándole derechos fundamentales al hombre menos humano. Así, pues, hizo la Antigüedad. Aquellos que tenían una deficiencia sustancial respecto de la facultad racional, es decir, el intelectualmente discapacitado, era apto para ser usado como sirviente, pero, por lo demás, era un integrante poco deseable para la comunidad. Aristóteles mismo creía que el intelectualmente discapacitado era un hombre con menores derechos por naturaleza y, con buenas razones, un esclavo (4).

Para evitar el peligro de desigualdades jurídicas tan profundas, la idea de derechos humanos tiene que dejar abierta la cuestión de hasta qué punto el hombre cumple consigo mismo. A través de una antropología parcial, la idea de los derechos humanos tiene que buscar una consciente indeterminación que implique la renuncia a cualquier concepto normativo del ser humano en un sentido teleológico, renunciando a tomar posición alguna ante lo humano.   

Esta antropología parcial de los derechos humanos es, en definitiva, una inversión de la mirada antropológica clásica, pues se trata de no definir al hombre a partir de telos, esto es, de sus condiciones de perfección, sino más bien, de sus condiciones iniciales: lo que en el aspecto social hace posible al hombre como hombre. Este abandono de la teleología significa que la idea de derechos humanos no debe ocuparse de la perfección del hombre, es decir, de sus condiciones finales, sino que el eje de su preocupación debe estar en las condiciones iniciales o previas del ser humano.

Las condiciones iniciales, en la retórica correspondiente, se denominan innatas e inalienables. Estos intereses innatos, que deben ser mostrados por todo aquel que quiera fundamentar los derechos humanos, señalan la existencia de un derecho subjetivo, de una pretensión, que muchas veces queda sin explicar. Las pretensiones habituales se determinan por el derecho positivo. Pero los derechos humanos tienen, en cuanto premisa normativa del derecho positivo, un significado moral que es previo a lo positivo y está por encima de él, que no pertenece al orden de la moral de la virtud, sino al orden de la moral del derecho. Sin embargo, esta moral del derecho (pretensiones) enseña que no se puede exigir derechos sin sus correspondientes obligaciones, pues, quien quiera legitimar derechos morales tiene que justificar las obligaciones correspondientes. Desde el concepto mismo, los derechos humanos se encuentran vinculados con los deberes humanos correlativos.

De acuerdo con esto, las pretensiones son relativas, no existen en sentido absoluto. Por ejemplo, el derecho a la vida e integridad física no se refiere a la pretensión de no morir nunca o solo cuando uno quiera, sino que es relativo, en cuanto se dirige a los demás para exigirles al menos una prestación: no ejercer violencia. De esta manera, la inversión antropológica puede ser pensada en los términos de una antropología social negativa.

Esta antropología social negativa no cuestiona el carácter social del hombre o los impulsos sociales que el ser humano naturalmente detenta, para decirlo desde una perspectiva aristotélica; sino que amplía la perspectiva y detecta una complicación: los impulsos violentos del ser humano. Los sistemas sociales pueden ser entendidos, ya desde la aparición de las teorías contractualistas, no solo como sistemas basados en la reciprocidad de la cooperación, sino también como sistemas basados en la reciprocidad del conflicto o el peligro, que hace pensar al hombre según el famoso dicho de Hobbes: homo homini lupus.

Este rasgo conflictivo no es el rasgo fundamental del ser humano, pero una antropología social negativa señala que no se lo puede excluir, dado que esta naturaleza conflictiva del hombre amenaza tanto a las condiciones de perfeccionamiento del hombre, como así también, sus condiciones iniciales. Es aquí, entonces, donde tienen sentido los derechos humanos en tanto institución jurídica y lenguaje democrático. Es aquí donde se puede ver su razón de ser.  Y por otra parte, es aquí de donde surge el principio de justicia en el que descansa el discurso de los derechos humanos, que es la justicia como intercambio. Esta justicia de intercambio propone la idea de una renuncia universal a la violencia, que el filósofo alemán Otfried Höffe (2003) ha llamado “intercambio trascendental negativo” (5), en la que la capacidad de ser actor de violencia se intercambia por el interés de no ser víctima de violencia ajena.

 

«Para evitar el peligro de desigualdades jurídicas tan profundas, la idea de derechos humanos tiene que dejar abierta la cuestión de hasta qué punto el hombre cumple consigo mismo. A través de una antropología parcial, la idea de los derechos humanos tiene que buscar una consciente indeterminación que implique la renuncia a cualquier concepto normativo del ser humano en un sentido teleológico»

 

Desafíos: los espejismos de Boaventura

Justificados los derechos humanos en el discurso intercultural a través de un concepto del hombre que parte de una antropología parcial y socialmente negativa, habría que preguntarse si no existen intentos de reelaboración teórica de los derechos humanos que se basen en estas premisas filosóficas. En los últimos años, quien ha emprendido la tarea de reelaboración teórica de los derechos humanos ha sido Boaventura De Sousa Santos en un libro titulado Democracia, derechos humanos y desarrollo (2014). Allí, el sociólogo portugués, parte de la constatación de la hegemonía actual de los derechos humanos como lenguaje de la dignidad humana. Pero esa hegemonía encubre un problema, y es que la gran mayoría de la población mundial no es sujeto de derechos humanos, sino el objeto de los discursos de los derechos humanos. A partir de este diagnóstico, Boaventura se pregunta si los derechos humanos pueden usarse de forma contrahegemónica, si son eficaces para la lucha de los excluidos, los explotados y los discriminados.

En efecto, el desafío principal del pensamiento de los derechos humanos es, según este diagnóstico de Santos, la búsqueda de una concepción contrahegemónica de los derechos humanos, que comience por la crítica a las concepciones de los derechos humanos de matriz liberal y occidental (6). Para ejercer esta crítica a la concepción liberal de los derechos humanos, Santos señala que hay que darse cuenta de la existencia de cinco ‘espejismos’ que constituyen el sentido común de los derechos humanos convencionales.

El espejismo ‘teleológico’, que consiste en el consenso que existe hoy en materia de derechos humanos y de la tendencia a leer la historia como un recorrido lineal orientado a la consecución de ese resultado. Este espejismo, que hace leer a la historia de adelante hacia atrás, no deja ver que el presente, como el pasado, es contingente. Los derechos humanos, en este caso, han estado en competencia con varias ideas y su triunfo es un resultado contingente que se explica a posteriori.

De esto se desprende el segundo espejismo, que Santos llama el ‘triunfalismo’. Es la idea de que el triunfo de los derechos humanos es un bien incondicional, bajo el supuesto de la inferioridad ética y política de las demás gramáticas de la dignidad humana que competían con los derechos humanos. Para Santos, hay que poner en evaluación las razones de la superioridad ética y política de los derechos humanos, dado que el hecho de que otras gramáticas y otros lenguajes de la emancipación social fueron derrotados por los derechos humanos solo puede ser considerado inherentemente positivo si se demuestra que los derechos humanos tienen un mérito, como lenguaje de la emancipación humana, que no deriva sólo de haber sido victoriosos. Hasta que esto se demuestre, el triunfo de los derechos humanos puede ser considerado por algunos un progreso, una victoria histórica, y por otros, un revés, una derrota.

El tercer espejismo es la ‘descontextualización’, que viene de la mano del triunfalismo. Este espejismo opera en la creencia de que los derechos humanos, en su carácter emancipatorio, provienen de la Ilustración del siglo XVIII, de la Revolución Francesa y de la Revolución Americana. Sin embargo, Santos señala que, incluso desde esos hechos y hasta hoy, los derechos humanos se han utilizado como discurso y como arma política de modos diferentes y con fines contradictorios. Pero después de las revoluciones europeas de 1848 los derechos humanos se separaron definitivamente de la tradición revolucionaria y fueron subsumidos en el derecho del Estado como monopolio de la producción de la ley y de la administración de la justicia. De ahí que, por ejemplo, la Revolución Rusa, al contrario de la francesa o norteamericana se haya llevado a cabo en contra de la ley y no en nombre de ella. La pregunta hoy, según Santos, pasa por saber si los derechos humanos actuales tienen una fuerza revolucionaria de emancipación o una fuerza contrarrevolucionaria.

En relación a esta pregunta, Santos señala el cuarto espejismo, que es el ‘monolitismo’. Este consiste en la negación o minimización de las tensiones y, sobre todo, de las contradicciones que habitan al interior de las teorías de los derechos humanos. Santos parte de la idea de que los derechos humanos producen una ambigüedad como resultado de los dos grandes colectivos a los que pertenece su creación: la humanidad y los ciudadanos de un Estado concreto. Esta tensión ha recorrido desde entonces a los derechos humanos y está directamente vinculada con el problema de su justificación intercultural.

El quinto espejismo es el ‘antiestatismo’. Tiene que ver con la idea de que los derechos humanos, para ser respetados, solo requieren del Estado una actitud negativa, esto es, no actuar de manera que no viole los derechos. Como oportunamente señala Santos, con la consideración de los derechos sociales y económicos como derechos humanos (7), las exigencias al Estado pasaron a tener un carácter positivo bajo el pensamiento de que el Estado debe actuar para proporcionar prestaciones que se traduzcan en derechos. Desde entonces el Estado se ha mantenido en el centro del debate de los derechos humanos.

 

«El desafío principal del pensamiento de los derechos humanos es, según este diagnóstico de Santos, la búsqueda de una concepción contrahegemónica de los derechos humanos, que comience por la crítica a las concepciones de los derechos humanos de matriz liberal y occidental»

 

Estos espejismos son, para Santos, la verdadera causa de las limitaciones de la concepción convencional y hegemónica de los derechos humanos de corte liberal. Este pensamiento convencional de los derechos humanos carece de herramientas teóricas y analíticas que le permitan gozar de credibilidad en los movimientos indígenas y campesinos de América Latina, los movimientos campesinos de Asia y África, y los movimientos de insurgencia islámica. Tres movimientos que, con significados políticos muy distintos desarrollados por Santos en su libro, vienen formulando sus demandas en un lenguaje distinto al de los derechos humanos y con máximas muchas veces contrarias a los principios dominantes de dichos derechos.

 

Notas

1– Human Rights, Internacional Instruments of the United Nations  Nueva York, United Nations Publication, 2002.

2– Cabe decir que, empezando por el año 1928 en que se publican las obras de Max Scheler, Helmut Plessner y Karl Löwith, pasando por George Herbert Mead en 1934, Ernst Cassirer y Adolf Portman en 1944, hasta llegar a las obras de Arnold Gehelen en 1956 y, finalmente, en 1958 a la Antropología estructural de Claude Lévi- Strauss, es decir, al menos durante tres décadas completas, la antropología filosófica vive un auge sorprendente, adquiriendo incluso la importancia de una “filosofía primera”.

3– Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro II, cap. X, ed. bilingüe griego-español, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1960.

4– Aristóteles, Política, libro II, 317e, Buenos Aires, Losada, col. Griegos y Latinos, 2005).

5– Höffe, Otfired, Justicia Política,  Barcelona, Editorial Paidos, 2003.

6– La matriz liberal concibe los derechos humanos como derechos individuales y privilegia los derechos civiles y políticos, reconocidos en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos adoptado por la Asamblea General de Naciones Unidas mediante la Resolución 2200 A (XII), del 16 de diciembre de 1966, entrando en vigencia el 23 de marzo de 1976.

7– De inspiración marxista o socialista, que reconocen los derechos colectivos y favorecen los económicos y sociales, incluidos en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales adoptados por la Asamblea General de Naciones Unidas mediante Resolución 2200 A (XXI), el 16 de diciembre de 1966 entrando en vigencia el 3 de enero de 1976.

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