#Notas

Combatir lo súbito

5 Minutos de lectura

Por Sebastián Barrionuevo Sapunar.

Buscando la salamanca

hasta los montes llegué

Fui pidiendo para mí

Fortuna, Fama y poder

La noche envolvió mi sombra

Antes del amanecer.

Peteco Carabajal

 

Friedrich Bruhn, oriundo de Alemania, se pensó en gigante cuando decidió viajar a nuestro país para adentrarse en el monte santiagueño. Dejando de lado su rigurosa formación metodológica en la Universidad de Frankfurt y con el propósito de trabajar otras formas de investigación no convencionales, vino durante la década del 40  a indagar sobre las causas de sucesivas muertes súbitas que se habían producido por estos lares, me reservo la identidad de los parajes como las fechas de su visita por razones estrictamente profesionales. Los sorpresivos decesos eran atribuidos por entonces al mismísimo Supay y habían tomado un conocimiento internacional.

Bruhn, valientemente, se propuso enfrentar el misterio y resolvió adentrarse en las partículas mínimas del ser humano santiagueño con el fin de desentrañarlas anatómicamente en su contexto salamanquero. Lo condujo la férrea  sospecha de que en su objeto de estudio: la muerte súbita, había una correlación estrecha de elementos que nadie había considerado y que sucedían en la inhóspita Ciudad del Barco.

Comenzó visitando y midiendo escenarios donde, repentinamente, la muerte se había presentado. Rápidamente, recibió inagotables testimonios de comprovincianos que comenzaban a enterarse de boca en boca de su temeraria empresa, muchos lo requerían arguyendo que habían comenzado a presentir señales de posibles finales disruptivos. Se constituyeron en un obstáculo a sortear los curiosos fabuladores que, con el solo propósito de tener un contacto cercano con el inefable científico, inventaban situaciones de lo más extrañas.

Con el tiempo, Bruhn comenzó a merituar los discursos santiagueños de quienes lo requerían y cuando de su análisis exhaustivo resultaba convincente alguno de los elementos esbozados, recién en ese momento, se iba a pasar largas noches en vela observando la supuesta evolución del paciente.

La cola del Supay presente en la investigación era una razón para ampliar métodos y romper estructuras. Friedrich revisaba desde los dinteles de las puertas, pasando por  las fosas nasales, la curvatura de la espaldas y derivaba finalmente en las últimas baldosas de las casas que visitaba. Dueño de una paciencia que parecía indomable, peregrinaba varios meses por hogares donde habían acaecido, fehacientemente, muertes súbitas.  También intentó con el auxilio de brujos y curanderos llegar al territorio oculto de la Salamanca, propósito que, según trascendió, siempre resultó fallido.

Con el avance de su investigación, Bruhn incorporó a los llamados curiosos que se acercaban inventando sintomatologías, los sumó como un indicador más para su búsqueda. Consideró en ellos cierta fascinación o terror por los finales repentinos  que podían aportarle datos significativos desde otras perspectivas.

Al fragor de sus hallazgos, mucha gente se sugestionaba ante su presencia y experimentaba convulsiones de lo más ridículas, él también fue incorporando diferentes señas, gestos, tic nerviosos que se le hacían carne. Esto último despertó la inventiva de los pueblerinos que, por su gorjeo mandibular, le encontraron ascendencias porcinas, como también, fallidos sueños boxísticos debido a un cross de derecha trunco que desplegaba luego de algunos pasos.

 

«Reaccioné, reaccioné» (2010). Por Iñaqui Ortega.

 

Otros comedidos, que no dejaban de tomar en serio al investigador, imitaban muchas veces al pie de la letra sus diferentes movimientos considerando que podía tratarse de anticuerpos ya descubiertos contra aquella maldita muerte súbita.

Su tarea no pasó desapercibida frente a otros y a su persona, cada uno de sus supuestos avances se adentraban en la psiquis del investigador y repercutían claramente en su cuerpo. Por ejemplo, tenía apuntadas palabras que no podía decir cuando la secuencia de las sílabas poseía un zigzagueo, entre rimas consonantes y asonantes.  Era desconcertante verlo con sus estrambóticos movimientos, acariciándose la barba rala. Se instaló en sus seguidores la creencia de que cada una de sus posturas podían ser contraseñas desbaratadoras de impulsos mortuorios

A veces hablaba murmurando y evitaba entonaciones demasiado elevadas, en particular con palabras como sentimiento o desesperanza. Con el avance de sus investigaciones su libreta de cuero se tornó interminable. A muchas personas de las que entrevistaba las medicaba indicándoles no repetir algunos silabeos o palabras claves. Tenía un halo de genialidad ganado solamente por el objetivo perseguido, situación que los claustros académicos  juzgaban con desdén, haciendo hincapié en la posible demencia que este pretendido investigador tenía.

Los malos augurios, de un momento a otro, comenzaron a presentarse por doquier. Así fue como Friedrich Brhun comenzó ausentarse  en mitad de arduas investigaciones domiciliarias. Se volvió cada vez más reservado y comenzó aparecer menos en los lugares que se lo requería.

Brhun perdió el estribo en su búsqueda,  las relaciones entre variables parecían ambiciosamente universales e infranqueables para su ser. Se erigían precipicios en su mente, en los que se abalanzaba perdiendo la noción de tiempo y espacio. No podía escapar de la probabilística que rodeaba a la muerte súbita. Su objeto de estudio devino en una obsesión que interfería de manera asfixiante en su cotidianeidad.

En la soledad pueblerina de Santiago del Estero, imaginaba cómo el vecindario del mundo situaba su mirada inquisidora en “el científico que investigaba misterios salamanqueros, habitado de espasmos y convulsiones”.

Avanzada su investigación, su objeto de estudio se volvió ingobernable, constantemente, presumía estar iniciando las secuencias que eran letales para el acaecimiento  de la muerte súbita. Cuando esto sucedía debía realizar algunos movimientos no contemplados dentro de las condiciones necesarias para que la secuencia fatal no opere. Quienes no conocen los caminos para accionar la muerte difícilmente los hacen pero no sucede lo mismo con el que puede anticiparse, rezaba Brhun.

La variable que no había considerado fue la que terminó por acorralarlo: toda la información obtenida. La acumulación de los conocimientos respecto de lo que no debía hacerse para seguir con vida era tanta que terminó por ausentarlo de la propia, cada vez más perdido y con la batalla contra la muerte a cuestas.

Dolorosamente, se desencontró con lo azaroso de la muerte para despedirse con una marea de información que, lejos de darle calma, lo hostigaba constantemente, dictaminándole posiciones y recorridos de salvación preventivos.

No tuvo paz y precipitó, voluntariamente su final. Encerrándose con todos sus documentos en la habitación más pequeña de su laboratorio rudimentario, se prendió fuego con cantidades de sustancias inflamables, no dejó nada librado al azar, mucho menos, espacio para arrepentimientos. Según comentan testigos presenciales, aquel incendio alumbró varias noches  la espesa oscuridad del monte.

La planificación de su muerte acabó siendo su mayor logro científico, combatió lo súbito hasta las últimas consecuencias.   

 

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