#Notas

El lenguaje obsceno

5 Minutos de lectura

Por Ignacio Ratier.

Con la publicación de El montaje obsceno (Nudista, 2018), Claudio Rojo Cesca comienza a consolidarse como una de las voces que han revitalizado el panorama literario en Argentina. El libro está compuesto por ocho cuentos en los que el ludismo y la perturbación se entrelazan y se disponen a hurgar en las profundidades del lector.

***

¿Buscar el sentido a todo o entregarnos al absurdo del mundo? ¿De cuál de estos dos polos está más cerca el autor? Son preguntas que surgen después de leer el libro. Vale aclarar, las dos opciones, pienso, no dejan de ser poses, formas de asumir la condena de interpretar para sobrevivir, algo que el escritor parece tener en claro.

En primera medida, hay que estar salvo del riesgo de leer a Rojo Cesca con los lentes del cálculo racional, del instrumentalismo ramplón. Sus producciones -y El montaje obsceno no es la excepción- exceden largamente esa maraña y están atravesadas por el ludismo que lo caracteriza; por un modo de ser que considera imprescindible para subsistir. La del autor es una racionalidad otra, que desconfía de los superpoderes de la razón. Es por eso que escapar a la lectura calculadora es dar paso a la posibilidad de un contacto con sus textos en el que el diálogo es posible, y los sentidos abren ventanas y esparcen la polvareda de lo omitido dentro de cada lector.

Los escenarios de las historias son escurridizos, ubicuos. El Santiago del Estero de buena parte de los cuentos está azotado no sólo por el sol, sino por las fuerzas de un mundo que desconcierta, lleno de puentes, pero, también de muros. Los personajes van y vuelven, migran, se mueven, vacacionan y siguen entrampados en la incertidumbre de no saber adónde van, porque perdieron la brújula. Los campesinos sueñan con ir a la ciudad y se masturban en el fondo de sus casas mientras la madre está durmiendo. Vienen los chinos a refugiarse en su lengua y otros personajes, con el saco sobre el hombro, van a probar suerte a Buenos Aires. Pero siempre es lo mismo: “volver a casa con las manos ahogando el fondo de los bolsillos”. Y la casa, la casa está en el barrio, la única fuente de certezas, la pequeña patria de la infancia y la juventud.

Los personajes habitan el barrio, desamparados en la soledad del lenguaje, alejados de todo gregarismo. No hay rondas ni esquinas pobladas de chicos pasando la cerveza de mano en mano. Todos están hechos de pedazos de palabras que retumban, o están despedazados, que es casi lo mismo. Deambulan, patean por la vida, solos, con el sabor de los recuerdos encima. Dice un pasaje del cuento Fragmentada:Tengo una enfermedad. Algo vive en mí. Algo que es como yo, se me parece, tiene la forma de mi cuerpo. Un duplicado interior que a veces reniega y sale afuera”. Entre la trama monológica y la orquesta polifónica de los derrotados, todas las voces están tuteladas por un dios que, con la distancia justa, juega a decir algo con el dolor de no saber cómo decir el dolor propio.

Una de las virtudes de Rojo Cesca está en lo que prioriza. No hay exhaustividad en la descripción de los paisajes, en la manera en que se disponen los objetos en las escenas. En sus cuentos se siente la carne, la piel y el hueso, los sabores y los olores; la experiencia de la lectura produce una transferencia contundente de la crudeza de la realidad. Se puede pensar, porqué no, que su narrativa gesta una rebelión en contra de las telenovelas en las que los personajes se besan al despertar. Porque los besos son agrios o tienen el sabor de un chicle de frutas o el perfume del cigarrillo. Lo fétido y las asperezas de las texturas cotidianas tienen una presencia rizomática en las membranas del libro. Pero no es sólo eso, también hay momentos de placer, amores, hogares sostenidos por los frágiles hilos de la estabilidad y amistades de fierro, que posibilitan una existencia llevadera. La vida a pesar de la vida.

El que inicie la lectura con el primer cuento (Un patio habitado por nubes), verá que esa racionalidad otra que compone la escritura del libro, puede llevarnos a confundir un realismo que se tironea entre lo sucio y lo atolondrado -pero que es otra cosa- con algo cercano a lo fantástico. El poeta no deja de ser poeta, aunque se hunda en el barro de un cuento o coma un sándwich de milanesa a las tres de la mañana en la puerta de un kiosco, hay algo en esa forma de mirar que pervive en la escritura. De ese modo, en ese primer texto, un niño recuerda a su abuelo y al lenguaje que los unía. Los conejos que orinan desde el cielo son más que un recurso metafórico: son un puñetazo al convencionalismo, a la idea triste de conservar los buenos modos aunque la heladera esté vacía.

El cuento que lleva el mismo título que el libro, por su parte, narra en tercera persona algunas imágenes de la vida de María Inés, una profesora de matemática que tiene sexo con Federico, un adolescente de 16 años que “es idéntico a los chicos que odiaba cuando tenía su edad: banal, torpe, medio fachistoide”. En la cabeza de la protagonista vuelve el rulo de un recuerdo de su niñez en Villa Gesell, cuando mirando por la ventana del departamento en el que está parando descubre a una pareja hetero cogiendo. Luego se dará cuenta que la escena se repite siempre a la misma hora. Para María Inés, esos instantes de contemplación son shocks de felicidad: “aunque la mayor parte del tiempo quiera tirarse de un balcón y escuchar música, el espionaje a la ventana del dúplex de enfrente es su momento más feliz en toda la vida”.

Un día, envuelta en la rutina diaria de voyeurismo, él la descubre, le guiña el ojo y le dice “hola linda”. Esas palabras vuelven -o María Inés vuelve a las palabras- mientras fantasea que las escenas de los encuentros con Federico contribuyen a una película mental a la que nombra El montaje obsceno.

 

Fotografía: Nata Etchúdez y Claudio Rojo Cesca.

 

La obscenidad está presente a lo largo y a lo ancho del libro. En los hombres que se aprovechan de las mujeres, en el vouyeurismo de María Inés, en las niñas que se besan y en la soledad de masturbarse en un rincón del rancho. Sin embargo, el montaje obsceno bien puede ser una película hecha con los fotogramas de obsesiones que no sabemos bien a quién pertenecen y que pueden, perfectamente, pertenecernos a cualquiera de nosotros.

La madre de esas obsesiones es hacer algo con esa manía de intentar desentramar el sentido de todo, interpretar para sobrevivir. La literatura de Rojo Cesca se pone al servicio del convite de una sensibilización que propone el derribo de las ortodoxias del universo under-indie-alt, siempre al borde de caer en la tentación de morderse la cola. En El montaje obsceno hay una puerta de salida o, al menos, un umbral que conduce a una pista novedosa, donde suenan melodías singulares. El seno es el lenguaje, el único hogar posible. La casa a la que siempre volvemos con las manos ahogando los bolsillos.

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