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Umbílico

3 Minutos de lectura

Por Claudio Rojo Cesca.

Me cuentan que, a las horas de haber nacido, mi abuela me encontró en la cuna del sanatorio, con el cordón umbilical desatado, bañado en sangre. Nunca se explayan con los detalles de la escena: no sé si era de noche o de día, ni quiénes estaban, ni si a alguien le bajó la presión al enterarse, ni si hacía frío o calor. Los accesorios, lo que da espesor y verosimilitud a un relato, eso falta. 

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Hace días que tengo el sueño recurrente de un accidente de autos. Un Peugeot 404 y otro, más contemporáneo y de vidrios polarizados, chocan en una esquina sin semáforos. Yo voy en el Peugeot. El auto es blanco, duro, como los autos de otra época, las cubiertas oxidadas parecen las monedas de un país de gigantes. Por momentos, la pintura me hace acordar a una cáscara de huevo, un dato que me lleva a la escena del nacimiento: salir del huevo, como salir de la genitalidad del padre, y también lo materno, el huevo de mamá gallina, el huevo del que sale un ser vivo.

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¿Pensé en la historia del cordón umbilical porque el sueño del Peugeot me llevó a transitar la fantasía de mi origen? Otro detalle que se me antoja importante: el cero del 404, un número con forma de huevo. Así, las palabras destapan los símbolos, los iluminan, los hacen brillar. Nacer requiere símbolos. El nombre, por ejemplo. Mamá eligió para mí nombres imperiales, y aunque jamás lo admitió por ese lado, probablemente la elección dice algo sobre sus aspiraciones narcisistas. Lo sostuvo, no sólo hablando bien de su hijo y enojándose con quienes no lo querían, sino a través de actos minúsculos que ejecutaba en secreto, sobre todo durante mi infancia. Cualquier cosa que yo escribiera terminaba fotocopiado, en un folio sin rotular, junto a mi acta de nacimiento y otros papeles. Así se conservaron mis primeros cuentos mecanografiados en una Olivetti actualmente anclada en el lecho marino de mi placard. 

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De mis cuentos de aquel tiempo, el que más recuerdo es uno de ciencia ficción: dos facciones rivales en una guerra del futuro, los robots y los humanos, luchan en un páramo que debo haber emulado de las películas de Mad Max. La reencontré no hace mucho, mientras ordenaba una pila de órdenes médicas. Junto a ella estaba una carpeta mía del jardín, con figuras troqueladas de próceres argentinos. Reconocí a Belgrano, el prócer favorito de mi mamá, desteñido y sucio, con una cabeza desproporcionadamente grande. Me acordé de un chiste familiar sobre la cabeza de Belgrano, algo que quizás tuvo su origen en ese troquel deforme. 

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Ese acopio automático e indiscriminado de mi mamá me lleva, de nuevo, a la anécdota del cordón umbilical: el hábito de atar todo lo que me salía de adentro, de conservarlo, cosas que se volvían importantes como la sangre, las historias que yo escribía a los ocho años, las reescrituras del cine que miraba por cable, así como la sangre y la vida son cosas prestadas, reescritas.

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Una última asociación sobre el sueño. El Peugeot 404 fue el auto de mi familia hasta que tuve once años. Era cómodo, con resortes poderosos bajo los asientos, un volante de madera bruñida y una palanca de cambios que jugaba pulseadas con el conductor de turno. En ese auto me sentía ínfimo, casi invisible, un antídoto a la reverberación de mis nombres. Cuando faltaba poco para que el Peugeot se vendiera (el plan era comprarse algo más compacto y moderno), el cachivache empezó funcionar mal. Nos dejaba en las avenidas, camino a la escuela, en pleno invierno. Teníamos que bajarnos a empujar ante la furia de los bocinazos para que otros, con el mismo apuro que nosotros, pudieran pasar. Una vez llegué tarde a la escuela y me dio vergüenza decirle a la maestra, delante de todos, que nos habíamos varado en el cruce de la Belgrano y Juncal. En su lugar, dije que habíamos chocado, pero que estábamos bien. Ese día, llegando a la segunda hora, aproveché un rebote de mi excusa y mentí que me dolía la cabeza. Me hicieron volver a casa, por las dudas, no fuera cosa que un nene de once años convulsionara en su pupitre. En el sueño no hay nada de esto, sólo la certeza de que estamos chocando y que yo estoy en el auto, y tengo once años y quizás me voy a morir sin llegar a la escuela, al pupitre. 

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Pupitre, pupo, ombligo: deslizamientos que me llevan, de a poco, al origen de todo, a la secuencia de la sangre en la cuna, al cero, al huevo, al estrépito de llegar al mundo. Así llego a estas palabras: por la desnudez de un accidente soñado. 

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