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Definitivo posta1jsdfhhfw.doc

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Por Claudio Rojo Cesca.

Llevo varios años no terminando un poemario. Los poemas salen, a veces tras largos períodos de sequía, y luego, como en una inundación, me veo frente a una carpeta llena de archivos con nombres tipo definitivo, definitivo posta, definitivo posta1, definitivo posta1jsdfhhfw. En ese nomenclador abstracto del último ejemplo (y no es una hipérbole con fines didácticos, en mi computadora hay una carpeta con ese archivo) se ve esa sobreabundancia de agua, el desborde del conjunto empujando por salir, y, en el camino, la rotura del lenguaje, la falta de ganas de aclarar: esto es esto, se llama así, es un poemario. Lo automático (el significante definitivo) tratando de contener eso que ya no puede seguir siendo un ente nombrable.

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En un capítulo de la serie animada de Rambo, un personaje (probablemente el propio Rambo) apagaba un incendio utilizando explosivos plásticos. Nunca entendí la química de esa secuencia, ni qué son los explosivos plásticos. Tampoco supe si es un dato tomado de la realidad o si forma parte de la jeringonza absurda pero funcional al género fantástico (usar la palabra “cuántico” para ubicar, cerca de ella, el concepto toro con siete ojos). Lo que a mí me cautivó, y todavía me asombra, es la carga poética de la idea: usar un fuego para apagar otro y no para alimentarlo. La duplicidad de un hecho cancela su origen. Algo que, por existir mucho, deja de existir. 

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Tengo mala memoria y no sé quién lo dijo: la proliferación de películas que imitaban el formato de Halloween (John Carpenter, 1978), a la vez que popularizó el género slasher y lo convirtió en el gran paradigma del divertimento aberrante en el cine de los ochenta, también fue escondiendo, bajo pilas y pilas de películas mediocres que imitaban el formato, esa pequeña joya del siniestro en la que un extraño paraliza el suave discurrir de la vida suburbana y, vedada su identidad bajo una máscara percudida de William Shatner, despliega su pulsión asesina.

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El automatón de la vida suburbana, como un nudo en la manguera, hasta que Michael Myers aparece y reestablece el caos. Una estética de la pulsión: la máscara, el enterizo (o sea, un ser impenetrable), el cuchillo de carnicero en lo alto, como un estandarte, mientras la trama del sueño americano se conduce distraída y en triciclo. 

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El fuego para apagar el fuego: escribir hasta la compulsión para no cerrar un proyecto, un libro, un conjunto de textos que se amontonan y se convierten en plastilina. Más poemas para cancelar un poemario, justamente porque algo del continente se corre para adelante, como escribe Pablo Natale en La vida en común, el chicle del texto, estirándose para fuera de la boca, enredándose en los dedos, hasta el punto que ya no es un chicle, ni tiene sabor, ni es otra cosa que una goma dando vueltas sobre su propia materia. El nombre del archivo, como un fusible quemado, roto. El lenguaje roto de un proyecto que no se cierra. El vocabulario de la angustia, saliendo de un pomo inflamado de versos. 

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¿Es posible la metáfora de un explosivo que apaga el fuego, un apelotonamiento de películas que le hacen tapón al primer y casi perfecto boceto del género, un asesino serial del cine que irrumpe para ponerle una hiancia a la confortable vida suburbana y el síntoma de escribir y escribir durante años, sin atravesar la clausura del objeto, sin escribir el final de nada? No sé, pero este texto se termina aquí.    

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