Musa: el nombre del miedo

Musa: el nombre del miedo. Capítulo 1: Mirar en silencio

27 Minutos de lectura

Crónica: Ernesto Picco.
Audiovisual: Marcelo Argañaraz.
Ilustración: Antonio Castiñeira.

En blanco y negro

A los 29 años, a Musa ya no lo inquietan los muertos. Joven como es, lleva un buen tiempo viéndolos desparramarse por la Ruta 9. Habrá visto más de un ciclista reventado por un camión, alguna pareja aplastada adentro de un auto, y algunos planchados después de rodar despedidos de sus vehículos. Pero esta noche húmeda del verano de 1965 Musa está frente a un muerto distinto. Está en un rancho en La Ramadita, que es un paraje aislado monte adentro, a tres kilómetros de la ruta. Está parado al pie de un catre donde está tendido el que era un hombre, con un agujero redondo en el pecho. La escopeta está tirada a su lado. Atrás, llora la viuda y a la vuelta seis hijos aguardan enmudecidos. 

Musa no siente pena, ni asco, ni miedo. Él quería ser policía. Y ahí está por fin, frente a lo que para él parece ser un caso digno de un policía. A sus 29 Musa todavía es flaco y espigado. Lleva un bigote finito y los párpados aún no se han hinchado para ocultarle la mirada. Ahora mira fijo. Con ojos como inexpresivos botones negros. No tiene arrugas. 

En medio del llanto, la viuda le dice que no era la primera vez que el hombre venía borracho. Que había pasado un montón de veces: 

_Nos corre, nos pega_ dice la viuda _Anoche ha venido así, mal, y se ha pegado un tiro.

Musa la escucha, pero huele algo raro.  

No debe haber más personas en tres kilómetros a la redonda. El joven policía, que está a cargo del destacamento más cercano, está solo en la escena y piensa. Levanta la mirada hacia afuera del rancho y en el corral logra ver a un hijo más. Debe tener siete u ocho años, y llora entre las cabras. Musa por fin se mueve y va a su encuentro. Se aleja del catre y del muerto. Y de la viuda y sus hijos. Deja el rancho rumbo al corral. Su silueta se disuelve en la oscuridad de la noche. Se estira frente al chico como se estira una sombra. Al chico le tapa las estrellas. No se ve cuando abre la boca. La voz del policía brota como del fondo de una caverna: 

_ ¿Por qué lo has matado a tu papá?

El chico llora. Tiembla ante la sombra negra. 

_ Yo no lo he matado_ dice entre lágrimas.

_Vos lo has matado_ le insiste Musa _Y yo te voy a meter preso ahora.

El chiquito, de siete u ocho años, moquea del miedo. El joven Musa, con helada calma, disfruta el momento.  

*

La Ruta 9 une Buenos Aires con la frontera boliviana y atraviesa siete provincias en sus casi dos mil kilómetros de extensión. Cruza en diagonal el sudoeste de Santiago del Estero, cortando al medio la capital provincial. Hacia el norte y hacia el sur, donde casi todo es monte, se asientan decenas de pueblitos donde no pasa casi nada. Entre la capital y el margen derecho del Río Dulce está el departamento Silípica, una zona de herencia ancestral que ya tenía ese nombre antes de la llegada de los españoles. Lo conservó durante siglos, después de que a la mayoría de los pueblos los bautizaran con nombres de ciudades europeas, de los conquistadores, o de los próceres criollos. Pero Silípica parece ser tierra de fracasos. Casi siempre ha servido sólo para pasar por ella en dirección hacia algún otro lado. 

Entrada al pueblo de Árraga en 2021 [Ernesto Picco]

El ferrocarril General Belgrano atraviesa el departamento y las cuatro estaciones que se emplazan en su territorio dieron lugar a los pequeños pueblos que son, en realidad, los más grandes del lugar: Ezcurra, Árraga, Simbol y Nueva Francia. 

Antes de la ruta 9 y  del ferrocarril, en el siglo XVII, Silípica era una de las paradas en la línea de postas que unía Buenos Aires con Potosí. Siempre lugar de tránsito. Para darle algún halo de importancia, historiadores y cronistas relatan que por allí pasaron la Mama Antula, Belgrano y San Martín, en momentos clave de las travesías religiosas, políticas y militares de cada cual. Había que pasar, porque quedarse en Silípica parecía asegurar un destino de frustración. En el siglo XVIII los españoles intentaron hacer trabajar a los pobladores originarios en emprendimientos textiles que no duraron mucho. Se fueron los españoles y se fueron los indios. A fines del Siglo XIX se creó en Capital Federal la Compañía Territorial del Norte, que intentó la colonización de 26.000 hectáreas en Silípica. Instalaron obrajes que desmontaron miles de toneladas de leña e hicieron carbón, y abandonaron la zona en la segunda década del siglo XX dejando enormes extensiones de desierto gris y abandonado. 

Pero durante los años que duró el obraje, muchos inmigrantes llegaron a trabajar allí en busca de una nueva vida. Uno de ellos, Azar Azar – así se llamaba – había llegado desde Siria para convertirse en la excepción de aquella doble regla del pasaje o el fracaso como únicas posibilidades en Silípica. 

Algunos de sus hijos y sobrinos recordarán que aquel árabe, que en el puerto de Buenos Aires había hecho que le anoten el nombre igual que el apellido, hablaba muy poco español y era tan bruto como trabajador. Recordarán que se casó con Anice Curi, una joven siria que era hermana de un compañero del obraje, y había llegado a Silípica en la misma época. 

Pero Anice moriría joven y dejaría a Azar Azar al cuidado de los ocho hijos que tuvieron juntos. Cuatro varones y cuatro mujeres. Musa Azar había nacido el 6 de diciembre de 1936 y era el tercero de la prole. 

Para ese tiempo Azar Azar ya había dejado el obraje, después de comprar muy baratas seis hectáreas de tierra en medio de la nada. Allí plantó parras y se dedicó a cosechar uvas y a hacer vino. Ayudado por sus hijos, juntaban la producción y la llevaban en una camioneta por la Ruta 9 hasta la capital, que quedaba a treinta kilómetros de la finca. Vendían todo en el mercado, y volvían. Al poco tiempo empezaron a hacer citrus, limones, y naranjas. Luego pasaron a la alfalfa y los chanchos. Y tomaron empleados. Más adelante compraron una casa en la Capital, a cuatro cuadras de la Escuela Zorrilla, a donde el viejo Azar mandó a sus hijos a estudiar. 

En 1941 Musa se mudó a aquella casa para empezar primer grado. Completó allí la primaria y después la secundaria en la Escuela Industrial. 

Azar Azar obligó a estudiar a todos sus hijos varones. Y durante los fines de semana tenían que ayudar a llevar y traer la producción de la finca al mercado en la Capital. Los veranos volvían a quedarse varios meses en la finca. Musa pasó así toda su infancia y los primeros años de su adolescencia, rodeado de sus tres hermanos, sus cuatro hermanas, y sus siete primos, hijos del hermano de Anice. 

Un paisaje de Nueva Francia, departamento Silípica, a mediados de siglo XX [Gentileza Agustín Rojas]

El Pibe Curi es uno de aquellos siete primos con los que se crió, y recordará su infancia setenta años después, sentado en el living de su casa de Loreto. Dirá: «Musa era medio rarito. Poco comunicativo. Estábamos jugando a las bolitas y él nos miraba, no intervenía. Poco y nada. Más bien le gustaba estar solo. Después, más grandes, a nosotros nos gustaban los gallos de riña. Y él nada. Cuando nosotros entre primos nos cagábamos a trompadas, él no se metía. Se ponía al costado a mirar. El veía todo y sabía todo. Después, desde que entró en la política, se alejó de nosotros. Pero hemos ido viendo la carrera que ha hecho, y nunca hemos sabido a quien ha salido tan ligero». 

*

El 25 de agosto de 1952, el gobernador Francisco Javier González firmó la Ley Nº 2.351, que creaba la Policía de la Provincia. A nivel nacional, el peronismo intentaba avanzar en un proceso de modernización de la policía, que todavía carecía de roles claros, capacitación y organización burocrática. Y en Santiago la cosa era todavía peor. Hasta ese momento funcionaba una fuerza de seguridad desorganizada, que tenía como antecedente institucional el Departamento de Policía creado por Juan Felipe Ibarra en 1832. La provincia estaba muy atrás de Salta, por ejemplo, que tenía su Escuela de Policía desde 1945, o de Tucumán, que ya en 1910 tenía su Escuela de Cadetes. Lo de Santiago era primitivo: no había casi requisitos para entrar a la fuerza, ni existía ningún tipo de formación para los ingresantes, más que la que recibían en la práctica una vez en funciones.

El anuario del diario La Hora de aquel mismo año de 1952 le dedica decenas de páginas a la obra del gobernador González. Entre ellas, hay una extensa nota titulada La reestructuración de la Policía Provincial. Allí se despliegan generalidades sobre las deficiencias institucionales: «Deficiencias ocasionadas por la falta de competencia técnica o preparación del personal, generalmente improvisado y realmente exento de una selección estable, la carencia de medios materiales para el desempeño de la misión conferida, como ser elementos de movilidad, armas y otros factores importantes». 

No había nada que pudiera preciarse de mínimamente organizado. 

Por otra parte, eran tiempos en que los problemas que los policías debían enfrentar eran muy singulares. Dice la misma nota que los desafíos de la nueva policía eran «la lucha contra la delincuencia, el cuatrerismo, factor de la despoblación ganadera, el curanderismo, el agio». 

Lo del agio es un signo de época: en esos años un almacenero que vendiera el queso más caro que lo que determinaban los precios de referencia establecidos por el gobierno peronista, estaba cometiendo un delito. Cuatreros, curanderos, y almaceneros inescrupulosos eran los enemigos públicos en el Santiago de 1952. Y para la improvisada policía santiagueña, lo importante era estar atentos para agarrarlos, y no había mucho más que saber. 

Autoridades y efectivos de la flamante fuerza policial, a principios de la década del 50 [Gentileza Armando Jugo Suárez]

Cuando se fundó la Policía de la Provincia, Musa tenía 16 años y cursaba el secundario en la Escuela Industrial en la capital santiagueña. Apenas se graduó, en 1954, entró a la fuerza, porque algunos compañeros elegían ese camino, y porque su hermano mayor, Jorge, también era policía y trabajaba en Árraga. Pero a Musa lo mandaron a Sumampa, a doscientos kilómetros de la finca familiar. 

Allí, el jefe de su comisaría no sabía leer ni escribir. Le habían enseñado a dibujar sus iniciales para poder firmar cuando iba a cobrar el sueldo. A Musa lo indignaba recibir órdenes de un tipo así.  

Musa estuvo poco más de un año en Sumampa, hasta que le llegó la hora de hacer el servicio militar. Durante 1956 y parte de 1957 estuvo en la Escuela de Artillería de Córdoba. Ese fue su primer contacto con los militares. 

¿Habrán sabido Musa y sus compañeros de colimba lo que empezaba a pasar ese mismo año en las fuerzas armadas? ¿Habrán percibido el sutil pero rotundo movimiento interior que cambiaría para siempre el paradigma militar en la Argentina? 

Por las noches Musa tenía asignada la guardia de los polvorines en el cerro cordobés. Las noches de invierno las pasaba parapetado con cinco grados bajo cero, abrazado inmóvil a un FAL. Era verano en París. Y era de día en la Escuela de Guerra de la capital francesa. En ese preciso momento, mientras Musa resoplaba de frío en el cerro helado, Alcides López Aufranc hacía buena letra en las aulas francesas. El prometedor militar de 37 años  se destacó entonces como el mejor de los 120 argentinos que el gobierno de facto había mandado para aprender la doctrina antisubversiva. En las guerras de independencia de Argelia e Indochina, los franceses habían protocolizado los métodos de persecución, represión y tortura. En Latinoamérica, la Doctrina de la Contrainsurgencia Francesa daría al poder político las herramientas y técnicas de guerra no convencional para articularse con la Doctrina de Seguridad Nacional, que en el marco de la Guerra Fría empezó a plantear, desde Estados Unidos, la idea de las fronteras ideológicas, el enemigo interno, y la justificación para las distintas transformaciones políticas y normativas de defensa.  

En la segunda mitad de los cincuenta, el gobierno de Aramburu no estaba satisfecho con la expulsión y la proscripción del peronismo: había que exterminarlo. En junio de 1956, menos de un año después del golpe que había derrocado a Perón, los militares habían sofocado el levantamiento del General Juan José Valle y el inicio de la resistencia peronista con los fusilamientos de José León Suárez en Buenos Aires. Ese era el cambio de paradigma: ya la misión de las Fuerzas Armadas no era defender al país de las posibles acechanzas del extranjero, sino del enemigo interno. Igual que en Francia, en Latinoamérica había que eliminar a los comunistas y al extremismo en general. En Argentina, además, el otro blanco fue el peronismo.

López Aufranc fue elegido entre todos los hombres de su camada para ir a practicar los métodos de vigilancia y tortura en Argelia, y luego regresaría a Argentina para ser el primer instructor de la doctrina francesa en la Escuela de Guerra de Buenos Aires, donde Musa estudiaría algunos años más tarde. 

Cuando terminó el servicio militar y regresó a su hogar, en Santiago ya se había puesto en marcha una muy básica Escuela de Policía. Musa estudió ahí durante tres años, para lo cual se instaló nuevamente en la casa familiar de avenida Moreno, en la capital santiagueña. Y en paralelo, se dedicaba a un negocio que se había armado para trabajar y hacer plata extra. 

En la escuela Industrial Musa había aprendido a construir y reparar radios. Desde mediados de los años cincuenta había empezado a popularizarse el invento de la radio a transistores. Hasta entonces, las radios funcionaban con válvulas. Los transistores eran más pequeños, no recalentaban, no sufrían desgaste, eran más baratos y andaban a pilas. La nueva tecnología empezó a entrar en el país y Musa, a sus 23 años, fue uno de los primeros en hacerla llegar a Santiago. Por su experiencia con aquella nueva tecnología, Musa fue afectado a colaborar la primera radio policial.

A sus 22 años Musa Azar (centro, con gorra) colaboró con la instalación de la primera radio policial, en 1958 [Gentileza Armando Jugo Suárez]

Luis Eduardo Gómez, compañero de la Escuela de Policía, era uno de los pocos amigos que Musa, con su talante solitario, se permitía tener. Y fue su socio en aquel emprendimiento de las radios. Reconvertían los viejos y enormes combinados reemplazando la válvula por el transistor, y restauraban el mueble. O bien construían de cero todo el artefacto, con el aparato y el trabajo de carpintería. La demanda era tal que Musa y Luis Eduardo hacían tres o cuatro radios por día.

Ganaron un buen dinero muy rápido, con el que Musa se compró un Ford Fairlane. Era un auto largo y coqueto, casi un objeto de lujo. Se paseaba manejándolo por las calles de Santiago y por la ruta hacia Árraga ataviado con chomba, sombrero y anteojos negros. Decía en aquel momento que no le importaba tanto ser policía. Que lo que único que en realidad quería era ganar mucha plata y vivir bien.

Musa Azar, veinteañero a fines de la década del 50, posando junto al Ford Fairlane en Árraga [Gentileza familia Azar]

En esa época Musa conoció a Gilda Salomón. Una joven maestra que fue a comprarle una radio y se enamoró de él. Tanto que estaría vinculada a Musa por el resto de su vida. Aun cuando él tendría al menos tres parejas más, con quienes viviría paralelamente. Gilda lo sabría y se lo aguantaría en silencio. 

Y del hombre que decía que amaba, Gilda también aguantaría callada, más tarde, su ingreso a en los antros más oscuros del poder. El espionaje, las cacerías, los asesinatos.  

Musa se graduó de la Escuela de Policía en 1960 como el mejor de su clase, y pudo elegir a donde ser asignado. Su destino entonces fue volver a Árraga, y después trabajó en distintos pueblos de la zona. Siempre al borde de la Ruta 9. Siempre cerca de su finca natal. Once años trabajaría como policía rural. Persiguiendo a los cuatreros, a los almaceneros vivos y a los curanderos. 

Mientras tanto, lejos de allí ocurrían cosas de las que quizás Musa se haya enterado por radio. 

Supo que en  la Nochebuena de 1959 un grupo de veintidós hombres jóvenes tomaron la comisaría de Frías, en el límite sudoeste de la provincia. Que se robaron las armas y se fugaron rumbo a los cerros tucumanos para fundar allí la primera guerrilla de la resistencia peronista. Se hicieron llamar Los Uturuncos. Se habrá enterado también Musa que aquella aventura, que fue la primera experiencia guerrillera del siglo XX en Argentina, no duró mucho. Que el 1 de enero la policía tucumana los detuvo a todos. El mismísimo día en que en Cuba celebraban el primer aniversario de la revolución que en parte los había inspirado. 

Se habrá enterado Musa también por la radio de la aventura de Jorge Masetti, el periodista argentino que después de conocer al Che en Sierra Maestra había organizado el Ejército Guerrillero del Pueblo. Que se había internado durante un año en la selva salteña para intentar crear desde allí un foco revolucionario con apenas dieciocho combatientes. Se habrá enterado Musa que en abril de 1964 Gendarmería los persiguió, detuvo a un grupo en Orán y desapareció a Masetti.  

Pero quizás Musa no se enteró de que mientras todo esto ocurría, entre el primer y el segundo fracaso guerrillero, Alcides López Aufranc dio en Buenos Aires el Primer Curso Interamericano de Guerra Contrarrevolucionaria. Musa todavía estaba lejos de esos círculos. Fue en 1961 y participaron militares de catorce países de la región, que comenzaban a incorporar discretamente las técnicas de persecución y tortura que había aprendido en la escuela francesa. 

En el campo santiagueño, a la vera de la Ruta 9 todo era más tranquilo. 

Entrada al El Simbol, al borde de la ruta 9, entre Arraga y Nueva Francia.

En 1964 Musa fue destinado como encargado del destacamento de Simbol, seis kilómetros al sur de Árraga. Un lugar todavía más pequeño y despoblado. Ahí le tocó cuidar los bailes y las fiestas religiosas. Separar borrachos. Custodiar la zona de algún accidente de tránsito. 

Pero en esta noche negra y calurosa del verano de 1965 le toca otra cosa. Está en el desolado paraje de La Ramadita, a tres kilómetros de la orilla de la ruta. Después de revisar el cadáver de un campesino atravesado por un escopetazo, está en un corral, amenazando a un chico de siete u ocho años para sacarle información de lo que acaba de pasar.

_Yo no he sido señor_ le llora en la oscuridad el chiquito, aterrado _Ha sido mi hermano. El mayor.

Musa no dice más. Se da vuelta y regresa al rancho, dispuesto a llevarse al hermano mayor al destacamento. Lo va a presentar al juez y lo van a meter preso por parricidio. El hijo mayor del muerto va a cumplir una condena por casi veinte años, y después va a salir por buena conducta. Pero esa es otra historia. Ahora, en medio de la noche, Musa sonríe. Con orgullo supurante, recordará muchos años después aquel momento en que, a sus 29 años, hizo cantar a su primer interrogado. 

*

_ ¿Por qué crees que estás aquí?_ 

El Jefe de Policía le va a repetir la pregunta y Musa, pensativo, le va a decir que no sabe. En noviembre de 1972, después de once años de servicio como policía rural, lo mandarán a llamar para trasladarlo a la Capital. Y a Musa no le va a gustar nada. 

_Seguro que es alguien que me quiere meter la púa_ le dirá al Jefe de Policía. Pero  Humberto Montenegro, un pelado con pinta de bonachón, que había sido director de la Escuela de Policía cuando Musa era estudiante y en 1972 será la máxima autoridad de la fuerza, le aclarará que no. Que es él quien lo ha traído. Le dirá que lo ha elegido por haber sido el mejor estudiante que ha tenido en la Escuela. Porque estará recién creado el Departamento de Informaciones Policiales, el DIP. Y le dirá que harán falta policías que sean buenos y a la vez estén alejados de la rosca del poder de la Capital. 

Montenegro no ocultará su fe en el joven Musa Azar, un policía rural que – él creerá en ese momento – será el hombre indicado para ese trabajo. Y más: le dirá que Carlos Jensen, el gobernador, lo querrá ver personalmente. 

Jensen lo va a recibir en su casa particular, casi como si se tratara de una reunión extraoficial. Y le va a decir que desde Buenos Aires, en la Escuela de Guerra, están pidiendo a las provincias que envíen a jóvenes selectos a preparase para las operaciones contra la subversión y los extremistas. Esas son las palabras que van a usar. 

En 1972, cuando Jensen le dé a Musa esa noticia, ya habrá una creciente acumulación de operaciones y enfrentamientos entre sindicalistas, guerrilleros y las fuerzas armadas.

En enero del 67 los trabajadores de la Federación Obrera Tucumana de la Industria del Azúcar protagonizarán una pueblada en Bella Vista. 

En septiembre del 68 la policía detendrá y torturará a catorce guerrilleros que habrán conformado las Fuerzas Armadas Peronistas en Taco Ralo. 

En el 69, sindicalistas y estudiantes harán temblar al gobierno de Onganía en el Cordobazo, con réplicas de movilizaciones en Corrientes y Rosario. 

El 70 será todavía más intenso. 

En mayo aparecerá públicamente Montoneros con su primera acción: el secuestro y la muerte de Aramburu. Y en julio el congreso del Partido Revolucionario de los Trabajadores decidirá crear el Ejército Revolucionario del Pueblo, para pasar a la lucha armada en busca de una patria más justa. En septiembre tomarán la comisaría 24 de Rosario para acopiar armas. 

En mayo del 71 secuestrarán a Stanley Sylvester, gerente de la empresa Swift, para pedir rescate y reunir más dinero para sus operaciones. Les pagarán doscientos millones de pesos. En noviembre del 71 atacarán la cárcel de Villa Urquiza en Tucumán para liberar a catorce compañeros presos. 

Alcides López Aufranc, el militar que trajo al país las técnicas de tortura y persecución de la doctrina francesa. [Revista Primera Plana]

Después la cosa se pondrá más violenta: en abril del 72 un comando interceptará en Rosario el vehículo donde viajará Juan Carlos Sánchez, comandante del II Cuerpo del Ejército, acusado de torturar a guerrilleros del ERP durante sus detenciones. Lo acribillarán a balazos. Al mismo tiempo, en Buenos Aires, van a matar a tiros a Oberdan Sallustro, gerente de Fiat en Argentina, durante un fallido intento de secuestro sofocado por la policía. El 15 de agosto será la fuga de los presos políticos del Penal de Rawson y el 22 la masacre de Trelew. 

Con todo, las Fuerzas Armadas irán moviendo sus hilos. Entre 1968 y 1969 se aprobarán el Reglamento de Operaciones Sicológicas y el Manual de Operaciones Urbanas contra la Subversión, basados en la doctrina francesa y las enseñanzas de López Aufranc en sus cursos en la Escuela de Guerra. Las fuerzas de seguridad irán incorporando de a poco la idea del nuevo enemigo interno y la forma de enfrentarlo. 

En 1971, en Santiago van a allanar la casa de don Francisco del Rosario Santucho. Querrán dar con el paradero de su hijo Robi, líder máximo del ERP. Pero no van a encontrar nada. 

En 1972 se va a instalar en la provincia el Batallón de Combate 141, en el marco del Plan de Capacidades que buscará la zonificación y reorganización de las fuerzas armadas en el territorio. Con el nuevo paradigma ya inoculándose por las venas burocráticas del monstruo, sus tentáculos se estirarán para llegar más lejos, preparándose para dar sus zarpazos en todas direcciones.  

En noviembre de ese año, cuando Musa se encuentre frente al gobernador Jensen, el país ya será una caldera. Pero todavía no habrá llegado lo peor. La represión más violenta todavía estará por organizarse, cuando Musa Azar esté a la cabeza. 

*

Interludio en colores

Estamos en su casa. Musa Azar habla con una voz alta y cavernosa. Estira las u y arrastra las erres y las eses. Deja un instante entre frase y frase. Las pasa por la boca como si fueran una golosina. O una anestesia. Es la tarde del 16 de septiembre de 2018 y estamos en el comedor de esta casa que compró su padre hace setenta años, para que Musa empezara a cursar la escuela primaria en la Capital. Entonces la calle todavía era de tierra. Ahora es la avenida Moreno, una de las cuatro que bordea el centro de la ciudad de Santiago del Estero. Estamos sentados en una mesa cuadrada, entre una cocina común y un mueble con un televisor y adornos. Nos hemos ubicado aquí después de cruzar la puerta, un pasillo oscuro y un escritorio con las luces apagadas que no parece tener mucho uso. Desde aquí se ve, al fondo, un patio medio descuidado y una puerta que da a los dormitorios. 

Musa Azar en el living de su casa en septiembre de 2018. Allí cumplío cuatro años de prisión domiciliaria, hasta su muerte en 2021 [Marcelo Argañaraz]

Musa nos recibió hace poco más de una hora, vestido con una camisa amarilla y pantalones claros. Bajo la botamanga derecha esconde la tobillera electrónica, que debe disparar una señal a la policía si llega a salirse del perímetro de su casa. Después de quince años preso en distintas cárceles y hospitales del país, en enero pasó a engrosar la lista de más de 600 represores que gozan del arresto domiciliario en Argentina. 

En diciembre de 2018 cumplirá 82 años, y llega arrastrando cuatro cadenas perpetuas. 

En 2008 fue condenado como autor intelectual del Doble Crimen de La Dársena, por el que estaba detenido desde 2003. La sentencia del caso, que dejó muchas dudas, señala que Leyla Bshier, de 23 años, murió en una fiesta donde en un principio se había señalado la participación de uno de los hijos de Musa Azar y otros jóvenes vinculados al poder. Y que Patricia Villalba, de 26, fue secuestrada, torturada y asesinada porque sabía lo que había ocurrido. 

Los cuerpos de ambas se encontraron en un descampado en 2003 y dieron lugar a las movilizaciones de protesta que terminaron con la caída del juarismo y la intervención federal en 2004. 

Musa Azar había sido jefe la Subsecretaría de Información de la Provincia en los últimos gobiernos juaristas, entre 1995 y 2003. En 1974, también durante gobierno de Juárez, había asumido como máxima autoridad del Departamento de Informaciones Policiales, después de formarse en la Escuela de Guerra y ser elegido por los militares como su contacto y hombre de confianza en la policía santiagueña. En 1976, después del golpe, fue ascendido a Comisario General. Las otras tres cadenas perpetuas, que llegaron en juicios que se realizaron después de 2010, fueron por delitos de homicidio, violación sexual, violación de domicilio, privación ilegítima de la libertad y tormento, cometidos entre 1974 y 1978. 

Hoy, en la tranquilidad de su casa, Musa Azar contesta todas las preguntas con calma. Relativiza sus condenas, pero admite las torturas y la persecución: dice, con frialdad, que fueron para salvar al país del comunismo. 

El tono aplomado sólo lo pierde cuando habla de La Dársena. La boca se le abre a los dientes, el ceño se le frunce hasta taparle los ojos y los dedos se le ponen duros. Escupe nombres que han sido callados durante años y manotea en el aire. Dice que ese juicio fue una farsa y que debería reabrirse la causa. 

Cuando cambia de tema, vuelve a la tranquilidad. Aun cuando en la vereda de su casa se han hecho cada vez más frecuentes las movilizaciones y escraches, él está ahí, muy cómodo y tranquilo. 

Una de las manifestaciones en la puerta de la casa de Musa Azar, el 9 de enero de 2018. [Marcelo Argañaraz]

En su casa vive solo y sin custodia, salvo cuando hay movilizaciones. Se pasa el tiempo leyendo y escuchando radio. Cuando llegamos tenía en la mano un libro de tapa verde sobre la vida de Yasser Arafat. En la mesa encontramos otro de tapa amarilla. Arriba, grande, el nombre del autor: Hans Kelssen. Abajo, el título del libro: ¿Qué es la justicia? 

Musa reniega porque no tiene mucho que hacer y casi no habla con nadie. Asegura que algunos de los familiares que le quedan vivos se niegan a verlo. Moisés Azar, su hijo menor y abogado defensor, lo visita casi todo el tiempo. También un enfermero, una amiga que trabaja en un negocio del barrio, y un gestor que le hace trámites en la calle. Al menos esos son los que nosotros vamos a ver mientras estemos en la casa. Le hacen visitas cortas. Duran minutos. Seguro vendrá otra gente.

Durante estos quince años, Musa estuvo preso en la Escuela de Policía, en una Unidad Regional en la ciudad de La Banda, en Gendarmería, en el Penal de Colonia Pinto, en dos hospitales y en una cárcel de Chaco. Pasó tres años y medio en el Penal de Ezeiza, donde compartió pabellón con Reinaldo Bignone, Luciano Benjamín Menéndez, Luis Patti, el Tigre Acosta, y Miguel Etchecolaz. Y ahora, en el living de su casa, se dispone a escuchar nuestras preguntas. 

Logramos llegar ahí después de insistir durante cuatro meses con su hijo Moisés. Lo vamos a escuchar. Musa nos va a contar su historia, y nosotros vamos a escribir la nuestra. Porque también hemos hablado y vamos a seguir hablando con policías que trabajaron con él. Con policías que lo enfrentaron. Con familiares. Con los que sobrevivieron a la persecución y la tortura. Vamos a tratar de entender cómo se hace un genocida. 

Y vamos a tratar de hacer algo más. 

Después de que Musa Azar fuera expuesto como el mayor monstruo que debió procesar la democracia, a punto de presentarlo como la cabeza y el motivo de los peores horrores cometidos por la dictadura y el juarismo en Santiago del Estero, vamos a tratar de contar qué pasó con muchos otros que obraron con él, que fueron tanto o más responsables que él, y cuyas historias han sido voluntariamente opacadas por la pesada sombra del policía de Árraga. 

*

En sepia

La siesta del 16 de diciembre de 1993 Musa está parado en la puerta de su casa de la avenida Moreno. Ve pasar a la turba enardecida por la calle. Enardecida es el adjetivo correcto. Han prendido fuego la casa de gobierno y el palacio de Tribunales, y ahora están yendo a quemar las casas de todos los funcionarios de gobierno que puedan. O no de todos. Hay una lista. Musa lo va a saber después. Hay algunos que guían a la multitud y tienen la lista con los nombres y las direcciones de los lugares a los que hay que ir. Y Musa va a saber después, y le va a decir a los de arriba, cuando le pregunten, que a esa turba que quisieron decir que fue una pueblada, la digitaron desde Buenos Aries. Y va a dar nombres de quiénes fueron los santiagueños que la organizaron, para romper todo. 

A esa hora de la siesta el gobernador Fernando Lobo ya ha renunciado y está al caer la Intervención Federal. ¿Quién se beneficia en un escenario así? ¿A quién le conviene la expulsión de Casa de Gobierno de los peronistas que habían traicionado a Juárez en el 87? ¿A quién le sirven los cuadros de Menem arrojados a una pira frente a las cámaras de los noticieros porteños? ¿Quién gana ahí? ¿Quién ganará, al final? 

En 1993 Musa Azar tiene 57 años y la turba enardecida que pasa por la puerta de su casa cargando ladrillos y cascotes no sabe quién es él. Pero Musa, como cuando era chico y miraba a sus primos agarrarse a las piñas sin meterse, observa y sabe todo. 

Si en los 60 Musa quería ganar plata y vivir bien, ahora lo que más quiere es pasar desapercibido. 

El 16 de diciembre de 1993 el levantamiento popular tomó las calles, los edificios públicos y las casas de catorce funcionarios. [Rody Beltrán para La Izquierda Diario]

Ahora Musa está parado en la puerta de su casa de avenida Moreno, preparándose para lo que va a venir. Han pasado muchos años después de que lo llamaran a ser parte de la llamada guerra contra la subversión. Hoy el país es otro. Ha pasado mucho tiempo después de que lo hicieran sentirse parte del poder. Después de haber liderado la cacería, ahora Musa quiere eso: pasar desapercibido. Porque sus años en el frente fueron pocos, pero le salieron muy caros. Al menos eso piensa ahora, que se siente seguro, mirando cómo la turba enardecida pasa y no lo toca, en el caliente diciembre de 1993. Ahora está ahí, tranquilo, sin sospechar lo que vendrá en unos años. Porque la idea de muy caro va a cambiar de significado. 

En esta siesta del 93, si hiciera cuentas sobre sus años en el poder, vería que ha sido muy corto su tiempo de mandamás. Apenas cuatro años. Llegó en 1974 y en 1978 pidió el retiro. Pero le alcanzaron esos años para comandar al menos dieciocho desapariciones conocidas. Hay más. Y decenas de secuestros y torturas. Tenía 42 años cuando decidió irse, en 1978. Nada más. La dictadura llevaba apenas dos años, pero Musa no se llevaba nada bien con el gobernador de facto, César Fermín Ochoa. Y ese año había quedado atrapado en una interna feroz entre policías, militares, empresarios y parapoliciales, que podría haber terminado con su muerte. 

En el 78 se salió justo a tiempo. Se alejó de las luchas de poder y volvió a Árraga. Compró una finca más grande y se dedicó al campo y a los animales. Volvería a acercarse al gobierno unos meses con la salida de Ochoa, en tiempos de Jensen. Pero con el regreso de Juárez tuvo que replegarse otra vez. No podía acercarse a Juárez, y volvió al campo. Hasta que lo agarraron por primera vez. 

En 1984 en Buenos Aires todavía no habían comenzado los juicios a la Junta Militar, y en Santiago ya se había abierto, a instancias de la APDH, una Comisión Provincial de Estudio Sobre Violaciones a los Derechos Humanos. El organismo, que funcionaba en una oficina de la Legislatura Provincial, recibía testimonios que luego serían incorporados al informe de la Conadep. 

Antenor Ferreyra (piernas cruzadas) encabeza la conferencia de prensa de la APDH en la Legislatura provincial el 31 de marzo de 1984 [Diario El Liberal] 

No había pasado un año del regreso a la democracia cuando María Rosa Dicchiara de Eli denunció en esa Comisión el secuestro y asesinato de su hermano, Daniel Dicchiara. Daniel era un joven de 22 años que  militaba en el PRT y estaba desaparecido desde agosto de 1976. 

Algunos ex presos se animaron entonces a contar que lo habían visto vivo en el Departamento de Informaciones Policiales, y que él les había dicho que había sido torturado.

Y contaron también que a fines de agosto los hombres de Musa se lo llevaron del lugar junto a un paraguayo que parecía ser su amigo. Y nunca más lo volvieron a ver. 

La denuncia de Dicchiara llegó a manos del juez Carlos Schammas, que llevó el caso a los tribunales provinciales, profundizó la investigación y en 1985 metió preso a Musa Azar por los delitos de privación ilegítima de la libertad y homicidio calificado. Fue la única denuncia que se animaron a mover, y que efectivamente tuvo éxito en la justicia. 

Musa terminó en el Penal de Varones y compartió celda con dos antiguos subalternos de la DIP: Tomás Garbi y Ramiro López. Ellos también estaban presos por ser cómplices en el caso Dicchiara, pero además estaban acusados del asesinato de José Marino, antiguo guardaespaldas de Carlos Juárez, y rival de Musa Azar. 

Dentro del gobierno Musa había tenido varios enemigos. José Marino, sin embargo, era más que eso. Musa diría después que fue la única persona a la que alguna vez le había tenido miedo. 

A quién realmente no le temía era al Tío Mañu. El Tío Mañu había sido jefe de Policía durante el gobierno de Carlos Juárez en los setenta. Un comisario de barrio de la Capital, corpulento  y carismático, juarista imperturbable y leal al caudillo. En el 76, después del golpe, había dejado su cargo de comisario general, y en 1983 había vuelto a ser la máxima autoridad, después de que Juárez ganara las elecciones a gobernador otra vez. 

El Tío Mañu siempre había rivalizado con Musa por la confianza del jefe, y disfrutaba ver encerrado al antiguo capo de la inteligencia juarista, mientras que él volvía a estar transitoriamente en la cima del poder policial. Por eso iba a verlo seguido al Penal. Casi siempre, ante la afrenta, Musa prefería el silencio, pero la última vez que el Tío Mañu lo visitó, ya no pudo resistirse: 

_No venga más Mañu, porque no lo voy a recibir _le dijo Musa _Y dígale al doctor Juárez que si yo estoy aquí en este pabellón, él tiene que estar a la par. Porque todo lo que yo he hecho, ha sido con mandato de él. 

Imposible saber si lo que pasó después fue por aquel diálogo, o por qué ocurrió. Lo cierto es que el Tío Mañu llevó aquella amenaza a Casa de Gobierno y a las 24 horas Musa, Garbi y López fueron trasladados a la Escuela de Policía. Seis meses después, salieron en libertad. 

Mariano Utrera, joven abogado hijo de un viejo colega y amigo de Carlos Juárez, tomó el caso y negoció la salida de los tres. Musa le pagó con un auto y una casa que habían sido de su propiedad. Salió de la cárcel el 17 de junio de 1985, con la certeza de que las cosas habían cambiado y que él debía cambiar para no volver a caer. 

En abril había comenzado en Buenos Aires el juicio a la Junta Militar, y en el informe que la Conadep había presentado al presidente Alfonsín en septiembre del 84, Musa aparecía nombrado tres veces. La única forma de resguardarse era volver a arrimarse al poder. Si el Tío Mañu había podido, él también iba a poder. 

Han pasado siete años desde que Musa salió de la cárcel y lentamente ha vuelto a llamar, uno por uno, a sus viejos contactos. No a los de arriba. No a los poderosos. Ha empezado con los de abajo. Con los que le hacían el trabajo sucio. Con los espías. Ha retomado el contacto con los antiguos informantes de la Capital y del interior. Algunos contestaron de entrada y otros no. Pero se enganchan de a poco y la red seguirá creciendo. Es trabajo fino. 

Ahora, en la siesta del 16 de diciembre de 1993  ha hecho una pausa para mirar la turba enardecida desfilando a los tumbos por la vereda de su casa. Nadie sabe quién es él. Mejor así. Musa mira por la avenida y en el cielo aparecen las columnas de humo negro que se alzan desde los incendios del centro. Santiago es noticia en los canales de televisión de Buenos Aires. Y mientras todo el país está distraído con el fuego santiagueño, por lo bajo, Musa teje sus redes y mira el paisaje en silencio. 

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