Musa: el nombre del miedo

Musa: el nombre del miedo. Capítulo 7: Borrar las huellas

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Crónica: Ernesto Picco.
Audiovisual: Marcelo Argañaraz.
Ilustración: Antonio Castiñeira.

En blanco y negro

Los vecinos recordarán el apagón. Las siluetas negras y el silencio negro. Recordarán lo quietos que se quedaron mientras intentaban espiar desde la oscuridad de sus casas lo que pasaba en la vereda. Quizás no recordarán la fecha exacta: fue el jueves 13 de julio de 1978. De esa noche en el Campo Contreras, algunos se van a acordar de los tiros. De una ráfaga seca. Alguno recordará un tiro más, o dos. Y recordarán el único muerto que se llevaron. Todos recordarán su nombre, su rostro y su cuerpo. Que era el nombre y el rostro y el cuerpo del vecino que veían todos los días. El grandote. El que vendía zapatos. El que tenía secretos. 

Ese año el Campo Contreras era un caserío relativamente nuevo, sobre el margen derecho de la avenida Belgrano, un kilómetro antes del arco de entrada de la ciudad. El barrio se había empezado a construir después de la inundación del 74. Eran catorce manzanas de casas sencillas y chiquitas. Ahí nunca pasaba nada más que las horas y los días. Hasta aquel jueves negro del invierno del 78. 

Primero, las tres manzanas de la calle 57 quedaron a oscuras. No fue una baja de tensión. No había viento ni tormenta. Alguien había cortado la luz a propósito. 

Entonces se escucharon los motores de los autos. Se atravesaron por las dos primeras esquinas de la calle 57 para cortar todo acceso posible a la cuadra. La noche era una sola sombra con rumores de metal y cuero. En la penumbra se escucharon los portazos de los coches y los murmullos de los policías que bajaron sigilosos. Unos se subieron por los techos, como gatos, mientras otros se acomodaban para rodear la casa que estaba en el número 32, poco antes de mitad de cuadra. 

Era una casa de paredes lisas y techo bajo. Sin ornamentos. Como casi todas. 

Algunos vecinos, muy quietos, espiaron por las mirillas y entre las cortinas de las ventanas de sus casas. 

En la vereda apenas se distinguía el movimiento de los cuerpos nerviosos sin rostro. 

En la oscuridad nadie reconoció a José Marino cuando lo bajaron de uno de los autos. Iba esposado con las manos por la espalda y una venda que le tapaba los ojos. Lo llevaba Ramiro López, uno de los dos hombres en los que más confiaba Musa Azar. 

Aquellos eran días raros, porque Musa había renunciado a la policía hacía cuarenta y ocho horas. Pero seguía rondando por la DIP, como un fantasma que no quería irse. Ramiro López había sido su ladero más impulsivo. El mismo que había matado a Kamenetzky. Y el que iba a volver a matar esa noche. Iba de civil, rodeado por los cabos Guevara y Ponce, dos policías rasos y uniformados, aún más jóvenes que él. 

Cuando entraron a la casa, en el número 32 de la calle 57, los que quedaron afuera y algunos vecinos que permanecían escondidos oyeron los gritos de los familiares que estaban en el interior. Pero se ahogaron rápido. Después hubo un rato de silencio. Y entonces sí: una ráfaga explosiva. Y después algún tiro más. Después fue la retirada.

La noticia se conoció dos días después, el sábado 15 de julio. 

Ocupaba la mitad del encabezado de la página 8 de El Liberal. El título decía: «En un procedimiento policial fue abatido un custodia del ex-gobernador Carlos Juárez». 

El Liberal contó la falsa versión oficial sobre el operativo en el que asesinaron a José Marino [El Liberal]

El diario reprodujo textualmente el parte oficial: «En un procedimiento policial realizado el miércoles alrededor de las 23, por orden judicial, en una finca del barrio Contreras, de esta ciudad, fue muerto uno de los moradores al pretender resistirse a la acción policial». 

El parte se equivocaba en el día: el operativo no había sido el miércoles, sino el jueves. Y no era el único dato incorrecto. Agregaba: «Se identificó como morador de la misma a José Marino, mayor de edad, quien en un principio no ofreció resistencia a la autoridad legal, pero en un momento dado aprovechó la distracción de esta, para hacerse de una pistola 45, la que extrajo desde el interior de un ropero para herir a un policía. Ante estas circunstancias, viéronse obligados sus compañeros a repeler la agresión hiriendo de muerte a José Marino». 

Después de dar el sábado la noticia de lo que había ocurrido el jueves, El Liberal publicó el domingo una columna de cuatro párrafos: «Expectativa en torno a un hecho policial reciente», decía el título. Como si estuviera anticipando una película, el texto decía que la muerte de Marino estaba relacionada con un caso más grande, que daría lugar a muchas detenciones más. 

*

_Quedate tranquilo. Lo estamos cuidando. 

Cuidando dijo. 

Que a Amado Alegre lo estaban cuidando. 

No podía ser.  

Felipe sabía que en la DIP no cuidaban a nadie. 

En la DIP secuestraban y torturaban. En la DIP podías desaparecer. 

A Amado Alegre, ex gerente del Nuevo Banco, lo habían detenido cuatro días antes de la muerte de Marino. La única vez que Felipe Alegre vio a Musa Azar, la noche del 10 de julio de 1978, el hombre que hacía y deshacía todo en la DIP le aseguraba muy sereno que a su padre lo estaban cuidando. 

Hacía dos semanas, el 25 de junio, Argentina había ganado el Mundial de Fútbol en la cancha de River. En Buenos Aires casi nadie había prestado atención a las madres en Plaza de Mayo suplicándole a la cámara de un periodista holandés para que alguien les ayudara a saber dónde estaban sus hijos desaparecidos. En Santiago, decenas de presos ilegales ya habían dejado las cárceles locales y habían ido a amontonarse en calabozos de otras penitenciarías del país. Ahí habían ido a parar Luis Garay, Ruli Figueroa, el Tigre López y tantos otros y otras. Todavía nadie llevaba la cuenta, pero había algo más de treinta personas desaparecidas en la provincia. Personas que habían sido detenidas por la policía de Musa y no estaban en ninguna comisaría, en ninguna lista, en ninguna morgue. 

Catorce habían desaparecido antes del golpe, durante el gobierno de Juárez. Y no sólo no se los contaba, si no que no se hablaba de ellos. 

En 1978 la única desaparición que se reclamaba en Santiago era la de Abdala Auad. En marzo de ese año, cuando se cumplió un año de su desaparición, se formó oficialmente una Comisión de Amigos que encabezaban su esposa y el médico Francisco López Bustos, compañero del Golf Club. Siguieron publicando solicitadas en El Liberal reclamando por su aparición con vida, mientras que desde el gobierno aseguraban que la investigación continuaba abierta, pero sin avances. 

Los amigos de Abdala Auad siguieron reclamando incansablemente por su aparición con vida [El Liberal]

La DIP acababa de cambiar de lugar. Sus policías y sus detenidos, sus papeles y sus armas, todo en conjunto había abandonado el enorme caserón de la avenida Belgrano, aquel con sus dos entradas, con su sótano para las torturas y el gran patio con el parral, donde habían matado a Kamenetzky y desaparecido a Giribaldi. Para los primeros días de julio del 78, policías, detenidos, armas y papeles terminaron abarrotados en una casa en Libertad 732, sobre una vereda angosta, a dos cuadras de la plaza Libertad. Era una casita colonial pequeña, con menos posibilidades de despliegue para las fechorías de los espías y torturadores. 

El gobernador César Fermín Ochoa seguía haciendo sus cambios. Los militares en Buenos Aires aseguraban que la guerra contra la subversión había terminado y había que reordenarse.

Musa Azar, por sus diferencias con  Ochoa, ya le había presentado la nota de renuncia al jefe de policía, Ramón Warfi Herrera. Pero seguía dando vueltas por la DIP, porque todavía le quedaban algunos asuntos por resolver antes de partir.

Allí lo encontró Felipe Alegre esa noche de principios de julio. Había ido con instrucciones precisas que le había dado desde Buenos Aires Sebastián Soler, el reputado abogado de la familia: debía ir, pedir pruebas de que su padre estuviera vivo e ileso, exigir que le explicaran por qué estaba detenido, y recordarles quién era su defensor, que vendría en el primer avión a Santiago. 

Felipe había cumplido dieciocho años esa misma semana de principios de julio que detuvieron a su padre. Era un chico apenas, pero era el brazo derecho de Amado Alegre. Medía casi un metro noventa. El cabello claro, un poco largo. Con su tamaño y su juventud, estaba acostumbrado a llevarse todo por delante. En la DIP, Musa Azar lo recibió muy tranquilo, e intentó contagiarle aquella calma.

Entonces le dijo eso: a tu papá lo estamos cuidando. 

El año anterior, Amado Alegre ya había pasado ciento cuarenta días preso. Unos pocos días en la antigua casona de la DIP, y el resto internado por una falsa operación de hernia en la Clínica Yunes, donde tenía amigos y se sentía más seguro. Lo habían denunciado por administración fraudulenta del Nuevo Banco, del que era gerente y uno de los trece accionistas mayoritarios. En julio del 78 ya hacía casi un año que había salido en libertad. Ya habían vendido el banco – que había quedado bajo el mando de Hugo Echegaray – y la denuncia de los accionistas minoritarios por aquella operación polémica había quedado en la nada. 

Pero Abdala Auad, la cabeza visible de aquellos reclamos contra Alegre y sus socios, seguía desaparecido.

Por eso a Amado Alegre se le había presentado en su casa José Marino junto a Ramón Zárate Maldonado, aquel matón negro y grandote de manos enormes y nerviosas. Le habían ofrecido información del paradero de Auad a cambio de dinero: le decían a Amado Alegre que así podría despegarse definitivamente de las sospechas que caían sobre él como autor intelectual del secuestro. 

Marino y Zárate Maldonado habían visitado al ex gerente del Nuevo Banco al mismo tiempo que a Rolando Auad. También le habían pedido un monto millonario a cambio de información sobre el paradero de su hermano desaparecido. 

Los dos, Alegre y Auad, esquivaron a Marino y Zárate Maldonado. 

Hasta sus últimos días, Musa Azar se desligaba del secuestro de Abdala Auad. Responsabilizaba a Marino, los militares y sus intereses económicos [Marcelo Argañaraz / Ernesto Picco]

Auad no quería saber nada. Y Alegre fue a denunciarlos a la policía. Pero cuando llegó a la comisaría, el ex gerente del Nuevo Banco quedó detenido y los policías se lo llevaron a la DIP para entregarlo a Musa Azar, como perros que habían agarrado una presa y se la llevaban de regalo a su amo. 

Lo estamos cuidando, le había dicho Musa Azar a Felipe Alegre, que pasó de la bronca a la confusión. Él sabía lo que hacían ahí en la DIP. Sabía lo que ya habían hecho y lo que podían hacer. 

Durante la primera detención de Amado Alegre, el jefe de Policía, Warfi Herrera, había intentado obligarlo a que firmara una declaración donde se hacía responsable del secuestro de Abdala Auad. Para presionarlo, un grupo de tareas había secuestrado por error a su yerno, pensando que secuestraban a Felipe. ¿Esos mismos tipos ahora querían protegerlo? ¿De qué?

_Tu papá está muy bien_ le insistió Musa, sentado en un improvisado despacho en la nueva casa de la DIP, que ya pronto dejaría _Come muy bien. Se ríe. Está con los otros detenidos. Nosotros lo estamos cuidando. De aquí va a salir bien. 

Musa le sonrió. Intentaba mostrarse relajado. Pero lo que en realidad proyectaba era una frialdad de víbora. 

Se levantó de la silla y le dijo a Felipe que lo acompañara al pasillo. En silencio, le indicó con una seña que mirara una puerta entreabierta del otro lado. Y ahí Felipe pudo ver su padre: Amado Alegre estaba sentado muy tranquilo en un sillón viejo, cebándose un mate. 

Felipe no entendía nada. 

Musa le dijo que se fuera a su casa. 

Que Amado Alegre iba a estar en la DIP unos días más. 

No llegó a hablar con su padre, pero lo vio ahí, sano y salvo en el sillón. Así que Felipe Alegre no tuvo otra opción que hacerle caso a Musa Azar. 

Al regresar a su casa, les contó a su madre y sus hermanas lo que había visto. Llamó a Soler. Le contó también. El abogado le decía que estaban ensañados con su padre y que era un caso para denunciar ante las Naciones Unidas. Por esos días ya había comenzado a prepararse una visita de emisarios de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que llegaría al país en septiembre de 1979. 

Pero en aquel final de otoño del 78, la promesa de Musa se cumplió. 

Amado Alegre estuvo preso quince días y salió en libertad, intacto. 

Felipe pensó que, en efecto, lo  habían estado cuidando. Pero todavía no entendía de quién. Durante los días que su padre pasó detenido, en las calles de Santiago pasaron cosas extrañas. 

*

La información completa se reveló recién el sábado 22 de julio. El Liberal tituló: «Se dio anoche un informe policial: Seis detenidos por extorsión en perjuicio de la familia del desaparecido abogado A. Auat».

Amado Alegre era uno de esos detenidos cuyos nombres aún no se hacían públicos. Los otros eran Carlos García, asesor legal del Nuevo Banco; Arcadio Ramírez, ex diputado provincial; Maximio Moreno Navarro, comerciante; el ex policía Mario “Tusan” Abdala; y el hombre clave de todo el entuerto: Roberto Zamudio, un joven de veintiocho años que era chofer del Tribunal de Cuentas. 

La noche antes de la publicación, el viernes 21, Warfi Herrera había entregado en la Jefatura de Policía un informe a la prensa donde se explicaba los detalles de «una paciente investigación que ha permitido esclarecer una extorsión en perjuicio de la familia del abogado Abdala Auat y detener a seis de los principales implicados».

El relato de la policía, que reprodujo el diario casi íntegramente, decía que la noche del jueves 13 de julio habían recibido un llamado telefónico en la Jefatura indicando la ubicación de un aguantadero,  donde «al parecer varios delincuentes habrían planificado hechos delictivos cumplidos en esta provincia».

El informe contaba el operativo al detalle, con el estilo de los partes policiales: de impostado lenguaje técnico con arrebatos de vuelo literario tan alto como el vuelo de un pollo. Decía sobre el operativo: «De inmediato y guardando gran sigilo, personal de la dependencia procedió a hacer un chequeo del inmueble, constatando que se trataba de una construcción de material abandonada, advirtiéndose moradores en su interior ya que la finca estaba débilmente iluminada a luz de vela. De inmediato y con la colaboración de otras dependencias se procedió a allanar la misma, deteniéndose en su interior a una persona de sexo masculino que se encontraba vendada y maniatada a la espalda. Pese a la veloz actuación de la comisión interviniente, otros dos sujetos lograron fugar del lugar a veloz carrera, introduciéndose en el monte aledaño. Los integrantes de la comisión les efectuaron varios disparos, por lo que se presume que alguno de ellos pudo a ver resultado herido».

La extensa nota tenía un subtítulo que decía: «Revelaciones». Contaba que el hombre que los policías encontraron vendado y maniatado en el aguantadero – el único que lograron detener – era Roberto Zamudio, un chofer del Tribunal de Cuentas que llevaba un mes desaparecido. 

En el interrogatorio, Zamudio lo había explicado prácticamente todo. 

Que a principios de mayo lo había contactado José Marino para proponerle un negocio. Que Marino le presentó al ex policía Tusán Abdala y al ex guardia de la Legislatura, Ramón Zárate Maldonado. Que querían sacar plata fácil extorsionando a la familia de Abdala Auad, y que necesitaban un vehículo oficial, como el que manejaba Zamudio para el Tribunal de Cuentas, que les permitiera moverse sin levantar sospechas. Que Zárate Maldonado le contó que éste era un negocio propio. Que en paralelo estaban haciendo otro, por encargo de Amado Alegre, de imprimir panfletos acusando a Abdala Auad de ser financista del ERP cuando estaba al frente del Banco Provincia, con el objetivo de asociar el secuestro a una cuestión política. 

En su confesión, Zamudio contó que se arrepintió de sumarse al negocio extorsivo que le había propuesto Marino y que por eso lo secuestraron. 

El informe policial que entregó Warfi Herrera a la prensa la noche del viernes 21 de julio decía que, a partir de esa declaración, desplegaron esa misma noche el operativo en el barrio Campo Contreras, que terminó con Marino acribillado a balazos en su casa. 

Formación de policías de la provincia de Santiago [IEM]

El 25 de julio circuló por el país un cable de la Agencia Noticias Argentinas que decía: «Fue aclarado en Santiago del Estero el secuestro del abogado Abdala Auad». En el primer párrafo, iba al grano: «José Marino, que fuera jefe de la custodia del ex gobernador Carlos Juárez y Amado Alegre, ex gerente general del Nuevo Banco de Santiago fueron los organizadores del secuestro en marzo pasado del abogado local Abdala Auad, por quién habían pedido a la familia un rescate de 50 millones de pesos». Después de contar los detalles de la investigación, el párrafo final decía «Simultáneamente, y con el ánimo de confundir a los investigadores y la opinión pública, el ex diputado Ramírez hizo imprimir un panfleto que denunciaba falsamente a Auad como implicado en actividades subversivas». 

Aquella versión de Amado Alegre como autor intelectual del secuestro no se sostuvo. 

Por esas mismas horas, se publicó un informe policial que decía: «Surge otra supuesta extorsión en perjuicio de Amado Alberto Alegre por parte de los mismos implicados en la extorsión de la familia Auat». A la semana siguiente, el 2 de agosto, salieron libres Alegre,  García, Ramírez y Moreno Navarro. 

El juez Agustín Argibay se expidió limpiándolos de culpa y cargo: «No se advierte en los hechos investigados, cuya presunta autoría se atribuyó a los detenidos, conexión con el secuestro y desaparición del doctor Auad». 

Zamudio recién salió en libertad al mes siguiente. El juez dijo: «Su conducta escapa a la sanción penal, ya que corresponde calificarla como desestimiento voluntario de tentativa de extorsión». Al mismo tiempo, dictó la prisión preventiva contra Tusam Abdala por considerarlo «partícipe primario del delito de extorsión con grado de tentativa». Los otros dos miembros de la banda ya no estaban: Zárate Maldonado se había declarado desaparecido, y a Marino lo habían matado a tiros la noche del 13 de julio. 

La justicia siguió la línea de la extorsión, de la cual habían sido víctimas la familia de Abdala Auad y Amado Alegre. Pero la desaparición del abogado seguía lejos de esclarecerse. 

Por seis años, esa fue la historia. 

Hasta que cambió en 1984. 

Con el regreso de la democracia llegaron a Santiago integrantes de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos que habían comenzado a investigar las desapariciones en la provincia. El viernes 1 de junio de 1984, el chofer Roberto Zamudio declaró frente a los abogados porteños y les relató las penurias que sufrió durante los cuarenta y dos días que estuvo secuestrado. Después de declarar frente a los delegados de la APDH, Zamudio dio una conferencia de prensa para contar su historia públicamente. Dijo que la noche del 3 de junio de 1978, cuando caminaba por la vereda del Colegio Nacional, en Moreno y Sáenz Peña, lo interceptó un auto del que salieron dos hombres con las caras cubiertas con medias de nylon y armados con pistolas. Contó que lo metieron en un auto y se lo llevaron a una finca en La Dársena, donde lo tuvieron dos semanas atado a una parrilla y vendado: 

_Lo único que consumía era mate cocido que me arrojaban hirviendo luego de hacerme abrir la boca_ les dijo Zamudio a los periodistas en 1984 _Recuerdo que tenía todo el paladar sangrante. Luego venían las torturas. Golpes en todas partes del cuerpo, pero sin dirigirme la palabra. 

Roberto Zamudio fotografiado por la prensa durante su segunda declaración, en 1984 [El Liberal]

Zamudio contó que escuchaba que a su lado torturaban a otro hombre, al que sí le hablaban. Le decían Zárate. Los periodistas, que conocían la historia, entendieron que se trataba de Zárate Maldonado. Zamudio contó que lo insultaban y Zárate Maldonado no respondía. Que del tipo sólo se escuchaban los gemidos en las sesiones de tortura. Hasta que un día lo sobresaltó un disparo y no volvió a oírlo.

El final del relato de Zamudio fue el que cambió la versión de la historia.     

Contó que luego lo trasladaron desde la finca hacia la DIP. Y que en la noche del 13 de julio lo llevaron al galpón abandonado de Solís y Canal San Martín. Allí los policías de Musa simularon su rescate y el tiroteo con sus presuntos secuestradores.

_Quiero desmentir categóricamente las declaraciones que hice esa noche de 1978_ dijo Zamudio frente a los periodistas _Fueron realizadas al solo efecto de preservar mi integridad física y la de mi familia. Fue una intentona de confundir a la ciudadanía, urdiendo una historia inexistente, que fue al solo efecto de justificar la ejecución del señor Marino y la desaparición de Zárate Maldonado.

*

Hasta el día que se publicó la noticia del operativo donde lo acribillaron, el nombre de José Marino casi no se pronunciaba públicamente. Una foto suya se vio por primera vez en el aviso fúnebre del 22 de julio del 78: «Su esposa, Imelda González de Marino; sus hijos, hermanos y demás familiares invitan a la misa que, rogando por el eterno descanso de su alma, se oficiará hoy a las 19.30 horas en la Parroquia Nuestro Señor de Mailín con motivo de cumplirse el noveno día de su fallecimiento». 

A Marino lo iban a recordar unos pocos familiares en una pequeña iglesia de barrio. Seguramente, como había pasado con el velorio de Kamenetzky, rodeados por policías de civil o camuflados. Junto con el de Consolación Carrizo eran los tres únicos cuerpos que había entregado la dictadura, entre las decenas de personas que torturaron y mataron en Santiago. 

Aviso de invitación a misa en El Liberal, cuando se cumplieron nueve días del asesinato de José Marino [El Liberal]

A Marino la prensa lo había descripto apenas como «custodia del ex-gobernador Carlos Juárez», pero era mucho más que eso. Entender su muerte y sus movimientos en los meses previos es fundamental para comprender la trama de poder y los intereses en pugna entre militares, policías y empresarios del Santiago de los setenta.

Y para entender la muerte de Marino, había que entender su vida. 

O mejor, en plural: sus vidas. 

Porque Marino había vivido al menos tres. Y de cada una se había escapado hacia la siguiente, tratando de dejar atrás el pasado. Cuando lo atraparon estaba intentando repetir la operación: armarse una cuarta vida a la cual fugarse. Pero no le alcanzó el tiempo.

De la primera vida, la que había vivido en Rosario hasta sus cuarenta años, se sabía muy poco. En Santiago abundaban los rumores sobre su pasado: que era parapolicial, que pasó un tiempo como custodia de la cúpula del sindicato de los ferroviarios rosarinos, que estaba casado con una diputada de la tendencia que murió trágicamente. Un ex informante de la SIDE que integraba el pequeño núcleo de la juventud peronista juarista y conocía a Marino muy de cerca, nos dirá en 2018: 

_Cuándo él ya estaba en Santiago en la custodia de Juárez y vivía en la piecita de la DIP, íbamos con un grupito de tres o cuatro a hacer prácticas de tiro con armas pesadas en El Zanjón. Con ametralladoras. Él manejaba todo tipo de armas. Ahí nos hicimos amigos. Él era de la pesada del peronismo allá. Cuando hablábamos de mujeres él decía que había tenido una esposa, peronista como él. Nos contó que ella había muerto en un tiroteo, pero no daba más detalles. No le gustaba hablar de eso. 

Marino había nacido en Rosario en 1932, según los datos del Registro Civil que conseguiremos sobre él. Ahí descubriremos que llevaba el apellido de su madre: Ana Marino. En el papel, antes de los datos maternos, el renglón donde debía decir el nombre del padre, a continuación de «hijo de», estaba vacío. 

Sabremos, también, que José Marino tenía dos hermanas. Que la última en morir, ya anciana, falleció de COVID en 2021 durante la pandemia. Nos enteraremos después de su muerte y no llegaremos a hablar con ella.

Aquel hombre recio, a quien lo habían visto en la DIP armando cartuchos de dinamita con un cigarrillo prendido en la boca, el mismo que echaba a los funcionarios a las piñas, del que decían que podía manejar cualquier tipo de arma y que era imbatible en una pelea cuerpo a cuerpo, se había criado rodeado de mujeres. Y a su compañera la había perdido, aparentemente, por la violencia y las armas. 

Se decía en la DIP, cuando se hablaba de Marino, que por eso había dejado su Rosario natal, intentado armar una nueva vida lejos de allí. 

En 1973 Marino comenzó su segunda vida. Llegó a Santiago enviado por los jefes de los parapoliciales peronistas que se lo habían encomendado  a Carlos Juárez, que acababa de ganar las elecciones, para garantizar su seguridad. Juárez le había dado, además, la misión de espiar todo lo que pasaba en la DIP y especialmente a Musa Azar, en quien todavía no confiaba del todo.  

Policías y detenidos que pasaron por la DIP contarán que Marino vivió durante un tiempo en una habitación del fondo, pegada a la entrada al sótano donde se hacían las sesiones de tortura. Que estaba ahí con una mujer que tenía un bebé que cuidaban juntos en aquella habitación donde se colaban los gritos, los ruidos de los golpes en la carne y los gorgoteos de los ahogados. 

Aquella mujer, de cuerpo pequeño y pelo corto, se llamaba Imelda González. Era una enfermera de veintinueve años que trabajaba en el Hospital Regional. Marino se había enamorado de ella. Quizás porque había reconocido en su historia, rasgos de la historia de su propia familia. Imelda era madre de dos hijos que había tenido con dos hombres distintos. Ambos la habían abandonado. A uno de los niños lo había mandado a criar a la casa de sus padres en Campo Gallo, donde la familia se dedicaba a cuidar las tierras de un productor de la zona. Al otro, un bebé recién nacido, lo tenía en la ciudad cuando conoció a Marino. Durante un tiempo vivieron los tres en aquella habitación al fondo de la DIP. Marino torturaba a los presos y armaba explosivos bajo el mismo techo que cuidaba al bebé y la joven madre soltera.  

Al poco tiempo José Marino e Imelda González se casaron y Juárez les entregó la casita en el número 32 de la calle 57 en el Barrio Campo Contreras, que estaba empezando a construirse.  

En los juicios de lesa humanidad que se realizarán entre 2009 y 2019, el nombre de Marino volverá a sonar en la boca de policías y ex presos cuando les toque declarar. Dirán que lo vieron actuar codo a codo con Musa Azar, Ramiro López y Tomás Garbi durante las redadas donde secuestraron estudiantes en enero del 75. Y también en los operativos que se hicieron en Clodomira ese mismo año. Algunos militantes del ERP contarán cómo fueron torturados por el propio Marino en la DIP. El «custodia del ex-gobernador Carlos Juárez» era un peronista ortodoxo y obediente, que sentía un odio visceral por los jóvenes marxistas. Al mismo tiempo, otros jóvenes de aquellos años que militaban en la Juventud Peronista, ya casi ancianos, contarán en los juicios cómo ellos y sus amigos habían sido alertados por Marino para que se fueran de Santiago porque estaban fichados por los militares. 

José Marino junto a su esposa Imelda (mirando a cámara) y una hermana, en una antigua foto familiar. [Gentileza Samuel Marino]

Cuando los militares tomaron el gobierno en 1976, Marino se escapó junto a Carlos Juárez a España. Allí pasó un tiempo que nadie sabe precisar bien. Entre seis meses y un año. Desde Madrid llamaba por teléfono a Imelda y le decía que la extrañaba y que quería volver. Ella intentaba convencerlo de que no lo hiciera. 

Pero Marino no le hizo caso y regresó al país. 

De vuelta en Santiago se dedicó a armar su tercera vida. Con Imelda decidieron tener un hijo, que nació el 17 de mayo de 1978. Le pusieron Samuel. Alfredo Farjat, un amigo zapatero que tenía su casa de comercio en la calle Salta, al borde del centro de la capital, le prestó a Marino una camioneta para que saliera a vender sus zapatos en el interior de la provincia. La idea era que de alguna manera había que mantener aquel hogar, porque con el sueldo de Imelda en el hospital no alcanzaba. Vestido de traje y corbata, Marino se dedicó durante el último año y medio de su vida a vender zapatos a domicilio por los pueblos a la vera de las rutas. 

Todo con una inusual tranquilidad. 

Padre primerizo a los cuarenta y seis, y con un trabajo muy distinto a los que había tenido antes, Marino parecía vivir una vida normal. Lejos de la violencia, de las persecuciones y de la política. 

Pero era todo una pantalla. 

En 2018 nos dirá Musa Azar: 

_Cuando Marino viene a Santiago en el 73, Juárez comete el error de ordenar que viva ahí en el D2. Frente a la habitación donde estaban detenidos los changos. Él ha visto todo. Y yo después pensaba algo: ¿Y si algún día cambia la mano? Este nos va a entregar y nos va a hacer colgar en la plaza. 

Pero cuando cambió la mano, Marino resultó ser de utilidad. 

Musa nos dirá que lo detuvieron ni bien se bajó del avión cuando regresó al país después de su fugaz escape a España. Que era un hombre buscado y en el aeropuerto lo identificaron de inmediato. Y que entonces se lo llevaron a la DIP:

_Cuando me lo traen, él se me ofrece a mí. Para trabajar. Gratis. Pero me pedía que lo cubra. Porque él sabía que lo iban a matar. Pero él me tenía desconfianza. Y yo le he dicho: yo voy a hacer hasta donde pueda José, pero vos sabes que en el negocio nuestro hay cosas que no podemos, y tienes que aceptar. 

Entonces vino el giro inesperado. Nos dirá Musa, sin disimular su enojo: 

_Resulta que me llama el coronel y me dice: ¿Che, a Marino donde lo tienes? Le digo que en el Penal. Y me dice no, largalo.

El Coronel era el Coronel Niza, que había quedado al mando del Batallón 141 en reemplazo de Correa Aldana y era el segundo de confianza del gobernador César Fermín Ochoa. Creerle a Musa Azar que Marino quedó en libertad por orden de los militares permitiría explicar lo que pasó después: porque allí se fue de vuelta Marino a su casa muy tranquilo a empezar su tercera vida, que vivió durante por lo menos un año y medio más. Se fue a tener un hijo y a vender zapatos. Como si nada. Pero aquella tranquilidad, probablemente, tenía un precio. 

No podremos saber exactamente qué negoció Marino con Musa o los militares para poder seguir circulando y haciendo su vida familiar. Su nombre sonó públicamente durante algunas semanas de 1978 cuando fue el operativo donde lo acribillaron, y donde lo vincularon con el secuestro de Abdala Auad. El diario intentó vender la misma versión de que Marino estaba trabajando como matón a sueldo, pero con otro patrón: Amado Alegre. Aquella teoría se descartó al poco tiempo, cuando Alegre salió en libertad, después de que el juez dijera que ni él ni los demás funcionarios del Nuevo Banco tenían responsabilidad en la desaparición de Auad. La otra línea de interpretación, que nunca se publicó, fue que Marino seguía órdenes del sector de los militares vinculado al gobierno y a los hermanos Figueroa, que intentaban quedarse con el Nuevo Banco. 

En cualquier caso, en julio del 78 no importaba qué había hecho Marino. Lo que importaba era todo lo que había visto los años que pasó en la DIP y lo que sabía del movimiento de los últimos meses. Eso inquietaba a los militares, y también inquietaba a Musa. 

*

Encontramos al hijo de José Marino en septiembre de 2022. Hablamos antes por Facebook. Después por WhatsApp. Y luego de varias llamadas de ida y vuelta para terminar de sortear cualquier desconfianza de ambos lados, viajamos 240 kilómetros de Santiago a Campo Gallo una tarde de viernes. Nos reunimos en un bar sin gente frente a la plaza central del pueblo, donde tampoco pasaba nadie. Samuel nos cuenta su historia. A sus cuarenta y cuatro años, se reparte entre el campo y el pueblo. Trabaja como hachero, maneja un transporte y vende empanadas. Es robusto. Ni alto ni bajo. La piel seca por el sol. Sentados frente a una mesa de plástico rojo bajo un toldo de chapa blanca sobre la calle desierta, Samuel dice «el finado Marino» cuando habla de su padre. No guarda recuerdos propios. Lo que sabe lo sabe por los relatos familiares que escuchó toda su vida. Samuel era un bebé de dos meses la noche del 13 de julio del 78. Lo tenían en la casa junto a su madre, su tío y su tía cuando ejecutaron a su padre. 

Samuel nos cuenta detalles de aquella noche. Nos muestra las actas del Registro Civil donde revisamos los datos de Marino. También algunas fotos de esos años. Nos confirma que su padre escapó a España con la llegada del golpe y que lo detuvieron cuando volvió al país. Y habla de Musa. Como si hablara de un viejo conocido: 

_Había un tema que eran los celos que tenían con Musa Azar_ cuenta Samuel _Porque Musa quería hacer sus cosas y Marino no lo dejaba. Le avisaba todo a Juárez. El finado Marino no le permitía. Cuando vienen los militares él está algo así como un año con Juárez en España. Ahí la llama a mi mamá y le decía que quería volver, que no se aguantaba allá, que no se acostumbraba. Ella le decía que no venga, que estaba todo muy jodido aquí. Y él viene igual. Se termina de bajar del avión y lo meten preso. Ahí lo llevan a la SIDE. Lo pegan ahí. Y sale mal. No sé cuánto tiempo lo tiene Musa. Le hacen la corriente. Con la picana. Y ahí sale medio enfermo. Pero no sé por qué lo largan. La cosa es que en ese momento, que no tenía trabajo, empieza a vender zapatos. 

El antiguo matón había elegido la parsimonia de la vida familiar y un empleo como viajante y vendedor. Nunca le reveló a su familia por qué lo había soltado la policía. Si había algo que ocultar, los motivos de su liberación bien podrían estar en la orden que Musa decía haber recibido de los militares. Muchos indicios dan cuenta de que Marino, junto a Zárate Maldonado y el ex policía Tusán Abdala hicieron trabajo sucio para algún interesado en la desaparición de Abdala Auad. Y en medio de aquello,  quizás después, salieron por su cuenta a intentar vender información a las familias. 

Además de las visitas fallidas que les hicieron a Rolando Auad y Amado Alegre, hubo dos más. 

Ricardo Auad, Samuel Marino y Felipe Alegre nos contaron su recuerdo sobre las historias de sus padres.  

Cuando entrevistamos en 2021 a Ricardo Auad nos contó que su tío Rolando finalmente había accedido a encontrarse con Marino para negociar por información. La cita, que iba a ser el fin de semana del 15 de julio, se frustró por su muerte dos días antes. 

Felipe Alegre nos dijo que en esos mismos días se le presentó Zárate Maldonado pidiéndole dinero a cambio de una grabación donde había pruebas de quién había asesinado a Abdala Auad. Fue en los mismos días que su padre estaba preso. Y le dijo algo más: que necesitaban hacer el trato rápido porque estaban juntando el dinero para irse de Santiago cuanto antes, porque Musa quería deshacerse de ellos. 

Finalmente no lograron salirse con la suya.  

Samuel Marino nos cuenta que, el día que asesinaron a su padre, regresaban de visitar a la familia de Imelda en Campo Gallo. Volvían en la camioneta en la que Marino viajaba y repartía zapatos. Él al volante. Al lado, Imelda y sus dos hermanos menores. El varón, de quince. La mujer, de veinte, era la que cuidaba siempre a Samuel y la que lo llevaba en brazos en aquel viaje de regreso.  

Ese día José Marino tomó un camino distinto al que habitualmente recorrían para regresar a Santiago cada vez que iban a visitar a la familia de Imelda. Antes de llegar a Tintina, apenas 30 kilómetros después de salir de Campo Gallo, Marino pegó un volantazo y la camioneta traqueteó para desviarse por un camino de tierra que llevaba a Lilo Viejo. Evitaron la Ruta 5, por la que se movían siempre, y regresaron por un camino paralelo. Samuel nos dirá que alguien le había pasado la información a su padre de que había hombres de Musa esperándolo en la ruta a mitad de camino para detenerlo.

El matón que vendía zapatos y viajaba con su familia, estaba acorralado. 

Llegaron a la casa de la calle 57 a la tarde. Imelda, sus hermanos y el bebé bajaron de la camioneta. Marino se quedó al volante. Dijo que tenía que volver a salir a la ruta, porque le había faltado entregar unos zapatos en Las Termas. Y se fue. Samuel nos dice que su padre disimuló y se fue. Que no sabe si dijo la verdad. Quizás había ido a pedir ayuda. Quizás llegó a Las Termas y allí lo detuvieron. De cualquier modo, los hombres de Musa lo encontraron a las pocas horas. Y cuando cayó la noche lo llevaron de vuelta a su casa, para simular el intento de detención y el enfrentamiento. Cortaron la luz en el barrio, entraron en la oscuridad a la casa de la Calle 57 y montaron la escena. 

_Cuando entran a la casa, estábamos nosotros_ recuerda Samuel _Ahí nos llevan a todos para el fondo y nos ponen mirando a la tapia. Mi papá queda adentro. Nos dicen que no hagamos nada y nos tienen atrás. Ahí escuchamos que se gritan entre ellos y al rato cinco explosiones. Eso me cuenta mi tío, que intenta irse. Pero lo agarra un militar y lo vuelve contra la tapia y le dice quedate ahí si no quieres que te maten a vos también. Y después nos llevan a mi tío y a mí a la casa de una tía abuela que vivía en la Calle 13, porque éramos menores. Y a mi mamá y a mi tía las llevan presas. Pero al día siguiente las largan. Les dan el cuerpo del finado Marino y lo llevan a Rosario a enterrarlo ahí. 

Al mismo tiempo, la noche que murió Marino, se desplegaba otro operativo.

Mientras un grupo simulaba el enfrentamiento en Campo Contreras, otro fingía el rescate de Zamudio en el falso aguantadero. Zárate Maldonado ya estaba muerto y desaparecido. Cuarenta y ocho horas después, el sábado 15, El Liberal publicó la noticia de la muerte de Marino, diciendo que se había resistido a la policía.  La noche del viernes 21, una semana más tarde, el jefe de Policía Warfi Herrera le dio a la prensa el informe donde ataba todos los cabos sueltos y contaba la versión oficial, que se publicó al día siguiente en el diario: que a Marino lo habían ido a buscar después de la confesión de Zamudio – la misma que él mismo negaría seis años después – en la que contaba cómo se había organizado la banda para extorsionar a los familiares de Abdala Auad, y que por el caso también estaba detenido Amado Alegre y otros funcionarios del Nuevo Banco. 

A las pocas semanas quedaron todos en libertad. 

Aquella historia terminó con Marino muerto, un manto de sospecha sobre su participación y la del desaparecido Zárate Maldonado en el secuestro de Abdala Auad. Y el caso sin resolver. 

Mientras tanto, la sombra de Musa Azar ya se había desvanecido. 

Después de aquellos días se le perdió el rastro y no volvió a aparecer por la DIP. El único hombre que sabía todo lo que habían hecho allí y podía contarlo, ya estaba muerto.  

*

Interludio en colores

_Nosotros a la guerra la hemos perdido_ nos dice Musa Azar, preso en su casa, el 17 de septiembre de 2018 _Ninguna guerra que ha tenido el Ejército Argentino la hemos ganado. Ni Malvinas. Ni el Beagle. Ni la guerra contra el terrorismo. Y además, no puede ser que si vos ganas una guerra termines preso. En este momento hay dos mil presos en todo el país. ¿Por qué tengo perpetua en el caso de Chongo Abdala, en el de Abdala Auad, en Kamenetzky? ¡En La Dársena! Mientras tengamos esta justicia… no sé si podrá destrabar el presidente Macri. Yo creo que lo puede destrabar e ir a la verdad. Pero yo hace quince años que estoy preso. Además de los tres de Alfonsín. Han arruinado mi vida, la vida de mi hijo. Pero ese es el país que vivimos.

Musa Azar en la puerta de su casa en avenida Moreno, entre Andes y Rivadavia. Como provocación, salía hasta la vereda, donde tenía prohibido estar. [Nuevo Diario] 

En mayo de 2017, los jueces de la corte suprema Carlos Rosenkratz,y Horacio Rosatti, que habían sido designados por decreto de Macri en 2016, resolvieron aprobar la norma del 2×1 para condenados por delitos de lesa humanidad. Se conmutaba dos años de pena por cada uno sin sentencia. La movilización en las calles los obligó a dar marcha atrás con la norma que parecía ser la antesala de la liberación masiva de genocidas. 

En 2018 Musa todavía guarda alguna esperanza. 

Como menciona el tema de La Dársena, le preguntamos por lo que ocurrió allí. Nos dice que el problema fue su enemistad con la Nina: 

_Ella me había dicho vos serás indispensable para Carlos Juárez, pero para mí no. Y yo le digo usted es una irresponsable, porque usted no sabe gobernar. Y me llama un día y me dice: che tu hijo está involucrado, sospechado por el caso Dársena. No, le digo, mi hijo está en La Rioja. Pero lo han visto en Guayamba, me dice ella. Y ahí le aclaro que eso es Catamarca, que no puede actuar la justicia santiagueña. Y después me llama de vuelta y me dice: che, le he pedido la renuncia a todos los ministros y secretarios. A ella al parecer de la presidencia de la Nación le han dicho que si me tumbaba a mí, ella quedaba bien. Kirchner quería sacarme de la cancha. Vivo o muerto quería sacarme de la cancha.

*

En sepia

A las vacas había que dejarlas pasar. Pero como el cabo Fabián Ledesma no lo sabía, quiso impedirlo. Eran sus primeros días en la comisaría de Villa Atamisqui, a principios de los noventa. Los carniceros que querían faenar sus animales en el matadero municipal presentaban en la comisaría del pueblo un papel con la guía de la carga, un inventario de los animales que traían, la cantidad y sus características. Fabián tuvo la idea de inspeccionar el cargamento y vio que la guía del carnicero no coincidía con los animales. No coincidía el nombre de la marca que tenían impresa con hierro candente en el cuerpo. No coincidía el color del pelaje. Menos la cantidad. Nada de lo que decía el papel se ajustaba a lo que había en el camión. Cuando quiso avisar a su superior, sus compañeros le dijeron a Fabián que se haga a un lado y el carnicero pudo pasar con sus animales robados y sus papeles falsos. Así lo hacían muchos que iban a carnear sus vacas en aquel matadero alejado, perdido en un pueblito inhóspito con menos de dos mil habitantes. Después, a Fabián se le presentó el delegado municipal, que también manejaba la policía. Y le dijo: 

_Cabo Ledesma: lo que va al matadero se deja pasar _

Y a la explicación le siguió una amenaza:

_Otra vez que haga eso, con una sola llamada que yo le haga a Musa Azar, al otro día usted va a parar al destacamento de Monte Quemado.

El hombre que lo amenazaba con mandarlo a la otra punta de la provincia era el mismo que un par de años antes le había hecho un favor cuando lo incorporó a la Policía. Además, había movido sus influencias para que Fabián fuera destinado a esa comisaría en especial. Su familia era de Atamisqui y así podía estar cerca de su casa. En una época en que aún no hacía falta pasar por la Escuela de Cadetes para ingresar a la Policía de la Provincia, él tenía otro antecedente importante: había estado entre 1989 y 1990 sirviendo en la Armada en Tierra del Fuego. Era parte de una de las últimas generaciones que hacían el servicio militar obligatorio, y tenía más formación y disciplina que todos los policías de su pueblo. Pero le faltaba conocer las reglas no escritas. 

Después de aquel incidente con las vacas no controló más las cargas de los carniceros. Dejó que lo hicieran otros. Los compañeros del Fabián no sabían muy bien si lo suyo era por novato o por un exceso de apego a la ley. El nombre de Musa Azar, que le había arrojado como un cachetazo el delegado municipal, no necesitaba explicaciones ni fundamentos. Era la última palabra. Musa se había retirado de la policía en 1978 pero a principios de los noventa seguía teniendo influencia entre los policías para hacer y deshacer. No había comisario, jefe de destacamento, u oficial de calle con más de diez años de actividad en la fuerza que no le debiera algo de sus años de mandamás. Musa seguía teniendo algunos informantes en la administración pública, en las escuelas, entre los choferes de colectivos, y en las comisarías. Aun fuera del sistema, podía pedir y hacer dar favores. Por entonces ya había empezado a influir en el negocio de la carne clandestina, habilitando un circuito en el que muchos sacaban su tajada. 

El cabo Fabián Ledesma (de uniforme) recibe una distinción después de ganar un torneo interno de tiro en la Policía. 

En 1995 Fabián estaba en Santiago cuando Musa salió a la superficie. 

Lo vio darle la mano al Carlos Juárez con traje y anteojos a la moda, sonriente entre las cámaras de fotos y de televisión, cuando lo designaron Secretario de Informaciones del nuevo gobierno, después de la Intervención Federal de Schiaretti. Ledesma se había mudado a la capital hacía un año y trabajaba en la Comisaría Primera. A sus veinticuatro años era un policía más alto que la mayoría. A primera vista parecía desgarbado. Pero era de esos flacos de huesos como hierros. Las manos grandes y venosas. La piel trigueña y el pelo negro aplastado con raya al costado. La cara larga, ojos diminutos y nariz aguileña. Era un joven serio y ensimismado. Se había instalado a vivir solo en una casa en el barrio Mariano Moreno y había empezado a estudiar Ingeniería Informática en la Universidad Católica, mientras su carrera en la Policía avanzaba sin mucha bulla. En sus primeros diez años no consiguió ningún ascenso, pero en 1999 lo trasladaron a la Dirección de Investigaciones. Allí trabajaba codo a codo con su compañero, Alejandro “el Mono” Cejas, un policía alto y macizo, de hombros anchos y brazos gruesos, con la panza que parecía también un músculo y las manos como adoquines. La suya podría haber sido una presencia amenazante, pero desentonaba el rostro blanco y cachetón, de ojos amigables. El pelo negro, peinado hacia atrás. El Mono tenía dos años menos que Ledesma pero era su superior: tenía el rango de subinspector. Había completado la Escuela de Policía, después tuvo un par de años en la Guardia de Infantería y al poco tiempo terminó en Investigaciones. 

Los dos se complementaban. El Mono tenía calle, conocía a la gente y era entrador. Fabián era un observador minucioso, obsesivo con los detalles y una paciencia inquebrantable para revisar expedientes y documentos. 

En marzo de 2003, cuando atacaron a los hermanos Seggiaro en Donadeu, Cejas y Ledesma llevaban un tiempo trabajando juntos. Se habían ganado buena reputación entre sus superiores por resolver un sinnúmero de robos y hasta un famoso doble homicidio en el barrio Los Flores. Todos los miraron a ellos cuando cayeron detenidos los policías Mattar, Albarracín y Gómez, acusados del intento de robo seguido de muerte de Oscar Seggiaro en Donadeu. 

Muchos años después, en 2023, Fabián Ledesma nos dirá: 

_Seggiaro se había estado organizando con todos los ganaderos de la zona. Habían pedido una audiencia con la gobernadora. Y se la habían dado. Ya tenían fecha para reunirse. Porque les vivían robando el ganado y la Policía no esclarecía nada. Y justo estos tres caen a robar en esa casa. La Gobernadora no quería que se mezclaran las cosas, que pensaran que a Seggiaro lo habían matado por reclamarle al gobierno. Entonces había orden de esclarecer el caso caiga quien caiga. El problema es que a Mattar, Albarrcín y Gómez nadie los quería interrogar, porque en la Policía todos sabían que eran hombres de Musa y tenían miedo de lo que podía pasar.

Mattar era el cerebro del trío. No parecía policía. Tenía el pelo castaño un poco crecido, con una cubana como de futbolista o de músico tropical. Las cejas filosas y el talante confiado. Albarracín, el ex combatiente de Malvinas, era el que ponía los músculos: el que cargaba cosas y el que golpeaba. El cuerpo cuadrado y la cabeza de tapón. La cara abombada de un luchador de sumo con bigotes negros de compadrito. Gómez era servil, era el que hacía lo que le decían. El pelo agrisándose, la cara siempre de sorpresa. 

Las primeras horas que estuvieron detenidos se negaron a declarar. De alguna manera, eso tranquilizaba también a los superiores. Pero cuando los pasaron a dos calabozos de Delitos Comunes y empezaron a pasar los días, se pusieron nerviosos. 

Héctor Albarracín y Pablo Gómez fotografiados por la prensa durante sus primeras horas de detención. Mattar se mantuvo lejos de las cámaras [Nuevo Diario].

Al Mono y Fabián les asignaron formalmente la investigación del caso Seggiaro. Fueron a Delitos Comunes y empezaron por interrogar a Mattar. El Mono preguntaba y Fabián observaba. El cerebro de la banda estaba empezando a perder la paciencia. Arrinconado, sacó la misma carta que le había sacado a Ledesma el delegado municipal diez años antes: 

_Sigan jodiendo ya van a ver con Musa ustedes_ les dijo Mattar _No saben con quién se están metiendo. 

Otra vez el nombre del miedo. Solo que en este caso, a los dos policías que investigaban no parecía asustarlos. Además, desde Casa de Gobierno, la orden había sido ir hasta el fondo, caiga quien caiga. Se lo había dicho la Gobernadora al jefe de Policía, el jefe de Policía había consultado con Musa, que hacía años había aprendido que no había que contradecir a la Nina, y los habilitó a hacer lo que hubiera que hacer: 

_Musa ha dicho que se arreglen como puedan_ le dijo el Mono Cejas a Mattar, que ya llevaba unos días rumiando la sospecha de que podían haberles soltado la mano. 

El líder del trío se negó a declarar sobre el asalto en la casa de Seggiaro. Pero dijo algo más. Acorralado, se animó a desafiarlos: 

_Decile al viejo hijo de mil puta que nos mande al frente si quiere. Pero que yo sé algo mucho más grave. Y voy a hablar. 

El Mono y Fabián se miraron. 

Hicieron como que no le daban mayor importancia a la cosa y salieron del calabozo. 

Dos semanas antes de aquel interrogatorio, el viernes 7 de marzo, por primera vez habían marchado en la Plaza Libertad los familiares de las víctimas del Doble Crimen de La Dársena. Al principio, el Mono y Fabián ni pensaron en eso. 

*

Putas. 

Trabajadoras sexuales todavía no. 

En los expedientes judiciales aparecen con oro nombre: alternadoras. Pero entre ellas se decían putas y no era ofensa. 

A principios de los 2000, en Santiago, la prostitución estaba lejos ser un trabajo con organización o con derechos. Ellas sabían, cuando las detenían en las esquinas donde trabajaban, que si el patrullero donde las cargaban iba hacia la Plaza Libertad, quedaban presas en la Jefatura de Policía, que estaba al frente. Las que caían por primera vez, quince días. La segunda vez, treinta. Luego sesenta. Y así se duplicaba el tiempo a cada reincidencia. Pero también sabían que, si en vez de ir a la plaza, el patrullero cambiaba de dirección rumbo al Parque Aguirre, esa noche se negociaba con los policías: o por plata, o por sexo. Si tenían suerte, después de cobrarse de una forma o de otra, los policías las soltaban. Y ellas podían volver a sus paradas a seguir trabajando.  

La Policía organizaba los Operativos Moralidad. Así se llamaban. A las putas había que barrerlas de la ciudad, como se barría la basura. Eran muchas y estaban a la vista de todo el mundo. 

A principios del siglo XXI había alrededor de doscientas trabajadoras sexuales que tenían distribuidas las calles, los bares y los hoteles de la ciudad. [El Liberal]

En la ciudad, el territorio estaba repartido en dos sectores. En la zona norte, el núcleo eran las cuatro plazas a los lados de la avenida Yrigoyen. Desde allí bajaban a distintas esquinas de la avenida Belgrano y la avenida Colón. En el centro había varios puntos clave. Trabajaban en Pedro León Gallo y Entre Ríos, en Garibaldi y Libertad. Pero los mejores lugares eran la esquina del Casino, en 24 de septiembre y Urquiza; y en Avellaneda y Buenos Aires, en la Plaza de las Chismosas, que estaba cerca del Hotel Carlos V. Cada una tenía su parada y no iba a las de las otras. Eran alrededor de doscientas, que se repartían en las esquinas de a cinco o seis, para cuidarse de la policía. 

Salían temprano. 

A eso de las nueve de la noche ya se las veía mezclarse en grupitos entre el paisaje cotidiano. Con sus carteras y sus brillos pasaban taconeando fuerte al lado de los comerciantes que cerraban sus negocios y les respiraban la estela perfumada que dejaban al pasar. Se cruzaban con la gente que salía del trabajo. Con las familias o los amigos que se sentaban en las veredas de los bares o en las veredas de las casas, en esa costumbre tan pueblerina que todavía duraba. Las putas se mezclaban con el paisaje. La calle estaba llena. Santiago era una ciudad chica y contradictoria. Conservadora de día y viciosa de noche. Con una vida subterránea intensa y rampante, que no distinguía clases sociales ni ocupaciones. Los transeúntes de esa ciudad bizarra, que se negaba a sí misma, hacían como que no miraban a las putas. El comerciante y el empleado municipal, el juez y el albañil, el diputado y el almacenero, que se encontraban en los mismos antros, donde además de pagar por sexo con ellas, hacían negocios chicos o grandes, legales o ilegales, o se dedicaban a la rosca política. 

Las putas se apostaban en la esquina que a cada una le tocaba y desde ahí toreaban con la mirada o mintiendo algún piropo a los varones que andaban solos o en grupos de amigos. Cuando alguno picaba lo llevaban a los hoteles baratos de la zona de la vieja Terminal, en la manzana de la cancha de Central Córdoba. 

Hacían la hora y volvían a buscar otro levante. 

Un polvo eran cincuenta pesos. Poco más, poco menos, dependiendo del cliente. 

Con los hoteles caros tenían otros tratos. Los conserjes les ofrecían a los viajeros o a clientes locales los servicios de algunas de las chicas que trabajaban en el centro. En el Palace, sobre la peatonal Tucumán. En el Coventry, frente a Tribunales. En el Carlos V, frente a la Plaza Libertad. O en el Hotel Centro, a la vuelta. En la recepción sacaban charla y tanteaban los gustos del interesado: si les gustaban las rubias o las morochas, si las preferían con carácter o más sumisas. Los conserjes las conocían, las contactaban, y ellas iban derecho a las habitaciones, donde las esperaban los clientes. 

Después se repartían la ganancia y ellas volvían a la calle. 

Mariana Contreras contará que ahí conoció a Leyla Bshier: 

_La he visto por primera vez una vuelta que yo entraba a ver a un cliente al Palace y ella salía. Era por ahí por el dos mil. Después empezó a aparecer en la esquina de Las Chismosas, donde yo trabajaba. Era una mujer hermosa. El pelo negro ondulado y los ojos y la boca de turca. Más alta que yo. Un metro setenta. 

En el 2000 Leyla tenía veinte años. Mariana era más grande. Tenía veintisiete, y unos cuantos más en la calle. Era una flaca menuda y fibrosa. El pelo corto como varón  y teñido de rojo le hacía lucir el cuello largo y fino. Algunos años después – después de lo que pase con Leyla – Mariana se va a convertir en la líder local de la Asociación de Mujeres Meretrices Argentinas. Pero ya desde antes se preocupaba por sus compañeras: compraba preservativos y se los daba, y les decía que los obliguen a los clientes a usarlos. En 1997 le habían confirmado el diagnóstico de VIH y no quería que les pase a las demás. Pero también muchas chicas quedaban embarazadas y terminaban abortando con peligrosos métodos caseros para poder volver a la calle. Mariana hará una aclaración sobre Leyla. Decía que era diferente: 

_Ella no estaba siempre con nosotras. Venía de vez en cuando. Vivía en Tucumán. Decía que estudiaba allá, pero no sabíamos qué. Cuando venía, a veces trabajaba. Pero no iba con cualquiera. Solo con clientes que ella elegía, o que le manejaba la Cristina Juárez. 

Leyla Bshier Nazar en una de las primeras fotos públicas que circularon en la prensa. [El Liberal]

En Santiago existían otros circuitos de prostitución. Cristina Juárez era una prostituta VIP que no callejeaba. Trabajaba sólo con clientes especiales y hacía arreglos para otras chicas. Buenos arreglos, dicen que hacía. 

También había fiestas privadas. 

Durante el día las chicas se juntaban en los negocios de Teresa Ochoa, una comerciante cuarentona, que tenía dos locales de lencería. Uno en el Pasaje Castro y otro en la Galería Santiago. Teresa las organizaba y les conseguía trabajos para ir a bailar a fiestas que organizaban políticos o empresarios, donde hacían striptease o se acostaban con los clientes. Teresa dirá que a Leila la conocía desde chica: «Venía a mi negocio seguido. Que era kiosco también. Entonces se quedaban a tomar una gaseosa o comer un sándwich. Ella nunca venía sola. Venía con algún grupito. Igual hacía lo que quería. Nunca ha bailado ni desfilado conmigo. Después a veces desaparecía y no se la veía por un tiempo. Pero siempre volvía». 

Uno de los principales organizadores de esas fiestas era Pololo Anauate. A sus cuarenta años era el veterano líder de la Juventud Peronista del juarismo. Un morocho alto, de pelo negro y duro, con aires de cacique. Las piernas y brazos flacos y largos. La panza y los cachetes inflados. Se vestía con vaqueros y camisas de marca y andaba por la ciudad en un BMW gris o en una camioneta Hilux del mismo color. Había empezado a los veinte trabajando en la Caja Popular y en el Ministerio de Acción Social. Después ganó cargos en las urnas: concejal en La Banda primero y diputado provincial más tarde. 

Su trinchera era una Unidad Básica del PJ en Independencia y Pueyrredón. 

Ángel Molina, un plomero que se acercó a Pololo a fines de los noventa para pedirle que lo hiciera entrar en la Policía, contará que para hacer mérito empezó a trabajar allí. Que, entre otras cosas, ahí se organizaban para los actos de Juárez y se dedicaban o a hacer negocios: por ejemplo, separar la leche y el aceite de los bolsines de planes sociales para venderlos de contrabando. Y que en las reuniones de militancia, al final Pololo elegía a los que se portaban bien para invitarlos a sus famosas fiestas. «Portarse bien era aportarle con efectivo para la Unidad Básica – dirá Molina – los muchachos que concurrían no era porque quisieran salir con él, sino porque querían hacer mérito y que les consiguiera un trabajo». 

Cuando se abría un puesto para entrar a la Policía había que pagarle a Pololo 1.500 pesos, y después un porcentaje del sueldo durante un año entero.  

Las fiestas grandes, donde participaban políticos, dirigentes y empleados públicos, las organizaba en los salones del IPVU, o en una finca en EL Zanjón. Grandes eran entre treinta y cien personas. Cuando eran más exclusivas, de cuatro o cinco, las hacía en su propio departamento de El Palomar. 

Carlos Alfredo “Pololo” Anauate fue el principal referente de la Juventud Peronista durante el último juarismo. [La Nación].

Molina dirá que conoció a Leila en una de esas fiestas, una noche de 1998. 

Se habían juntado con Pololo, un concejal y tres policías. Uno del Repar, uno de Infantería y uno del Comando Radioeléctrico. Era un departamento chiquito. Había una mesa de roble haciendo juego con una barra de la que colgaban copas, y una banca con pesas donde Pololo decía que hacía ejercicio. Un pasillito, un baño y una pieza con cama de dos plazas. Esa noche tomaron un vino y decidieron llamar unas chicas. Leyla llegó con tres más. Entre ellas la Yesi: «Pololo estaba muy metido con la Yesi – va a recordar Molina – hasta le había propuesto casamiento. Ya habían estado juntos. Esa noche la Leyla era la que más hablaba, tanto que a Pololo le molestaba». Después dirá que Pololo y la Yesi fueron al baño y al rato salieron discutiendo. Que la Yesi le dijo algo al resto y se fueron las cuatro. 

El verdadero nombre de Yesi era Silvina Verónica Quiroga. Tenía la misma edad de Leyla. Diecisiete en el 98. En 2003, cuando le toque contar lo que sabía, dirá que esa noche fueron al departamento de Pololo, que era su cliente, y que en el baño le había pegado una cachetada y había querido forzarla. Ella se soltó y fue a buscar a las chicas para irse. Mientras bajaban la escalera frente a la puerta, Yesi había dejado de aguantar el llanto y lagrimeaba. Entonces Leyla estalló. Se dio vuelta y subió unos escalones: 

_¡Gordo gay hijo de puta, ya vas a ver!_ le gritó a Pololo _¡Voy a ir a la Cámara de Diputados y te voy a hacer un escándalo!

Las otras tres bajaban y ella se quedó puteando, mientras Anauate se reía:

_¡Drogadicto!¡Un escándalo te voy a hacer! ¡Tengo un tío que es comisario! ¡Vos no sabes quién soy yo!

Cuando se dio la vuelta para seguir bajando, ardida en furia, Leyla pisó mal y se dobló el tobillo en el último escalón. Se fueron las cuatro caminando más lento. Leyla rengueaba en la noche vacía de El Palomar. 

Cuando le toque declarar, en 2003, Pololo negará todo. Dirá que no conocía a Leyla. Que conocía a policías pero por la función pública. Y admitirá: «Sí. Salía con mujeres. Pero no sabía si eran prostitutas». 

Mirta Nazar, tía de Leyla, contará de un día de 2001 que caminaban juntas por el centro y se cruzaron con Pololo en la calle. Leyla lo escupió, en pleno día, en frente de todo el mundo. Y después siguieron caminando. «Cuando le pregunté por qué lo hizo, me contestó que después me iba a explicar», dirá la tía. 

«Era una chica con una mente muy infantil y a la vez muy entradora y audaz», va a decir sobre Leyla Claudia Gómez, una prostituta de treinta y largos que la conocía del circuito de los bares, que eran otra historia. 

Había muchos pero los importantes eran dos. 

El Viejo Bar y Saravah. 

Eran antros rivales. Si eras habitué de uno, no podías aparecer por el otro. 

Pero Leyla iba a ambos. 

El Viejo Bar era un tugurio penumbroso cerca del centro, en la esquina de Moreno y Güemes, que sólo abría de noche. Unas pocas mesas sin gracia, una barra y un fondo con un patio a medio construir. Germán Szelke, el dueño, manejaba un pequeño grupo de chicas que trabajaban con nombres falsos o apodos: Fanela, Arañita, la Sandra Diablo. Entre ellas también estaban la Yesi y Claudia. Los clientes del Viejo Bar iban a tomar algo, a buscar chicas o a comprar drogas. Se vendía la cocaína en bolsitas de diez, quince o veinte pesos. Claudia recordará: «Leyla iba al Viejo Bar, pero no trabajaba ahí. Iba sólo a comprar droga porque era amiga de Germán. Y muchas veces se quedaba charlando con él». Al parecer, Szelke se aflojaba con ella. Porque con el resto, dirán las demás, era mandón y violento. Si se enteraba que alguna había ido a Saravah, no la dejaba volver a entrar. Cuando se emborrachaba, Szelke sacaba un arma con la que hacía tiros al aire. Cuando se prendían las luces, para cerrar, era común ver los agujeros que adornaban el techo del bar. 

Saravah era diferente. 

Ya el nombre tenía otras ínfulas. Era una palabra de origen africano que podía significar bendición, salvación, o cura. El local era de la municipalidad. Para llegar desde el centro había que cruzar el Parque Aguirre, pasar la costanera, bajar hasta el Óvalo a espaldas de la estatua del Cristo, y antes de llegar a la rivera del Dulce doblar a la derecha por la calle Pastor Mujica: a la izquierda se alzaba una larga fila de eucaliptus, y a la derecha una elevación que daba a los viejos piletones del parque, vacíos hacía años. Había que subir por allí una ancha escalera de cemento para llegar a la entrada del bar: era una construcción pequeña de piedras grises y una puerta amplia, rodeada de plantas. Adentro había cuatro columnas grandes de cemento, barra y escenario. Algunas de las chicas que hablarán de lo que pasaba en aquel lugar, lo harán bajo en régimen de protección de testigos, conservando el anonimato. Una de ellas dirá: «Los martes Saravah era una confitería familiar. Los miércoles había espectáculo folclórico, era otro público. Más viejos. Tocaban Osar Vázquez, el Pulpo Heredia. Iba Trapito Flores, que cantaba melódico. Los jueves era prostíbulo directamente. De levante. Y los viernes semiprostíbulo. De trampa y con striptease. Los sábados era para para parejas. Normal. Y el domingo era como el miércoles pero sin espectáculo musical». 

En Saravah había de todo. Era famoso y muy concurrido. Estaba escondido en el parque y era muy difícil ver quién entraba y quién salía. Eran habitués ministros y diputados juaristas, jueces y empresarios, periodistas, empleados públicos y fulanos de poca monta. Los jueves y los viernes las chicas que trabajaban temprano en la calle, después de las dos de la mañana iban a Saravah. Tenían un trato con el dueño: ellas se acercaban a las mesas, se hacían invitar las bebidas más caras para que se gastaran la plata en el bar, y después se los podían llevar. 

La noche del jueves 16 de enero de 2003 Mariana Contreras había ido a Saravah a festejar su cumpleaños. Le regalaron una torta y un champagne. Festejó con los mozos y con los clientes. Recordará que cerca de las tres y media de la mañana vio a Leyla apoyada en la barra. Estaba parada sola, con una blusa naranja con tachas y una pollera negra. Estuvo ahí algo más de diez minutos y después, entre las luces de colores y el humo, se perdió rumbo a la puerta de salida. 

Esa fue la última vez que la vieron. No supieron que al día siguiente Cristina Juárez fue a la Comisaría 12 de La Banda a denunciar su desaparición. Allí dijo que lo último que sabía de Leyla era que esa noche iba a ir a encontrarse con José Patricio Llugdar en Saravah. 

El bar Saravah estaba ubicado en el corazón del Parque Aguirre y pertenecía a la municipalidad. [El Liberal]

Un par de días después a Mariana Contreras se le presentó en su esquina de la plaza de Las Chismosas un palestino de ojos saltones y acento aparatoso, que era mozo del Jockey Club. Era Younes Bshier, el padre de Leyla. Casi no se veían con su hija, pero la policía lo había notificado de la denuncia de Cristina Juárez, y él estaba intentando ver qué había pasado. Mariana le sugirió que no se preocupara, que Leyla siempre desaparecía. 

Hasta que una noche de principios de febrero se paró en la esquina una camioneta de la policía: 

_Buscamos a Mariana Contreras. 

_¿Quién pregunta? Porque si es la policía no estoy_ dijo ella, que estaba de buen humor esa noche. Le duró poco. 

_Señora_ le dijeron con un respeto fuera de lo común _La tenemos que llevar a reconocer un cuerpo. 

La escoltaron a la Jefatura de Policía, donde más de una vez había estado detenida. Entró por el frente del viejo edificio colonial y en el primer patio interno dobló a la izquierda, donde la hicieron pasar a una oficina. En una camilla estaba el cadáver de una chica que no conocía. Remera negra y pollera de jean corta. Una herida en el ojo izquierdo y marcas en el cuello. En la punta de la misma camilla había un cráneo, unos huesos largos y otros cortos y más chicos. Y los restos de un cuero cabelludo con una melena negra y enredada. 

Era lo que quedaba de Leyla. 

La habían matado en algún momento entre la noche del 16 de enero y la mañana del 6 de febrero, cuando encontraron sus restos en La Dársena. 

Aunque, en realidad, Leyla debió haber muerto muchos años antes. 

Una noche de 1995, cuando tenía catorce años, su madre le había disparado a quemarropas con una pistola calibre 22. Silvia Nazar quería matar a su hija y le descerrajó ocho tiros mientras Leyla intentaba escapar por los pasillos de la casa. Cuatro en el cuerpo y cuatro en la cabeza. 

Pensando que había logrado su cometido, Silvia se pegó el noveno tiro a ella misma para suicidarse. 

Ibrahim y Zamira, los hermanos menores de Leyla, se habían encerrado en una habitación para protegerse. En medio del tiroteo llegó Estela Nazar, que fue la que llevó a su sobrina al hospital. Los médicos le salvaron la vida después de una larga operación. Pero le dejaron dos de los proyectiles en la cabeza, porque el intento de extraerlos era demasiado riesgoso. 

Años después, durante el juicio por el Crimen de la Dársena, la tía explicará por qué Silvia había intentado matar a su hija: «La había encontrado en una situación íntima con el padrastro». Nadie ahondará en qué significaba una situación íntima. Ni en el hecho de que Leyla, probablemente, podía haber estado siendo víctima de abuso.  

Al final sobrevivió y su vida se estiró ocho años más. 

Después de salir del hospital se mudó un par de años a la casa de su tía, y ni bien pudo terminar la escuela, se escapó sola a Tucumán. Nadie sabía muy bien qué hacía allá. Volvía de vez en cuando. Aparecía y desaparecía. Se quedaba en la casa de la tía o en lo de alguna amiga, cuando no quería que supieran que andaba por la ciudad. Leyla vivió ocho años con dos balas en la cabeza. El cráneo que encontraron en La Dársena tenía esas dos marcas que permitieron identificarla rápidamente, después de estar veintitrés días desaparecida.

*

El Mono y Fabián fueron hasta El Puestito de San Antonio, veinte kilómetros al norte de la ciudad. Allí tenía una casa Pablo Gómez. A fines de marzo de 2003 el policía seguía detenido junto con Mattar y Albarracín, acusados de matar al ganadero Seggiaro. Pero los tres se negaban a declarar. 

_Empezamos a hacer procedimientos para buscar algo que nos ayudara_ nos dirá Ledesma veinte años después _no podíamos confiar en nadie porque en todos lados había orejas de Musa. No podíamos confiar ni en nuestros jefes, porque también se rendían a los pies de él. 

Fabián Alejandro Ledesma (izq.) y el Mono Alejandro Cejas (der.) resolvieron juntos distintos casos en la División de Investigaciones. [Gentileza F. Ledesma]. 

En la casa de Puestito de San Antonio encontraron estacionado un Ford Escort bordó. Cuando lo abrieron pudieron ver que en la parte de atrás faltaba la alfombra. La encontraron en el baúl, cubierta de sangre. Además había un lazo, restos de cables y una chaira, una vara de hierro punzante con empuñadura para afilar cuchillos. 

Observaron un rato en silencio, con el ceño fruncido, frente al baúl abierto bajo el sol. 

Hasta que el Mono preguntó: 

_¿Vos has escuchado bien lo que ha dicho Mattar, no?

Fabián se tomó un instante en responder, pero ya sabía a dónde iba su compañero:

_Yo sé algo más grave, ha dicho.

_Sí_ asintió el Mono _Hay que hablar con Ibáñez.

Tomaron la ruta de vuelta a la ciudad y fueron derecho a Tribunales a buscar al juez Pedro Ibáñez. Era el que llevaba la causa de Seggiaro, en el Juzgado de Tercera Nominación. Habían trabajado en muchos casos con él y se conocían bien: 

_¿Qué pasa, pinches?_ les preguntó Ibáñez cuando los recibió en su despacho. 

El juez era confianzudo. Ellos lo trataban siempre con respeto, pero ese día iban más serios que de costumbre. Ibáñez lo notó. Habló el Mono. Le dijo lo que habían encontrado. Le contó de la amenaza de Mattar durante el interrogatorio. Y le confesó la sospecha que tenían con Fabián: Gómez estaba escondiendo en su Escort bordó una alfombra ensangrentada, un lazo y una chaira; ellos sabían de las chicas de La Dársena porque lo sabía todo el mundo, y sabían que a Patricia la habían atado y le habían perforado un ojo con un arma punzante. Ibáñez los escuchó y les dijo que volvieran dentro de dos días. Que se podía peritar la alfombra y en caso de que hubiera alguna conexión, podían comunicarse con el juez que tenía el caso de las chicas en La Banda. 

La investigación del Crimen de La Dársena estaba a cargo de Mario Castillo Solá, un juez abiertamente juarista y de mala fama. Había detenido a una sola persona, al día siguiente del hallazgo de los restos de Leyla y Patricia, y desde allí se había paralizado la investigación. Hacía casi dos meses de eso. El detenido era José Patricio Llugdar, que trabajaba en una carnicería de su familia en el Mercado Armonía. 

El juez Mario Castillo Solá (izq.) detuvo a José Patricio Llugdar (der.) al día siguiente del hallazgo de los cadáveres de Leyla y Patricia. Luego se paralizó la investigación. [El Liberal / Nuevo Diario]

José tenía veinticinco años y había conocido a Leila en un cumpleaños en Las Casuarinas el domingo 12 de enero, cuatro días antes de su desaparición. 

_En el cumpleaños había unas veinte, veinticinco personas_ le dijo Llugdar al juez en su declaración _habían varias chicas y entre ellas estaba Leyla. Tenía una tía que vivía en frente de mi casa y de ahí la conocía. Pero no éramos amigos. 

_Yo soy Leyla_ le dijo ella a José, recordándole quién era, cuando se le acercó. 

Esa noche conversaron un largo rato. Alrededor de la una él la llevó en su auto a un locutorio en calle Rivadavia, porque ella necesitaba hacer un llamado. Fueron y volvieron los dos, del parque al centro y del centro al parque. Leyla le hablaba y él le seguía la conversación. Luego volvieron a la fiesta. Cerca de las tres, cuando se fue con sus amigas, Leyla se acercó de vuelta a José y le dijo que iba a viajar el jueves o viernes a Tucumán y le preguntó si era de salir. Le dejó su número y le dijo que la llamara. 

_Nunca la llamé_ le dijo Llugdar al juez _No sé ni qué he hecho con el número. Aparte yo tengo novia hace muchos años. 

El juez le dijo que había otro testigo, una chica que había estado esa noche, que había dicho otra cosa. 

_Sí, la Gringa_ le dijo Llugdar. La Gringa le decían a Cristina Juárez _Nos encontramos una semana después en un quiosco al mediodía. Y estaba la Gringa con dos chicos y me preguntó si la había visto a la Leyla. Yo por fanfarronear le he dicho que sí, que había salido con ella el miércoles. Pero era mentira. No sé para qué. Yo sabía que ella andaba en la joda y en la droga. 

Días después, se presentó en casa de los Llugdar un hombre que decía venir del D-6, que el Comisario Luis Cejas quería hablar con él: 

_Ahí lo fui a ver con mi papá. Y el Comisario me dijo que cuente la verdad porque me querían ensuciar. 

Esa tarde, en el D-6, estaban también Younes Bshier y un chico tucumano, que decía que se llamaba Nicolás y era el novio de Leyla. El Comisario Cejas, casado con una de las hermanas de su madre, era el famoso tío comisario con el que ella había amenazado acusar a Pololo en su departamento en el Palomar. El entorno familiar intentaba, por esas horas, dar con el paradero de Leyla, que seguía desaparecida. Llugdar les contó su versión. Younes le preguntó si él salía con su hija, y José le dijo que no. 

_Yo le he dicho a Bshier que se quedara tranquilo, que Leyla podía estar en casa de una amiga_ le dijo Llugdar al juez _Incluso con mi papá los intentamos llevar a comer pero no han querido. Le soy sincero, nunca he imaginado que iba a aparecer muerta. 

Ese mismo día, el juez Castillo Solá tomó declaración a Mariana Contreras. Ella dijo lo que sabía de Leyla y que la había visto esa noche en Saravah. Y también dijo lo que pensaba: 

_En la noche se corre la versión de que se les ha pasado de drogas en una fiesta y había que hacerla desaparecer.

Aquellas declaraciones de Llugdar y Contreras frente al juez Castillo Solá fueron dos semanas antes de que el Mono y Fabián encontraran la alfombra ensangrentada, la chaira y los cables en el baúl del auto de Pablo Gómez. Desde entonces los familiares y amigos habían marchado tres viernes seguidos en la Plaza Libertad. Bshier, el tucumano que decía ser el novio, las tías, junto con la familia de Patricia Villalba y sus amigos. Cada viernes se juntaban un poco más. Daban la vuelta a la plaza: pasaban por la Jefatura de Policía, por la Catedral, y por las veredas de los bares. Igual que con las putas, en la calle la gente hacía como que no los miraban. 

Las primeras marchas en reclamo empezaron rodeando la Plaza Libertad. Aquí frente a la Jefatura de Policía, actual CCB [El Liberal]

Mientras tanto, el Mono y Fabián estaban atorados con la investigación de Seggiaro. Mattar, Albarracín y López se negaban a declarar. Los jefes no querían indagar más. Entonces volvieron a buscar al juez Ibáñez dos días después de que le llevaran su sospecha por primera vez. 

Llegaron a última hora, cuando ya no quedaba nadie en el juzgado. El juez Ibáñez estaba sentado en un sillón en mesa de entrada, solo. 

_Estaba con cara de preocupado. Solo. Como esperando a alguien_ recordará Ledesma en 2023. 

Allí le dieron al juez para firmar unas órdenes de allanamiento por otros casos que estaban investigando. Robos menores. Contrabando. Y le preguntaron si había podido hacer algo con el auto de Gómez. Él les dijo lo había entregado en depositario judicial. Les pareció raro. Era como si no hubieran tenido la conversación sobre la alfombra y la chaira y los cables dos días antes. Entonces sintieron retumbar unos tacos en el pasillo vacío. Y luego un hombre apareció en la puerta. Era Musa Azar. El Mono y Fabián se pararon de inmediato y se cuadraron frente al superior: 

_Buenos días, General. 

Musa saludó con un murmullo apenas.

_Bueno pinches, vayan nomás_ dijo el juez _Después me informan cualquier novedad. 

El Mono y Fabián se fueron del juzgado, mientras Musa y el juez Ibáñez se encerraban en el despacho. Cada vez más, la situación se oscurecía. Pero aún no se imaginaban cuánto. 

En 2023, veinte años después, Ledesma recordará:

_Al otro día pasamos por la base temprano para hacer los procedimientos del día y había una disposición que teníamos que presentarnos a la Dirección de Personal. Y ahí nos avisaron que a al Mono Cejas lo trasladaban a la Comisaría Quinta y a mí a la Secretaría de Seguridad. No querían que sigamos juntos ni en el tema. Nos sacaron urgente de ahí.

*

_Mami, la Patricia no está. 

_¿Cómo que no está?

Carina, la mayor de los tres hijos de Olga Villalba había entrado a la casa y le sorprendió encontrarla a oscuras. Pasó el comedor y fue derecho a la piecita chiquita del fondo y Patricia no estaba. Olga no entendía. 

Esa noche del miércoles 5 de febrero de 2003, toda la familia volvía de festejar un cumpleaños a la casa de un pariente. Vivían todos juntos en una casa del barrio Dorrego, el último de la ciudad de La Banda, antes de la salida a la Ruta 34. Olga era ama de casa. Su esposo, Juan Domingo, trabajaba en la Grafa, una fábrica textil que le pagaba un sueldo que le permitía mantener a la familia. Carina tenía treinta y dos y un bebé de un año. El Gringo, el menor de los hijos de Olga, tenía veinticinco. Patricia, de veintiséis, era la hermana del medio. Y desde esa noche dejó un oscuro hueco en la familia.  

Trabajaba por las tardes en la verdulería Doña Nelly, en Santiago. Todos los días hacía un recorrido de trece kilómetros de ida y trece de vuelta. En colectivo o en remís boletero. Ese día, antes de salir, había dicho que iba a ir directo a la casa a dormir porque iba a volver muy cansada. Por eso, al volver del cumpleaños, su familia imaginaba que estaría allí. Pero esa noche Patricia no volvió. 

Olga se durmió de a trechos, esperándola y peleándole al sueño. 

A la mañana siguiente salieron a buscarla. 

Juan Domingo y el Gringo averiguaron en las comisarías de la zona y del centro. Carina en los hospitales. Al mediodía volvieron a la casa sin nada. Olga, que ya tenía problemas de salud que le afectaban la movilidad y la obligaban a pasar buen aparte del día en una silla de ruedas, se había quedado por si Patricia aparecía. 

Almorzaron sin noticias. Hasta que a las dos y media de la tarde sonó el teléfono del comedor. Atendió el Gringo. 

Patricia Villalba tenía 26 años y era la segunda de los tres hijos de Juan Domingo y Olga Villalba. [Informe Santiago]

Del otro lado de la línea, un policía le dijo que a la mañana habían encontrado en La Dársena el cadáver de una mujer que podía ser Patricia. 

Después de ese día, la foto del rostro de Patricia se mostrará durante años junto con la de Leyla. Se van a convertir en un símbolo de protesta. Contra los asesinos. Contra los cómplices. Contra los políticos. Serán las caras que se pondrán frente al poder para hacerlo recular. Leyla mirando a cámara. Subida a una moto, con remera blanca y aros grandes. Sonriente. Patricia con la mirada perdida hacia la derecha, posando para una foto carnet contra un fondo celeste. 

Entre ellas, sin embargo, nunca se conocieron. 

Vivían en mundos muy diferentes. Su único punto en común, según se sabrá muy pronto, era José Patricio Llugdar. 

A Patricia le gustaba ir a Árbol Solo. Era una bailanta popular, a diez kilómetros de Santiago, sobre la ruta que va al dique Los Quiroga. Estaba sobre un terreno liso de tres hectáreas, con piso de tierra y un escenario de madera, chapa y hierros, donde se amontonaban los parlantes y se subían a tocar los principales grupos de música tropical. Todos los fines de semana había fiesta. De día y de noche. El público iba de a miles y el lugar, además, se llenaba de policías. Muchos iban a trabajar, y algunos también de fiesta. El que definía los policías que iban a trabajar con adicionales cada fin de semana era Daniel Mattar, que arreglaba la cantidad y el pago con el dueño, Raúl Llugdar. José Patricio era su sobrino y andaba siempre por ahí. También era cliente de la verdulería Doña Nelly, que quedaba a cuatro cuadras del mercado, donde tenía su carnicería. Y vivía en el barrio Sargento Cabral, a pocas cuadras de la casa de la abuela de los hermanos Villalba. José y Patricia no eran amigos, pero en los tres lugares se habían cruzado.

El domingo 2 de febrero, cuatro días antes de morir, Patricia había ido a bailar a Árbol Solo a la siesta con sus primas Jessica y Carolina. Era uno de los bailes previos al carnaval, donde la fiesta ya era con harina, agua y pintura, y la gente deambulaba enchastrada y pegajosa en medio del calor y la música. Las primas dirán que esa tarde vieron a Patricia charlando un rato a solas con José Llugdar, apretados entre la gente. Que a ella le gustaba, pero sabía que él tenía novia. 

En 2023, su hermana Carina nos dirá que en la familia hicieron una interpretación con el tiempo: cuando Llugdar se acercó esa tarde a Patricia en medio de la multitud, en realidad la estaba marcando. Para que la vieran los asesinos, que estaban ahí en el baile. 

_Podría haber estado todo organizado para ese día nomás_ nos dirá Carina Villalba _pero como estaba con las primas no pasó. El tío las pasó a buscar a las tres a la salida del baile, a la noche. Entonces no pasa nada.  

Tres días después, la noche del 5 de febrero, Patricia salió de la verdulería a las doce de la noche, como siempre, y caminó dos cuadras hasta la parada donde se tomaba el remís boletero para volver a su casa. Por el mismo precio del boleto de colectivo, tres o cuatro desconocidos compartían un auto que hacía el mismo circuito del transporte público. Levantando y dejando gente en cada parada.  

Esa noche Patricia se subió a un Ford Escort bordó. 

En su casa supieron de ella a las dos y media de la tarde del día siguiente, cuando llamó la policía. 

*

Pasaron cinco jueces en siete meses. 

Los archivos periodísticos, las entrevistas a testigos y sobre todo las copias de las declaraciones de distintas etapas de la instrucción nos permitirán reconstruir lo que ocurrió en ese tiempo en el que se tejieron historias muy diferentes para intentar responder las dos incógnitas que nunca se aclararán del todo. Primero: ¿A dónde fue Leyla cuando salió de Saravah la noche del jueves 16 de enero? Sobre lo que pasó entre ese instante y la mañana que encontraron sus huesos en La Dársena, tres semanas después, se construyeron un sinfín de hipótesis que involucraron alternativamente a políticos, empresarios, dealers, prostitutas y ladrones de poca monta. Y segundo: ¿Qué tenía que ver Patricia en aquella historia?

El juez de Crimen de La Banda, Mario Castillo Solá, se llevó de la declaración de Cristina Juárez cuando denunció la desaparición de Leyla en enero, y detuvo a José Patricio Llugdar, con quien supuestamente ella iba a encontrarse la noche que desapareció. Su identidad se mantuvo en reserva durante una semana. El sábado 8 de febrero El Liberal dijo: «Todas las sospechas recaen sobre el único detenido», y adelantó que se trataba de alguien «con un oscuro perfil psicológico». El domingo 9 el Nuevo Diario tituló: «La justicia indagará hoy a “José”». Por primera vez daban un nombre de pila. El miércoles 12 El Liberal tituló: «El único detenido de la causa admitió que conocía a la joven Leyla Bshier Nazar». Al día siguiente la justicia y los medios revelaron la identidad de José Patricio Llugdar. Y dijeron que se esperaban los resultados de la pericia psicológica. 

A partir de allí, el juez Castillo Solá planchó las investigaciones. Después de cuatro meses sin novedades, resultados de pericias o nuevas detenciones, a fines de mayo se apartó de la causa. El Consejo de la Magistratura había empezado a preparar el juicio político. En la calle ya se habían hecho trece marchas en reclamo de justicia, cada vez más grandes. En octubre, Castillo Solá terminará preso acusado de prevaricato y encubrimiento. 

Durante marzo, abril y mayo, mientras el juez hacía dormir la causa, avanzaba otra investigación paralela y extraoficial. Se la había encomendado la Gobernadora a José Tomás “Coco” Lescano, un comisario retirado de 53 años que había sido Jefe de Policía entre 2000 y 2001.  Lescano realizó lo que él llamó «una investigación total, desde cero». Entrevistó a mozos y playeros en Saravah, recorrió las calles hablando con remiseros, transas y prostitutas. Fue a La Dársena y habló con los lugareños. Elaboró un informe propio de 147 páginas y les entregó copias al juez Castillo Solá y a la Gobernadora. 

Una de las tres veces que a Lescano le toque declarar ante la justicia entre 2003 y 2004, dirá: «No recibía declaraciones testimoniales sino entrevistas informales a quienes consideraba que podían aportar algún dato». Las tres veces dirá lo mismo. Que pudo corroborar que Leyla trabajaba como alternadora con Cristina Juárez. Que entre 2000 y 2001 había vivido unos meses en un departamento del Mishky con Ramoncito Rojas, que vendía drogas. Pero Ramoncito la golpeaba, y ella decidió irse. Terminó un tiempo viviendo en la casa de sus tíos – con su tía Negrita  y el comisario Cejas – y luego se fue a Tucumán. Allí, según el informe de Lescano, se había puesto de novia con Nicolás Antoniolli, un joven comerciante de esa provincia, donde decidió quedarse. Desde entonces venía de vez en cuando a trabajar con Cristina Juárez para hacer plata y comprar drogas. 

Leyla Bshier junto a su novio, el tucumano Nicolás Antoniolli. [El Liberal]

Al final de su informe Lescano decía que no había podido arribar a ninguna conclusión. Y declarará luego: «No he podido concluir la investigación. Estaba claro que era un homicidio. Era de dominio público que el tema estaba vinculado con drogas. Pero faltaba información y pericias esenciales».

Pero habrá una contradicción. En sus dos primeras declaraciones, Lescano dirá que no había tenido contacto con Musa. Y en la tercera, donde debió presentarse como acusado por encubrimiento, dijo que sí había hablado con él, pero de manera esporádica y a tono informal: «Él sabía que a mí no me iba a sacar nada de información, dada mi experiencia como investigador. Me limitaba a decirle que faltaba realizar las pericias necesarias. Él también lo veía como un problema serio para la estabilidad social». 

En 2018 Musa nos dará otra versión: 

_Coco Lescano me informaba todo. 

Y nos dirá además: 

_En un momento Coco dice que hay que ir a hacer averiguaciones a un hotel. Y de Casa de Gobierno le dicen que pare la investigación. Y que se retire. 

_Las averiguaciones eran en el Carlos V… 

_Si. Y bueno, ahí no han querido seguir averiguando. 

Ahí surgió la Hipótesis Uno: la muerte en el Carlos V. 

Nunca se investigará a fondo. Pero es la hipótesis con la que va a insistir Musa y que también nos va a subrayar Mariana Contreras en 2023.

Un año y medio después, Coco Lescano va a cruzar la calle Independencia en el barrio Los Flores, cerca de su casa, y un auto lo va a atropellar y a escaparse. El ex comisario va a terminar internado con múltiples lesiones. Y tiempo después se va a morir. 

Los tres lugares en los que podrían haber matado a Leyla Bshier Nazar. El hotel Carlos V, el barrio Mishky Mayu, y la localidad catamarqueña de Guayamba. [Diario Panorama / El Liberal / El Ancasti] 

La Hipótesis Dos y la Hipótesis Tres llegaran inmediatamente después de la Hipótesis Uno, que se cortó rápidamente. 

Con Castillo Solá y Lescano fuera de juego, a principios de junio tomó el caso Dardo Herrera. Un juez pelado y de anteojos con aire de abuelo y talante amable. Recibió dos informaciones que cambiaron el rumbo de la investigación. 

La primera vino del Chaco. Allí estaba detenido desde mayo el concejal santiagueño Marcelo Gómez, rival de Pololo Anauate en la conducción de la Juventud Peronista. Había sido capturado durante un operativo antidrogas de Gendarmería, junto a otras nueve personas. En su declaración frente al juez federal del Chaco, Carlos Skidelski, el concejal vinculó a Pololo Anauate con el tráfico de drogas y con el Doble Crimen de la Dársena: dijo que Leyla había muerto en una fiesta en Guayamba donde, además de Pololo, habían participado Juan Felipe Moreno, hijo del vicegobernador Darío Moreno, y Musita Azar Cejas, hijo del Secretario de Informaciones. La novedad llegó al juez Herrera a través de Francisco Cavallotti, abogado de Patricio Llugdar, que hasta entonces seguía siendo el único detenido en el caso. 

Esta línea abrirá la Hipótesis Dos: la muerte en Guayamba.

La segunda información que llegó al juez Herrera la aportó un testigo de identidad reservada. Dijo que a Leyla la habían matado en una fiesta en el Mishky Mayu, donde había participado Ramoncito Rojas, que era vendedor de drogas, y otros tres amigos. Al poco tiempo se sabrá que el testigo era Hernán Pedregal, un ladrón de motos vinculado al grupo de amigos de Ramoncito, que había escuchado la versión en un asado donde habían participado los sospechosos. 

De allí la Hipótesis Tres: la muerte en el Mishky. 

Las dos informaciones, la que vino del Chaco y la que dio Pedregal, tuvieron consecuencias inmediatas. 

El 4 de junio la Gobernadora descabezó la cúpula policial. 

Ese mismo día, con un vestido azul y un pañuelo rojo en la cabeza, tomó juramento a los comisarios Rodolfo Torres y Carlos Coronel, que asumieron con gesto nervioso como jefe y subjefe de la Policía de la Provincia. 

Ese día también presentó su renuncia Musa Azar a la Secretaría de Informaciones. Su oficina en Roca y Avellaneda fue clausurada y rodeada con cinta negra y amarilla. Pero los títulos y las fotos de los diarios se centraron en la renuncia del vicegobernador Darío Moreno. 

La Hipótesis Dos vinculaba a los hijos de ambos a la muerte de Leyla. Pero el juez Herrera decidió empezar por investigar la Hipótesis Tres. 

Esa misma semana cayeron detenidos Ramoncito Rojas, Sebastián Flores – dueño del departamento del Mishky – Omar Contreras y José Almirón. Los cuatro sospechados de participar de la fiesta donde Pedregal dijo que había muerto Leyla. 

Llugdar siguió detenido. 

Noemí del Valle Orieta, su madre, salió a la cabeza de una marcha que reunió a doscientas personas y caminó desde la casa de la familia en el barrio Sargento Cabral hasta la Catedral Basílica. Llevaban carteles que decían «Justicia para Leyla y Patricia», «Libertad para José», «¿A quién encubre la justicia?». 

También se realizaron marchas muy convocantes en apoyo a José Patricio Llugdar y su familia [El Liberal].

A esa altura Santiago ya estaba repleto de periodistas de medios nacionales que se habían quedado a cubrir el caso. Younes Bshier se había pasado buena parte de mayo tocando las puertas de los diarios Clarín y Página 12, que enviaron sus corresponsales a Santiago. También estaban los periodistas de Crónica y América TV. Esa noche transmitieron en vivo las declaraciones de la madre de Llugdar: 

_Le pido al juez Herrera que investigue a fondo y llegue a la verdad_ dijo frente a las cámaras. 

El 10 de junio, una de las enviadas de Clarín le hizo una larga entrevista a la gobernadora, que por primera vez habló del tema en profundidad: 

_¿Usted cree que este hecho puede provocar una intervención en Santiago?

_Santiago no es Catamarca ni nosotros somos los Saadi_ respondió la Nina _En ese caso, el gobierno protegía lo que se consumó en esa escena vergonzosa. 

_El runrún de la calle dice que no se termina de entender cómo ustedes no conocían esas malas actitudes policiales… 

_Es que cuanto más alto se está menos se sabe; pero no soy espectadora, soy la que impulsa la investigación de este hecho inadmisible, horrible, casi demoníaco. 

En 2003, Nina Aragonés de Juárez tenía prácticamente el control total del gobierno, con Carlos Arturo Juárez ocupando un rol casi decorativo. [El Liberal] 

_¿Cómo vive usted esta situación del crimen de las dos jóvenes? 

_Muy angustiada, hasta he tenido insomnio por esto. Por eso queremos limpiar todo lo que está contaminado. 

_Si los familiares de las víctimas le piden una reunión. ¿Los recibiría? 

_Si piden audiencia, los recibo. Me han hecho fama de tremebunda, pero es porque tengo carácter. Es que si no lo tuviese la cárcel me hubiera destruido. Fueron tiempos difíciles, pero me ayudó esta imagen de la Virgen del Valle que siempre llevo_ respondió mostrando una imagen que le colgaba de una cadenita en el pecho.

Ese mismo día, Clarín reveló una información sorpresiva.

Según una fuente calificada de la provincia, a Leyla habían intentado reanimarla en un hospital el fin de semana del 18 de enero. 

El miércoles 11 de junio la noticia rebotó en los medios locales. El Liberal tituló en su tapa de ese día: «¿Leyla Bashier murió en el hospital Independencia?». El director del hospital, Rolando Álvarez, se presentó ante el juez Herrera para decir que no sabía nada. Que había preguntado al personal y que la doctora Silvina Carabajal, la médica que había estado de guardia ese fin de semana, le había contado que había escuchado la versión, pero no había visto nada. Después le dijo al diario lo mismo que le había dicho al juez: 

_La doctora no sabe quién la atendió ni quien se la llevó. Le llegó el comentario en un almuerzo de que intentaron reanimarla y no pudieron. Que la persona que la llevaba sacó un celular, se comunicó con un alto funcionario y se la llevó. 

La doctora Silvina Carabajal declaró ante el juez y repitió lo mismo. Sólo sabía de comentarios en un almuerzo. Y para sumar a la confusión, dijo que las dos hojas del libro de guardia de ese día habían sido cortadas. 

El jueves 12 se presentó en el juzgado Luis Horacio Santucho, abogado de la familia Villalba, dispuesto a acelerar los trámites. Llevaba un largo escrito para el juez  en el que explicaba en detalle su interpretación del caso. Abonaba la Hipótesis Guayamba e involucraba a Pololo Anauate, Musita, Juan Felpe Moreno y el Defensor del Pueblo de Santiago, Gilberto Perduca. Pedía imputarlos a todos. Decía el informe sobre la noche del 16 de enero: «Perduca y Moreno se dirigen a Saravah en busca de mujeres, y allí se produce el encuentro con Leyla donde le proponen ir a la fiesta de Guayamba». Leyla y Perduca se conocían, porque habían sido vecinos. Ella se había acercado a él para pedirle ayuda con el trámite de sucesión de los bienes de su madre. Según el informe de Santucho Leyla aceptó la invitación y esa noche viajaron 140 kilómetros de Saravah a Guayamba, para llegar a una fiesta donde estaban también Musita y Pololo. «Leyla fue sometida sexualmente por varios de los individuos presentes en la fiesta. Se produce por efecto de la droga y la relación sexual un shock y la descompensación cardíaca».  Según el abogado, Perduca y Musita volvieron a Santiago con el cuerpo de Leyla y, desde la ruta, pidieron por teléfono a Musa Azar que garantizara zona liberada en la ruta y la entrada trasera del Hospital Independencia. El informe explica que, como no pudieron reanimarla, Musa ordenó a su hijo llevar el cadáver a la finca familiar en Árraga: «Ahí sumergen el cuerpo en ácido y, luego, sus restos óseos fueron llevados en una camioneta Ranger y arrojados en La Dársena». En su interpretación sobre el vínculo de las dos muertes, Santucho agregaba en el informe que Musita le había contado el episodio a Llugdar y éste a Patricia Villalba. Y que por eso Musa Azar amenazó a Llugdar y le exigió entregarle a la joven, en una reunión realizada en la misma Secretaría de Informaciones.

Luis Horacio Santucho, abogado de la familia Villalba, presentó su interpretación del caso sostenida en la Hipótesis Guayamba y apuntó a los hijos de Musa y Darío Moreno. [El Liberal]

El viernes 13 de junio fue un tembladeral. 

El juez Herrera tomó declaraciones durante la mañana, la siesta y la tarde. Citó a Musa, a Pololo y a Perduca. También al comisario Cejas y a Coco Lescano. 

Ante el juez y después ante los periodistas que se agolpaban afuera de los tribunales de La Banda, Musa puso cara de desentendido y dijo que no sabía nada de nada. Era la primera vez en muchos años que le apuntaban los micrófonos. Pero acostumbrado a su impunidad, declaró breve y seguro: 

_Yo he renunciado porque se necesitaba dar tranquilidad a todo esto. Nunca he encubierto a nadie. 

Cuando un periodista le preguntó sobre su tarea como Secretario de Informaciones, dijo que se dedicaba a reunir datos y antecedentes que el gobierno necesitara para informarse. Ante la liviandad de la respuesta, le preguntaron por las organizaciones sociales que lo tildaban de genocida. Sin inquietarse, Musa respondió por última vez antes de irse: 

_La gente puede decir lo que quiera. Yo tengo la conciencia tranquila.

En 2003, Musa no estaba acostumbrado a que lo apuntaran las cámaras y micrófonos. [El Liberal].

Después llegó Pololo con un guardaespaldas propio, sacando pecho. Estuvo una hora frente al juez. Dijo que no conocía a Leyla. Que había estado en Guayamba en otras fechas y que a Saravah no iba hacía dos años. No declaró nada a la prensa. 

Perduca, un abogado de 32 años y semblante descolocado, admitió que conocía a Leyla pero se despegó del caso: 

_ Yo conozco a Leyla de chiquita, porque vivíamos uno enfrente del otro, pero no tengo nada que ver con lo que le ocurrió. Hacía muchísimo tiempo que no la veía.

Lescano contó otra vez la investigación sin conclusiones que había hecho por orden de la Gobernadora. Y el comisario Cejas, que salió del despacho del juez cuando ya se hacía de noche, dijo que Llugdar había mentido en sus primeras declaraciones. Que sí había salido con Leyla y que sí conocía a Patricia. Dijo, también, que su sobrina no tenía nada que ver con el mundo de las drogas.  

Esa misma tarde la familia Villalba y Younes Bshier dieron una conferencia de prensa en la que se dirigieron al presidente Néstor Kirchner y pidieron la intervención de la provincia. 

Por la noche, se hizo la marcha más grande hasta esa fecha. Llegaron referentes de organizaciones de derechos humanos de todo el país. La movilización salió en vivo en los medios nacionales. 

El martes 17, por primera vez, se presentó Musita en el juzgado. 

Un chico de veintidós años, de aspecto pulcro y gesto inconmovible. Delgado. El pelo negro y antejos de marco liviano. Daba la impresión de ser alguien sin fuerza, pero no frágil. Respondió las preguntas del Juez Herrera sin cambiar el tono de voz. 

Le explicó su rutina: que en Santiago vivía con su madre y su hermano Moisés, de catorce años, en una casa sobre la avenida Belgrano 2864. Pero que la mayor parte del año la pasaba en La Rioja, donde estudiaba en la Facultad de Medicina de la Fundación Barceló, desde el año dos mil. Sin ponerse colorado dijo que en tres años había llegado al quinto de la carrera. Que allá compartía departamento con una compañera de Salta que lo ayudaba a pagar las expensas. Y que a Santiago venía de diciembre a enero. Que no le gustaban los boliches. Que prefería ir a cazar. Que no conocía a Leyla. Que no conocía el departamento del Mishky del que le habló el juez. Que a Guayamba había ido varias veces con amigas y se solía quedar en un camping. Pero que el 14 de enero se había insolado cerca del río Dulce y había pasado los siguientes tres días encerrado en cama recuperándose. 

Antonio Musa Azar Cejas, el hijo mayor de Musa, quedó ligado a la hipótesis Guayamba. [La Nación]

Al día siguiente citaron a Casa de Gobierno a la familia de Patricia Villalba, que había armado todo el revuelo. Los recibió la Gobernadora en su despacho. La mandíbula blanca y las manos largas y huesudas, adornadas con anillos y pulseras eran lo único que se veía de ella, debajo de los lentes enormes, el vestido y el pañuelo en los que se envolvía. 

Antes de conversar, les dio el pésame. 

El padre y la hermana mayor se sentaron frente a la Nina con cara de piedra. Hacía cuatro meses que habían pedido una audiencia. Carina Villalba puso sobre la mesa una copia del informe que Luis Horacio Santucho había presentado al juez Herrera cuarenta y ocho horas antes. La Nina no lo miró:

_Después de tantas idas y vueltas, yo estoy un poco confundida_ les dijo la Gobernadora esforzándose por ser amable _¿Ustedes a quién apuntan?

_A Musa Azar_ contestó Carina Villalba, sin rodeos. 

La Nina hizo un silencio. 

Entre dientes, la Gobernadora les compartió su duda. Les dijo que Musa era un hombre inteligente. No les confesó que ella también quería su cabeza hacía años. Después les preguntó: 

_¿Por qué han elegido un Santucho?

Luis Horacio Santucho había quedado afuera del despacho. La Nina no lo había dejado entrar. Con el sobrino del ex jefe del ERP la Gobernadora tenía sus reparos. Podía estar aprovechando el caso. Forzando la historia para cobrarse revancha. Los juicios por casos de lesa humanidad todavía estaban muy lejos en el horizonte y aquella era una oportunidad para voltear al principal responsable de los secuestros, las torturas y las desapariciones de los setenta en Santiago. Pero Carina Villalba defendió al abogado de la familia: 

_Confiamos en él_ le respondió en seco _Y compartimos su postura.  

La Gobernadora no opinó. 

Ella odiaba a los zurdos. A los guerrilleros. A los comunistas. Y a todos sus parientes. No sabía si el abogado de los Villalba quería revancha. Pero ella sí. Una revancha que Juárez nunca le había permitido tomarse. Mientras su esposo lograba escaparse en el 76, a ella Musa le había puesto las esposas y la había entregado a los militares. Llevaba casi diez años tragándose el sapo de que su esposo lo hubiera traído de vuelta al gobierno. Pero en 2003 era otra historia. Como asesor del Ministerio de Economía, Juárez ocupaba un rol ridículamente decorativo. Como los cuadros con su retrato en todos los despachos oficiales. En 2003 Juárez estaba viejo y débil. Ahora mandaba ella. 

La Nina les dijo que confiaran en la justicia y que ella se iba a encargar de cuidar la seguridad de la familia y de los testigos que presentaran. 

Los Villalba salieron de la reunión con una sensación rara. En la vereda de Casa de Gobierno, Juan Domingo les dijo a los periodistas:  

_Yo pensé que no nos iba a escuchar. Pero sí hemos podido hablar. La señora nos ha escuchado y aparentemente nos daría las garantías que estamos pidiendo.

Esa misma tarde el juez Herrera se subió a una camioneta y recorrió los cuarenta kilómetros desde el juzgado de La Banda hasta la finca de Musa Azar en Árraga. Cuando bajó de la Ruta 9 hacia la entrada, se encontró con un amontonamiento de periodistas que ya sabían lo que iba a pasar. Herrera se bajó con esfuerzo de la camioneta, apretando un manojo de papeles contra la panza: 

_Vengo a realizar un relevamiento del lugar y, eventualmente, se levantarán los rastros necesarios_ les dijo a los periodistas. 

La Reserva Ecológica, como se la llamaba oficialmente, había sido declarada de interés cultural hacía varios años, y era común que llegaran vistas de escuelas de toda la provincia que mandaban sus alumnos a ver la diversidad de animales que Musa había reunido allí: desde patos y faisanes hasta monos y flamencos. Había aves y mamíferos de un centenar de especies. Herrera deambuló por ahí, entre los animales, durante dos horas. Y se fue con un par de muestras de tierra. 

Los diarios comenzaron a reproducir el relato que se construía en los Tribunales y apuntaron a la figura de Darío Moreno. Musa, en segundo plano y sin foto. [El Liberal]

Las semanas siguientes el juez profundizó la investigación sobre la Hipótesis Dos y la Hipótesis Tres. Tratando de establecer si Leyla había muerto en la fiesta de los políticos o en la fiesta de los dealers. Mandó a examinar el departamento del Mishky y a peritar colchones, sábanas y otros objetos. Pero ni con una cosa ni la otra pudo obtener nuevas pistas. 

El 14 de julio habló con la prensa César Barrojo, el abogado de Sebastián Flores: 

_Flores es inocente, está acreditado que para la fecha en que mataron a Leyla, estuvo internado en un instituto para adictos a drogas, en Buenos Aires, además de salir airoso en el careo con Pedregal, por lo que tiene que ser excarcelado.

También habló el abogado de José Patricio Llugdar, Francisco Cavalotti: 

_Llugdar es inocente, pero evidentemente existe una intencionalidad en cerrar el círculo sobre su figura para terminar con un caso que está haciendo temblar al poder en esta provincia.

El viernes 18 de julio el juez Herrera dictó falta de mérito para Ramoncito Rojas, Sebastián Flores, Omar Contreras y José Almirón. Los cuatro quedaron libres. Se caía la Hipótesis del Mishky. 

Llugdar siguió preso. 

A la semana siguiente, el juez ordenó detener a Cristina Juárez, y la acusó de encubrimiento. Ella había estado con Leyla la última noche y había denunciado muy rápidamente su desaparición. Era extraño que se preocupara así por una chica que desaparecía todo el tiempo. Pero cuando el juez pidió los informes de las llamadas de su celular, se encontró con que la policía había borrado los registros.  

Herrera seguía entrando en callejones sin salida. Y no se decidía a avanzar sobre la sospecha que rondaba a los políticos y funcionarios.  

Cansados de las vueltas Luis Horacio Santucho pidió la recusación del juez Herrera, que se apartó de la causa antes de que terminara el mes. 

El fiscal general del Superior Tribunal de Justicia, Arrulfo Hernrández, fue designado como juez ad hoc, para tomar la causa. A las dos semanas, ordenó liberar a Cristina Juárez por falta de mérito. 

Siete meses después de que se encontraran los restos de Leyla y el cadáver de Patricia, había un solo sospechoso detenido, pero sin pruebas contundentes. Las pruebas físicas importantes se habían borrado, como el registro de llamadas de Cristina Juárez y las hojas de guardia del Hospital Independencia. La prensa nacional hablaba de la impunidad de los hijos del poder. Y nadie parecía querer avanzar sobre esa pista. 

*

Empezaba a hacer calor otra vez. 

Faltaban tres días para que empezara la primavera del 2003 cuando el Mono Cejas y Fabián Ledesma se volvieron a encontrar, después de que los separaran a principios del otoño, hacía seis meses. 

Llegaron juntos, por la tarde, a una casa de familia en la esquina de Belgrano y Chacabuco. Allí los esperaba Rodolfo Trejo, un juez juarista, con línea directa con la Gobernadora, que los había llamado para una reunión extraoficial, sin adelantarles de qué se trataba. Trejo tenía en su palmarés haber desbaratado una red de contrabando de cigarrillos y CDs manejada por policías en 2001. El Mono y Fabián habían participado de algunos procedimientos en aquella investigación. De allí conocía el juez Trejo a los dos policías que recibió esa tarde. 

Cuando entraron a la casa, los esperaba una mujer.

Se levantó del sillón y les extendió un brazo corto con la mano rolliza para saludarlos. Al Mono y a Fabián les daba por debajo de los hombros y ella tenía que levantar la cabeza para mirarlos a los ojos. Les sonrío desde su cara redonda, decorada con el pelo corto y anaranjado. Llevaba un batón floreado. Trejo la presentó: 

_La doctora Bravo es una destacada colega. Ha sido fiscal y camarista. Tiene una especialización en Derecho Penal. Está más formada que la mayoría de nosotros. 

Los cuatro tomaron asiento. 

_La van a designar en el juzgado de La Banda para atender el caso de La Dársena_ agregó Trejo. El Mono y Fabián se miraron entre ellos. 

_Yo todavía no he dado el visto bueno_ interrumpió la doctora Bravo _Todavía puedo decir que no. 

_Tiene el apoyo de la Gobernadora_ remarcó Trejo _Que es lo más importante. 

La mujer tomó las riendas de la conversación: 

_Quiero que me cuenten lo que ustedes saben_ les dijo al Mono y a Fabián. 

Pero ella ya estaba enterada de todo. 

Trejo era juez de segunda nominación en Capital, y su despacho estaba muy cerca del despacho del juez Ibáñez, donde el Mono y Fabián habían fracasado en su intento de indagar en el vínculo de los policías de Musa con las muertes de Leyla y Patricia. Le contaron igual, con lujo de detalles, lo que sabían y lo que habían visto. 

_Ahora quiero saber si se animan a trabajar conmigo_ les insistió la abogada _Y en ese caso, si están conscientes de lo que vamos a tener que enfrentar. 

_Nosotros estábamos bien encaminados_ le contestó el Mono _Estábamos convencidos de la pista que teníamos. Y sabemos lo que significa meternos ahí. 

Fabián asintió. 

_Si ustedes se comprometen vamos a trabajar codo a codo_ insistió la mujer _Sin horario. Sin nada. Vamos a vivir para esto hasta que se termine la causa. Y vamos a ir a fondo. 

El Mono y Fabián se irguieron en sus asientos. Respiraron hondo. Aceptaron. La doctora Bravo sonrió: 

_Entonces preparensé que empezamos mañana. 

***

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