Musa: el nombre del miedo

Musa: el nombre del miedo. Capítulo 2: Aprender a cazar

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Crónica: Ernesto Picco.
Audiovisual: Marcelo Argañaraz.
Ilustración: Antonio Castiñeira.

En blanco y negro

En medio de una multitud, Musa Azar reconoció, en pleno centro porteño, el rostro del santiagueño más buscado. Era una mañana de primavera de 1973 en la esquina de Corrientes y Maipú, en la vereda del imponente edificio vidriado de Entel. En la planta baja, sobre la cual se erguían veinte pisos anchos que alcanzaban los 85 metros de altura, viboreaban largas filas de gente esperando para usar las cabinas telefónicas de la compañía estatal de telecomunicaciones. Musa detuvo su caminata cuando identificó al santiagueño, que esperaba para hacer un llamado. Intentó semblantear al segundo hombre. En ese momento no supo quién era el sujeto que acompañaba a su presa. Lo que sí supo fue que estaba ante la oportunidad de actuar. 

Musa pensó que por fin podía entrar en acción, después de tantas horas en las aulas y los agotadores ejercicios de la Escuela de Guerra. Miró a la calle y vio un patrullero estacionado. Sin perder de vista al hombre que había marcado, y disimulando el apuro, se acercó al coche: 

_Soy el oficial inspector Musa Azar_ le dijo al policía que estaba dentro del auto _Ahí en la vereda de Entel está un tipo que ayer le han secuestrado 300 kilos de dinamita de la casa. 

_¿Es de la fuerza de seguridad? _ le respondió el policía, desconfiado _ ¿De dónde es usted? 

Antes de contestar, Musa echó una mirada de reojo y advirtió que aparte del que iba al volante, había dos policías más adentro del auto.

_Soy oficial inspector de la Policía de Santiago del Estero_ le dijo mientras le mostraba su identificación _Estoy en Buenos Aires en la Escuela de Guerra. Vengo becado por el Gobierno. Ese tipo que está ahí tiene pedido de captura en mi provincia. No lo podemos dejar escapar.  

Calle Maipú desde esquina Corrientes. Un hervidero de tránsito y gente en ciudad de Buenos a principios de los 70. [Foto: Luis Fiore]

El oficial se tomó un instante para pensar, y al final le preguntó: 

_¿Sabe hacer el procedimiento para la detención? 

_Sí señor. 

_Hágalo usted al procedimiento, entonces. Nosotros lo respaldamos.

Musa tomó aire y se sintió importante. Los tres policías bajaron del auto, y juntos se abrieron paso entre los demás vehículos y los transeúntes. Musa encabezó la marcha. Se acercaron al hombre señalado y le pidieron el documento de identidad. El santiagueño entregó la identificación, disimulando los nervios. Musa sonrió al ver que en la foto estaba el mismo sujeto que tenía enfrente, pero con un nombre falso:

_Usted no es esta persona que dice aquí_ le dijo a su presa _Usted es José María Cantos ¿Sabe que es un delito falsificar el documento? 

José María Cantos era entonces uno de los empresarios más ricos de Santiago. No tenía aún cincuenta años y ya había amasado una fortuna invirtiendo en al menos una decena de rubros que incluían la construcción, la venta de autos, la minería y los medios de comunicación. Y era, en noviembre del 73, un fugitivo que llevaba meses intentando esconderse del gobierno de la provincia. 

El hombre que acompañaba a Cantos se interpuso entre el empresario y los policías. Era el diputado nacional Julio Salvatierra. Peronista y dirigente sindical santiagueño que acababa de ser electo en octubre. Amigo de Cantos y de un grupo minúsculo de políticos que lo protegía. Invocó su investidura para intentar impedir la detención, pero fue en vano. Cantos y Musa Azar se subieron al patrullero junto a los tres policías. Salvatierra se quedó en la vereda. Sin saber qué hacer, vio perderse el coche por la avenida Corrientes. 

*

Aquella primavera de 1973 Musa Azar tenía 37 años y llevaba menos de doce meses viviendo en Buenos Aires. Ya no era el policía flaco y espigado que cuidaba borrachos y levantaba los muertos de la ruta en Árraga. Había subido un poco de peso, se le habían hinchado las mejillas y llevaba el bigote más tupido. La mirada filosa era la misma. En Buenos Aires había vivido, quizás, los meses más intensos de su vida. 

Hacía un año que el Comisario Montenegro lo había trasladado a la capital santiagueña para sumarse a la DIP. Duró poco ahí, porque el gobernador Jensen le había anunciado que lo enviaría a formarse en la Escuela de Guerra. Allí, con un grupo de treinta compañeros de distintas provincias llevaba una estricta rutina: el día empezaba a las seis de la mañana con el desayuno, la formación, el izamiento de la bandera. Y luego a las aulas. Los hombres del Ejército instruían allí a policías y militares en la doctrina francesa y las enseñanzas de espionaje, caza y tortura de López Aufranc. Y por la tarde, la rutina era de ejercicios físicos y estratégicos. 

Musa ya había tenido experiencia con los militares antes. Entre 1956 y 1957 había recibido un duro entrenamiento durante la colimba. Había participado de ejercicios de combate internado durante dos meses en Pampa de Olaen, en la planicie cordobesa. Allí había sido entrenado en el uso de distintos tipos de armas de guerra. También había empezado a conocer el temperamento de los militares. 

«El milico te consideraba menos que ellos –nos dirá Musa muchos años después, en el living de su casa – el trato era inhumano. Estábamos comiendo y nos mandaban al barro y de vuelta a terminar de comer. Nos hacían sentir enemigos. No que éramos compañeros que nos estábamos preparando para reemplazarlos. Y eso te hacía resentir». 

Pero a principios de los setenta, cuando Musa volvió a vérselas con los militares ya no era un conscripto. Ya no era un changuito en medio del montón. Ahora se sentía un elegido. Y no se le había ido del todo aquel viejo resentimiento juvenil por el maltrato de los superiores. Pero ahora llegaba a las entrañas del poder castrense más aplomado y con otras armas. El gobierno lo había ungido como uno de los dos santiagueños que irían a formarse entre la élite de las fuerzas de seguridad. 

Su compañero de viaje era Eduardo “Poroto” Baudano, un policía alto y flaco, cuatro años mayor que él, que quedaría segundo en la consideración de los militares cuando eligieran a Musa como contacto y hombre de confianza en Santiago. 

Musa sería la cabeza y Baudano integraría su temible fuerza de choque en la DIP. Pero todavía faltaba para eso. Sería el resultado de los meses de preparación en Buenos Aires, donde además de rozarse con la cúpula militar y de conocer los oropeles y las luces de la gran ciudad, Musa y Baudano serían formados ideológicamente para encabezar la represión. Para sentirla. 

No serían meros brazos ejecutores de la persecución y la tortura. Iban a obrar convencidos. Aquel era un viaje de iniciación. De ingreso a un núcleo de selectos hombres que tenían acceso a secretos y recovecos del poder que pocos podían ver. 

En las aulas de la Escuela de Guerra se estudiaba con el Reglamento de Operaciones Sicológicas y el Manual de Operaciones Urbanas contra la Subversión que había escrito López Aufranc tras regresar de Francia. Ahora los profesores instruían a policías y militares dándoles un panorama del contexto político nacional e internacional, y los preparaban para que cada uno pudiera enfrentar en sus provincias lo que ellos llamaban la guerra contra el enemigo interno. 

El Manual era un «reglamento reservado permanente». Es decir, no era público ni se admitía entonces su existencia. Pero era una de las principales herramientas de formación de las fuerzas de seguridad.

Fragmento de uno de los manuales reservados con los que estudió Musa Azar.

En el primer párrafo explicaba que su objetivo era «proporcionar las bases doctrinarias que regulen las operaciones de fuerzas terrestres contra la subversión urbana». Definía como «enemigo» al «subversivo interno cualquiera sea su nacionalidad». 

Escrito a máquina y mimeografiado, el documento describía detalladamente la formación ideológica y los modos de organización del «enemigo», para luego especificar las distintas formas de perseguirlo, reprimirlo y eliminarlo. Explicaba, además, los modos de articulación entre las fuerzas de seguridad municipales, provinciales y federales.  

Siguiendo el contenido del Manual, los estudiantes que hacían el curso de la Escuela de Guerra aprendían como llevar a cabo operaciones de vigilancia, seguridad y represión. Y eran adiestrados puntillosamente en cómo ejercer las tareas de inteligencia, las operaciones psicológicas y el control de la población. 

Las tareas de inteligencia fueron, justamente, las que Musa desarrolló como experticia. Y al regresar a Santiago inauguraría en la Escuela de Policía una materia dedicada al tema. 

En su página 76 – justo el mismo número del año maldito – el Manual establece que los requerimientos de la inteligencia eran: «a) Conocimiento profundo de la zona urbana de interés, de la población y de su capacidad de resistencia, b) Determinación de las tendencias políticas existentes, c) Determinación de existencia y magnitud del enemigo; d) Determinación de las actividades y capacidades enemigas, e) Determinación de las vulnerabilidades del enemigo, f) Determinación de las posibilidades de expansión de la subversión urbana». Tres párrafos más adelante, el texto orientativo señala que «el enemigo, normalmente, fluctuará de manera continua, estará compartimentado y será difícil de identificar. Su organización durante la subversión será más difusa, no será homogénea; ello obligará al empleo de un mayor número de medios de inteligencia, a la alteración frecuente de los procedimientos normales de reunión y a la adopción de técnicas especiales». 

Musa, Baudano y sus compañeros de la Escuela eran entrenados así para enfrentar a un enemigo fantasmagórico. Sin rostro. Dispuesto a toda clase de fechorías a costa de subvertir el orden y hacer la revolución, inspirada en rusos, chinos y cubanos. 

Eso era lo que aprendían. 

A Musa, Baudano y sus compañeros los convencían de que ellos debían convertirse en los paladines del orden legalista. Que eran la ley. Y que en nombre de la ley, podían hacer casi cualquier cosa para derrotar al enemigo invisible. 

Musa Azar, en su casa de avenida Moreno en septiembre de 2018, donde cumplía la prisión domiciliaria. Seguía convencido de la razón de sus actos. [Marcelo Argañaraz]

En el apartado de «Control de la población», el Manual dice en la página 97: «Las fuerzas legales procurarán aislar a la población del enemigo, con la finalidad de protegerla y negarle a éste su masa de maniobra. Esta será una acción difícil, por cuanto el enemigo tratará de confundirse con la población a fin de evitar su identificación. A raíz de ello, surgirán las medidas de control de la población, las que será necesario graduar en su amplitud, intensidad y rigidez». 

Y más. El Manual anticipaba las dificultades para dar con el «enemigo». En su página 105 advierte que «probablemente será muy difícil hacer una diferenciación entre los elementos subversivos y la población general. En este caso, se deberá realizar una rigurosa investigación, con el fin de libertar a los ciudadanos inocentes, lo más rápidamente posible». 

El texto establece en la misma página una categoría intermedia: «Algunos elementos subversivos que no sean integrantes de la organización político-administrativa (tontos útiles, simpatizantes, compañeros de ruta, etc), deberán ser reeducados y reorientados durante su detención, a fin de poderlos reintegrar a la causa legalista». 

Aunque en ningún lugar del Manual se habla de tortura, en la misma página se ahonda en la caracterización del «enemigo» con un resguardo que las fuerzas de seguridad le daban a los perseguidores y torturadores: «El activista, el perturbador de orden, etc. no será considerado prisionero de guerra y, por tal motivo, no tendrá derecho al tratamiento estipulado en las convenciones internacionales». 

El Manual se usaba desde 1969 y seguía usándose en 1973, cuando Musa y Baudano estaban en la Escuela de Guerra. 

Seguía usándose a pesar de que ese año regresaba la democracia a la Argentina. Y siguió usándose hasta el golpe del 76 y después. Los torturadores y genocidas que obraron al amparo de la ley desde entonces, habían sido formados siguiendo la doctrina y las recetas de aquel Manual y sus predicadores. 

El retiro de los militares del gobierno y las expectativas que despertaba el retorno a la democracia no pudieron frenar la escalada violenta de 1973. 

El año había empezado con cierta tranquilidad en Buenos Aires. Levantada la proscripción del peronismo, en las elecciones presidenciales del 11 de marzo, Héctor Cámpora rozó el 50% de los votos. Así le ganó ampliamente al candidato radical, Ricardo Balbín, que apenas superó el 21%. En las provincias se eligió gobernador, y Santiago dio la nota. Allí el radicalismo quedó tercero porque dos facciones del peronismo se enfrentaban entre sí. Carlos Juárez, que había sido gobernador entre 1948 y 1952, obtuvo el 28%. Segundo, con el 24%, quedó Francisco López Bustos, también peronista, que contaba con el aval oficial, mientras Juárez estaba resentido con Perón por una vieja interna, desde hacía décadas. 

Algunos días antes de las elecciones, la visita de Cámpora a Santiago para apoyar la candidatura de López Bustos había terminado en un enfrentamiento callejero entre militantes camporistas y juaristas en pleno centro santiagueño. 

La ajustada diferencia en los votos obligaba a una segunda vuelta, que estaba planificada para el 15 de abril. Pero el gobernador de facto, Carlos Jensen, las suspendió hasta nuevo aviso por lo que entonces se anunció como dificultades logísticas. 

Avisos publicitarios en diario a página completa el día previo a la segunda vuelta de las elecciones a gobernador
[El Liberal 22/9/1973]

El 20 de junio, con el país nuevamente bajo control del gobierno elegido por el voto popular, Perón regresó a la Argentina tras su exilio de 18 años en Madrid. Tuvo que desviar el vuelo hacia el aeropuerto de Morón por el brutal enfrentamiento entre dirigentes sindicales y los jóvenes de las distintas tendencias de la izquierda peronista en el acto de bienvenida. 

La llamada Masacre de Ezeiza terminó con 13 muertos y 365 heridos. Era la antesala de la sangre que correría en los años siguientes. 

El 13 de julio Cámpora anunció su renuncia a la presidencia y la convocatoria a elecciones para el 23 de septiembre, en la que el propio Perón se disponía a ganar. Para ese mismo día se programó la segunda vuelta de las elecciones a gobernador en Santiago. 

El 23 de septiembre Perón llegó a su tercera presidencia con el 61% de los votos. En Santiago, Juárez sacó el 70% y dejó muy atrás a López Bustos. Aunque en aquella segunda vuelta participó apenas el 37% de los ciudadanos habilitados para votar. Menos de la mitad de los que lo habían hecho en marzo. 

Votan en la segunda vuelta Carlos Juárez (Izq.) candidato del Frejuli y Francisco López Bustos (Der.) candidato del MID, que dividieron las fuerzas del peronismo en Santiago. [El Liberal 24/9/1973]

Dos días después de las elecciones, el mediodía del 25 de septiembre, el sindicalista metalúrgico José Ignacio Rucci, recibió veintitres balazos cuando salía de su casa del barrio porteño de Flores. Rucci era uno de los principales referentes de la derecha peronista. La agrupación Montoneros se adjudicó públicamente su asesinato recién en 1975, pero en el ala sindical ya le atribuían el crimen a la militancia de izquierda. Una semana después, el Partido Justicialista reaccionó, se abroqueló, y cobró la forma definitiva con la que operaría a partir de allí. 

El Congreso Nacional del PJ reunió al presidente y sus ministros junto con los gobernadores y vicegobernadores peronistas. Carlos Juárez viajó a Buenos Aires en condición de gobernador electo – recién asumiría una semana después – y de ese encuentro surgió la Orden Reservada del 1 de octubre de 1973. 

El documento, firmado por el propio Perón, decía en su primer párrafo: «El asesinato de nuestro compañero José Ignacio Rucci y la forma alevosa de su realización marca el punto más alto de una escalada de agresiones al Movimiento Nacional Peronista, que han venido cumpliendo los grupos marxistas terroristas y subversivos en forma sistemática y que importa una verdadera guerra desencadenada contra nuestra organización y contra nuestros dirigentes». 

Con una serie de directivas para la militancia, la Órden Reservada institucionalizó su enfrentamiento con «los infiltrados marxistas» y preparó el terreno para la creación de la Alianza Anticomunista Argentina. A la cabeza estaba José López Rega, ex policía federal que había sido custodio de Perón, secretario privado durante su exilio en España y ahora ministro de Bienestar Social. 

Dos semanas después, el 15 de octubre, La Triple A se adjudicó públicamente su primer operativo. 

Esa mañana, el senador radical Hipólito Solari Yrigoyen salió de su casa y se subió a su Renault 6 para ir a una entrevista en televisión. Cuando puso la llave y encendió el motor, activó una bomba que hizo volar su coche por los aires y dejó al senador gravemente herido. Pero no lo mató. Cuatro días antes, Solari Yrigoyen había dado un largo discurso en el Senado oponiéndose a una Ley de Asociaciones Profesionales que, según dijo, era una amenaza porque consolidaría «la oligarquía sindical». Después de eso, el dirigente peronista Lorenzo Miguel lo calificó como «enemigo público número uno» y otros hombres de la derecha sindical lo habían caratulado de zurdo y comunista. 

El día anterior a la explosión de la bomba, Solari Yrigoyen había recibido en su despacho un sobre que solo decía «AAA», y que en ese momento no había podido comprender. 

Parte de la Triple A tenía su base en el edificio de Bienestar Social, donde López Rega era amo y señor. Allí se guardaba un arsenal con el que policías que habían sido exonerados por delitos criminales, junto a patotas sindicalistas y ex presidiarios, se organizaban en células para llevar adelante los atentados que dictaba el hombre de confianza de Perón. 

Aunque el fracasado intento de asesinato de Solari Yrigoyen fue la primera operación públicamente reconocida, la Triple A había perpetrado atentados y asesinatos desde junio en Buenos Aires, Córdoba, Rosario y Chaco. Las víctimas eran estudiantes, abogados de izquierda, militantes del ERP o la Juventud Peronista. Todo lo que oliera a marxismo entraba en el blanco de la organización parapolicial que comandaba López Rega desde su torre.  

Al mismo tiempo, lejos de Buenos Aires y del ruido de las ciudades, otras piezas se movían por su cuenta. Entre agosto y octubre, Luciano Benjamín Menéndez organizaba los primeros ejercicios de guerra antisubversiva en Tafí del Valle. Muy cerca de allí, escondido en la yunga tucumana, Mario Roberto Santucho había fundado la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez e imaginaba su revolución argentina.   

Mientras todo esto ocurría, Musa Azar y Poroto Baudano seguían su estricta rutina en la Escuela de Guerra. Aprendían a identificar, perseguir y eliminar al enemigo marxista, con ese enredado telón de fondo, en el que militares, parapoliciales, y guerrilleros se preparaban para matarse en las calles o en el monte. Faltaba poco para que los dos policías santiagueños entraran a escena. 

*

El 11 de noviembre de 1973 una orden de la justicia santiagueña dispuso el allanamiento de la casa de José María Cantos. Según consta en el archivo procesal, la medida era para «incautarse de elementos explosivos, literatura subversiva y cualquier otro elemento que se encuentre vinculado a la causa». Para ese momento Cantos ya estaba fugado en Buenos Aires. 

El gobierno santiagueño- primero Jensen, después Juárez – llevaba dos años persiguiendo al empresario a través de jueces títeres: lo habían acusado de estafas, defraudación al erario público, y falsificación de cheques. Habían congelado sus cuentas y rematado sus principales empresas. Ahora lo acusaban de tener una sospechosa carga de dinamita en su poder. 

Después de encontrar a Cantos en el centro porteño y entregarlo a la Policía Federal, Musa llamó por teléfono a Santiago para avisar que lo había detenido. Habló con el jefe de policía, Ramón del Valle García: 

_Lo felicito_ le dijo García del otro lado de la línea_ Se va a poner muy contento el gobernador. Mañana a primera hora sale un avión a buscarlo al detenido. 

Musa Azar (segundo desde la izquierda, con anteojos) en un acto de gala de la policía a mediados de los 70. [Gentileza IEM]

Carlos Juárez había asumido hacía poco más de un mes y todavía no se conocían con Musa Azar. Aquella detención le sumaría puntos con el nuevo mandamás de la provincia. 

Sin embargo, es difícil saber si aquel encuentro en la vereda de Entel había sido casual. ¿Era posible que Musa se encontrara de manera fortuita, en medio de la enormidad de Buenos Aires, con el hombre más buscado de Santiago? ¿O habría estado siguiendo a Cantos por orden de sus jefes santiagueños en sus recreos de la Escuela de Guerra? Cuando nos cuente aquel episodio, Musa nos dirá que sólo iba de paso, y también que a Cantos lo acompañaba un dirigente termeño de apellido Loto, que tenía hijos que eran montoneros. Pero el dato es falso. El acompañante era el diputado Salvatierra. Luis Salim, que era compañero de banca en el Congreso en aquel momento, dio detalles de la detención cuando le tocó declarar en la causa judicial que Cantos le abrió al Estado por privación ilegítima de la libertad, torturas, violación de domicilio y extorsión. 

«Me consta – dijo Salim en su declaración judicial – que obedeció a un plan perfectamente trazado de un grupo de nefastos personajes que con voracidad y ansia de poder económico procedieron a incautar, valiéndose de los poderes del estado para apoderarse de los bienes de este hombre». 

El abogado de Cantos, Karim Nassif Neme, diría en la misma línea: «No había ningún interés político, eran intereses puramente económicos que estaban en juego. En ese contexto, sufrió todo tipo de vejámenes, todo tipo de persecuciones, a punto tal que yo atendí más de treinta causas criminales que terminaron todas con rechazo de la acción». 

En el allanamiento de noviembre del 73 encontraron la dinamita, que Cantos usaba en sus canteras, pero ninguna literatura subversiva. 

Aunque intentaron vincularlo con la subversión para justificar la estrategia persecutoria, al empresario no lo movía ninguna pulsión revolucionaria. Y nada tenía que ver con las organizaciones guerrilleras. Cantos había sido socio de varios empresarios de la Democracia Cristiana con los que luego se había enfrentado, y mantenía una enemistad desde principios de los setenta. Jensen usó todos los recursos del Estado para aplastarlo. Remataron sus empresas y conservaron en su poder la radio LV11, que era la única que transmitía por esos años en la provincia. 

En el 73, Jensen y la radio habían apoyado a Juárez en su campaña política y el flamante gobernador continuó con la persecución que habían empezado los democristianos. 

Al día siguiente de la detención, Musa fue a la central de la Policía Federal. Quería estar allí para congraciarse cuando llegaran los efectivos de la policía santiagueña a llevarse al hombre que tanto tiempo habían intentado detener. Pero en lugar de un procedimiento estelar, encontró todo muy tranquilo. Cuando se identificó en la recepción lo mandaron directamente al despacho del mismísimo jefe de la Federal. 

El general Miguel Ángel Iñiguez era un militar leal a Perón, peinado a la gomina y con un prolijo bigote triangular sobre la boca fina, que se abría desmesuradamente lejos de la nariz. Había sido uno de los organizadores del levantamiento que lideraron los generales Valle y Tanco contra Aramburu en el 56. Había ido preso por eso. Con el regreso de Perón volvió al círculo chico del poder. En junio del 73 Iñiguez había estado en el palco principal, junto a los líderes sindicales durante la Masacre de Ezeiza. Por su lealtad se había ganado el nombramiento como jefe de la Policía Federal. Cuando Musa entró al despacho, Iñiguez fue al grano: 

_ ¿Por qué hizo eso, Musa? ¿Por qué lo detuvo a Cantos? 

Musa dudó. Notó que algo andaba mal.

_Usted es un alumno de la Escuela de Guerra_ continuó Iñíguez _No debería haberse identificado como oficial. Ni mucho menos actuar en esas circunstancias.

_Ha salido en el diario, general_ le contestó Musa, conteniendo su ímpetu _La búsqueda de Cantos, el hallazgo de los explosivos. Era un caso de acción pública ¿Cómo quedaba yo si lo veía y lo dejaba escapar?

_Yo lo he dejado ir anoche_ le dijo Iñiguez.

Musa se confundió ante la noticia.

_No entiendo, General. Venía gente de Santiago a llevarlo.

_Vinieron. Yo los he visto esta mañana No había orden judicial. No había nada. Les dije que se volvieran a Santiago y que le digan al gobernador Juárez que en Capital Federal mando yo. 

El general Miguel Ángel Iñiguez, que ayudó a escapar a José María Cantos. Se plantó contra Juárez en Santiago y contra López Rega en Buenos Aires.

Musa no discutió más. Sabía cuándo callarse. Dejó la sede de la Policía Federal pensando que acababa de ganarse un enemigo en lo alto de la cúpula policial y militar. 

Supo después que Iñiguez era un viejo amigo de Cantos. De los tantos que se había hecho en Buenos Aires entre negocios y vínculos con militares, empresarios y políticos. Para Musa, un cruce de este tipo podía poner en peligro los privilegios que había ganado como becario en la Escuela de Guerra. ¿Era el fin de su prometedor futuro en las fuerzas de seguridad? Podría haberlo sido, pero cambió la suerte. 

Cantos permaneció prófugo y muchos años después, con el regreso a la democracia, iniciará un multimillonario juicio al Estado, recuperará parte de sus empresas y llegará con su caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que terminará fallando a favor del empresario santiagueño. 

Su amigo, el General Iñiguez, tendrá un destino menos afortunado. Cinco meses después de su encuentro con Musa, en abril del 74, el jefe de la Federal reunciará súbitamente a su cargo, sin dar muchas explicaciones. Se sabrá después que el avance de López Rega lo había puesto contra las cuerdas. 

Recién en 1986, durante una entrevista periodística, Iñiguez dirá sobre el ministro de Bienestar Social: «Él afirmaba que había llegado la hora de secuestrar y matar a los adversarios. Y también que había que aniquilar a sus familias». Iñiguez dirá en la entrevista que no aceptaba los manejos de la Triple A, que él no se manejaba así. Que quiso enfrentar a López Rega y lo obligaron a abandonar la Fuerza. 

En lugar de Iñiguez fue designado entonces el Comisario Alberto Villar, un recio policía dispuesto a matar sin miramientos, que vociferaba públicamente su odio a Montoneros, y había liderado las investigaciones por el secuestro de Aramburu y el asesinato de Oberdan Sallustro. 

Iñiguez se retiró a la vida privada, y terminó allí mismo su carrera militar y política. En esos meses, Musa terminaba el curso en la Escuela de Guerra y volvía a Santiago. La carambola de la interna policial le permitiría regresar sin enemigos en la Capital Federal, y con la confianza intacta de los militares y el gobierno nacional. 

*

_Me han llamado de la Escuela de Guerra para felicitarme por el hombre que se ha destacado. Se ve que ha tenido buen ojo Jensen en elegirlo. Quería conocerlo porque a través suyo he recibido una felicitación, y es un orgullo para mí como gobernador que desde las altas esferas me feliciten por el desempeño de nuestros hombres en Buenos Aires. 

Carlos Juárez se deshacía en elogios. A mediados de 1974, cuando recibió por primera vez a Musa Azar en su despacho, le endulzó el oído. Tenía voz de locutor, y la usaba con una dicción y una oratoria impecables. 

Juárez estaba en su plenitud política. A sus 54 años gozaba de máxima lucidez y un estado físico envidiable para su edad. Sin ser alto, se veía fuerte. La mirada seria, un porte casi atlético y la mandíbula huesuda le daban aires de autoridad natural. Llevaba el pelo y el bigote renegridos, y se cuidaba mucho. A la noche cenaba un pedacito de queso, una feta de jamón crudo, y unas aceitunas. Tomaba agua. Nunca alcohol. 

Carlos Juárez junto a su gabinete en 1973, a inicios de su segunda gobernación [Archivo El Liberal]

De nuevo en el poder después de veinte años, y sentado a sus anchas en Casa de Gobierno después de haberle ganado la segunda vuelta de las elecciones al candidato de Perón, Juárez había intentado reconciliarse en el congreso justicialista de octubre del 73. Había arrimado posiciones un poco, pero terminó de acercarse al poder central recién tras la muerte del General, en julio del 74. Allí consolidó su vínculo con Isabel, López Rega y se acomodó con fuerza en la derecha peronista. 

Uno de los gestos de buena voluntad había sido facilitar todas las condiciones para que la empresa Demaco ganara la licitación de la construcción del Barrio Satélite, en un predio de 69 hectáreas a la salida de la ciudad por la ruta 64. Demaco era propiedad de Franco Macri, amigo muy cercano de López Rega. La obra empezaría en septiembre de ese año y al proyecto Satélite le pondrían, tras su inauguración en 1977, barrio Autonomía. 

Musa había vuelto a Santiago a principios de 1974 y se había reintegrado a la DIP. Todavía era un hombre de tercera o cuarta línea dentro de la Policía. Juárez demoró en convocarlo, porque habían sido tiempos difíciles en la provincia. 

En febrero, nueve días seguidos de lluvia habían provocado una descomunal inundación en todo el territorio. Las primeras 24 horas llovieron 200 milímetros: la mitad de lo que, en promedio histórico, llueve durante todo un año en Santiago. Habían desbordado los ríos Dulce y Salado, y hubo casi cien mil evacuados. Los daños materiales fueron enromes. La mitad de las líneas telefónicas de la provincia quedaron inutilizadas, barrios enteros con las casas destruidas. Y se arruinó casi completamente la producción agrícola. 

Las inundaciones del verano de 1974 destruyeron varias ciudades y partes del interior provincial, y condicionaron la vida en la provincia durante aquel gobierno de Carlos Juárez [Archivo El Liberal febrero 1974]

Juárez recibió la llamada de la Escuela de Guerra en medio de aquella catástrofe, cuando ya estaban terminando las tareas de salvataje y avanzaba la titánica tarea de reconstrucción. ¿Pero lo habían llamado realmente para felicitarlo por aquel hombre que se había destacado en Buenos Aires? ¿O lo habían llamado para algo más? 

Es muy posible que Musa no estuviera entonces en los planes de Juárez. Si el policía de Árraga se había ido de Santiago como un elegido, había regresado como un hombre de cuidado: sería los ojos y los oídos de los militares dentro de la estructura del gobierno de la provincia. Y si bien nunca reveló los nombres de los mandos a quienes se reportaba en Buenos Aires, en Santiago sabían que los capitostes de la Escuela de Guerra lo cuidarían porque era su informante. 

Y entonces Juárez lo convocó, después de aquel llamado del que nunca podremos tener certezas:  

_ ¿Usted está de acuerdo con la forma en que trabaja el Departamento de Inteligencia?_ le preguntó Juárez a Musa en su despacho.

_ No, gobernador_ le contestó el policía, que esperaba alguna pregunta al respecto.

_ ¿Por qué?

_Porque estamos atados de manos_ le explicó el policía al gobernador _Se trabaja en la información solamente. Y mal. Y después se la entrega sin poder actuar. Hay que organizar mejor la inteligencia. Y se debería poder hacer procedimientos. Que usted sabe que no podemos, y eso limita mucho. Deberíamos poder hacer las detenciones directamente nosotros. 

_ ¿Usted cree que puede transformar ese departamento?

_Si tengo el respaldo suyo, lo puedo hacer.

Después de esa conversación, Juárez le dio vía libre a Musa para reorganizar la Dirección de Inteligencia Policial y su accionar, siguiendo los lineamientos que había traído de la Escuela de Guerra. Pero aquella habilitación vino con un pedido: 

_Hay dos hombres que son parte de mi custodia personal_ le dijo ahora el gobernador al policía _José Marino y Oscar Nis. Ellos no son de Santiago. Han llegado en febrero de Rosario y están viviendo en una pensión muy fea ahí frente a Tribunales. Ustedes ahí en la DIP tienen lugar. Pónganles en condiciones una habitación y que se vayan a vivir ahí un tiempo, hasta que les podamos conseguir algo mejor. Y particípenlos de las operaciones. Quiero que estén al tanto de todo. Porque son de mi mayor confianza. Y a ustedes les va a venir bien, porque estos dos tipos son hombres muy preparados para la acción.

Marino y Nis eran dos parapoliciales de pasado borrascoso. Ex federales, formados en el ala dura del sindicato ferroviario de La Fraternidad, en Rosario. Hombres de la Triple A, que el propio López Rega había recomendado para cuidarle las espaldas al gobernador. 

Marino era el más peligroso. Un tipo del que se decía de todo: que sabía judo, que era experto en explosivos, que manejaba cualquier tipo de arma blanca o de fuego, que tenía un carácter capaz de doblegar al más recio de los adversarios. De semblante contradictorio y perturbador: medio pálido, con una incipiente papada que le abombaba la cara y la cabellera despoblándose en la coronilla, tenía más pinta de empleado bancario que de matón. Pero todas las habilidades que le endilgaban las tenía. 

A Nis le decían «el boxeador». Nadie sabía muy bien si por su aspecto – grandote, con la cara cuadrada y la nariz ladeada – porque efectivamente se había dedicado al deporte. De una forma u otra, lo que era cierto es que sabía pegar. Era callado y seguía ciegamente a Marino. Ambos serían la sombra de Musa Azar en aquel tiempo que comenzaba.

*

La Universidad Nacional de Santiago del Estero se había inaugurado en 1973. Carlos López estudiaba ahí la carrera de ingeniería forestal. Había venido de Sumamao, una localidad rural 55 kilómetros al sur de la capital santiagueña, que en la década del setenta no llegaba a los cien habitantes. 

Carlos, o El Tigre, como le decían sus compañeros, era un flaco de rasgos felinos. El pelo negro, largo, le tapaba el cuello de camisa y usaba patillas. Había dejado la casa paterna y vivía entonces con sus abuelos en la calle 12 de Octubre, a quince cuadras del centro de la ciudad. Desde sus comienzos como estudiante participaba en una agrupación que se llamaba LAR: Línea de Acción Revolucionaria. Junto a un grupo pequeño se organizaron adoptando la sigla y los principios de la organización, que se había formado a finales de los sesenta en los colegios secundarios de Córdoba y tenían como principal actividad el estudio grupal de las obras clásicas y contemporáneas del marxismo: desde el Manifiesto Comunista, pasando por los escritos chinos de Mao, hasta las interpretaciones en clave latinoamericanistas de la chilena Marta Harnecker. 

Carlos “El Tigre” López, estudiaba en la Unse y era integrante de la agrupación LAR. Fue uno de los primeros jóvenes que persiguió el grupo comandado por Musa Azar. [Foto gentileza familia de Carlos López].

En esos años el Tigre y sus compañeros empezaron también a militar por la creación de un comedor universitario y por la garantía del ingreso irrestricto a la Unse. Al poco tiempo fueron contactados por algunos hombres del ERP que llegaban desde Tucumán buscando organizar las primeras células en Santiago. 

El 13 de agosto de 1974 a las dos de la mañana llamaron a la puerta de la casa de los abuelos del Tigre. Él salió a atender y se encontró con la calle inusualmente iluminada por una fila de autos y varias siluetas a contraluz que no pudo contar ni reconocer. 

Unos hombres lo esposaron y otros entraron a la casa. Lo subieron a uno de los coches que estaba encendido y se lo llevaron a la alcaidía de Tribunales. Le dijeron que lo habían detenido por asociación ilícita y tenencia de armas de guerra. No importó lo que les contestó el Tigre intentando defenderse. Más tarde, después de ponerle una venda en los ojos, lo sacaron de la alcaidía y lo volvieron a subir al auto. Y ya no supo más a dónde estaba. 

Esposado y de nuevo en el coche, habrá sentido el ronroneo del motor mientras atravesaban rápidamente las calles del centro en la madrugada. Se detuvieron a los diez minutos y lo bajaron a los tumbos. Lo hicieron subir a la vereda y atravesar el umbral de una casa. Quedaron atrás el aire espeso y los ruidos lejanos de la calle. 

El Tigre habrá ido ya con la boca seca, intentando identificar los sonidos: el portazo del auto, quizás la voz del que sería el chofer que le diría algo a los dos que lo arrastraban. Un tintineo de llaves. Un vamos, vamos. Los sonidos se habrán vuelto más graves al atravesar un pasillo de paredes estrechas. Habrá oído alguna otra puerta, o un mueble al correrse. 

Lo sentaron en una silla fría y quedó ahí un tiempo que no pudo calcular. Escuchó murmullos al fondo y luego silencio. Al rato, pasos. Vinieron hacia él y uno de los hombres se le puso detrás y le apretó las esposas, mientras reverberaban otros pasos en la habitación. No pudo ver venir la primera trompada, que lo habrá dejado sin aire. Habrá intentado poner duro el cuerpo para resistir la próxima. La segunda llegó ahí nomás. Y las otras. El Tigre aguantó. No habrá imaginado, en ese momento, lo largo que iba a ser todo. 

Desde la puerta de la habitación, Musa observaba cómo dos de sus hombres empezaban a darle al joven estudiante de la UNSE. Parado en el umbral, el antiguo policía rural de Árraga, el ex alumno de la Escuela de Guerra, sentía que por fin tenía la rienda suelta. 

*

Interludio en colores

_A mí me gustaba el peronismo siempre. Porque veía que la justicia social del peronismo era buena. Yo he vivido épocas malas antes del peronismo. La pobreza, la ignorancia, la esclavitud que había. Nos hacía pensar que eso no puede ser. Porque aunque nos digan represor o lo que quieran ponernos, se vivía de otra manera. El ciudadano no sabía lo que era votar. El patrón le quitaba la libreta e iba y votaba por el que él quería. Entonces el día de la lealtad popular, que es el 17 de octubre, Perón le enseña al país cómo deberían votar. Que no entreguen la libreta a nadie. Que vayan personalmente ellos, que entren al cuarto oscuro y que elijan. Y así se lo va transformando al país. Y por eso la doctrina peronista a mí me gustaba.

En el living de su casa de avenida Moreno, la tarde del 13 de septiembre de 2018 Musa defiende extrañamente la democracia y nos confiesa que es peronista. O que era. Porque habla en pasado. 

_ ¿Por qué dice que le gustaba? ¿Ya no le gusta?

_Porque sí, porque a nosotros los políticos nos han traicionado. ¿Cómo si yo he sido felicitado por todos los gobiernos por mi capacidad y por la forma que he trabajado, después paso a ser un delincuente? La política nos ha fallado. 

_ Pero Juárez a usted lo defendió mucho. 

_Sí, cuando volvemos al gobierno, en el 95. Pero al principio no confiaba mucho tampoco en nuestra capacidad. Por eso nos pone a estos dos tipos encima. A Marino y a Nis. Después sí le demostramos.

*

En sepia

El 6 de julio de 1995 Carlos Juárez asumió su cuarto mandato, después de un año y medio de la Intervención Federal menemista que comandó el cordobés Juan Schiaretti. Juárez habilitó su despacho en un salón del Banco Provincia, porque la Casa de Gobierno continuaba destruida después del estallido del 93. 

Han pasado apenas unos días y ahora Juárez está en una conferencia de prensa. Un periodista le ha cuestionado la designación de Musa Azar como secretario de Informaciones, recordando su pasado como hombre de la represión. 

Carlos Juárez y Musa Azar se reencontraron en 1995 [Foto gentileza Luis Cabello]

Hace pocos días, un grupo de ex presos políticos ha presentado una denuncia en la Cámara de Diputados, con apoyo del bloque radical y el tema llegó a las páginas de El Liberal. Juárez no lo esperaba. A sus 78 años, ya se da el lujo de tener paciencia selectiva. Y ahora, frente a la cámara de Canal 7, decide enojarse y responder:

_Voy a aclarar lo de Azar de una buena vez _ dice apuntando con el dedo tembloroso al papel mientras se acomoda en la silla _Porque lo que yo hago _ dice mientras se golpea el pecho de un manotazo esquelético _lo hago con responsabilidad, con conciencia, con convicción y con entereza para hacer frente a cualquier crítica. 

Un silencio helado inunda la sala del Banco Provincia. Ni murmullos. Juárez hace un silencio teatral. Toma aire y vuelve al tropel: 

_¡Siguen jorobando acá! ¡Repiqueteando como un latiguillo lo de Musa Azar! Musa Azar: vamos a aclarar la cosa. Invito a cualquiera, en cualquier polémica pública, a aclarar. En el año 73 necesitaba un servicio de información _ y golpea la mesa con el puño cerrado _Y lo mandé a Musa Azar a especializarse por muchos meses allá en Buenos Aires, y vino como el mejor profesional de información. 

Carlos Juárez habla seguro y enojado. Pero miente. Porque no era él quien había mandado a Musa a Buenos Aires, sino su antecesor, Carlos Jensen. Pero también solía mentir respecto a otras cosas. Siempre decía, por ejemplo, que él había creado la Universidad Nacional, y tampoco era cierto. También ha reciclado a otros hombres de esa época. Antes de privatizar el Banco Provincia, va a designar como gerente a Abraham Daher, militar loretano que había sido comandante de las fuerzas terrestres durante la guerra de Malvinas. También va a sumar a Antonio D´Amico, hombre clave de la represión que en 1991 se ha retirado del ejército con el grado de Teniente Mayor. 

Ahora, en la conferencia de prensa el apuntado es Musa. Y aunque Juárez lo defiende sin titubear, al ex comisario le había costado volver a ponerse bajo el ala del gobernador. 

Su relación había terminado muy mal en los setenta, y el viejo no quería saber nada con él, menos la esposa del gobernador. Mercedes Marina Aragonés de Juárez, la Nina, odiaba a Musa Azar. Y tenía sus razones. 

El gobernador, por su parte, no había hecho nada para impedir que Musa fuera preso en el 84 cuando empezaron las primeras detenciones por los crímenes cometidos durante la dictadura. Y no lo recibió las veces que el ex policía intentó llegar a él por teléfono o por intermediarios. Pero Musa reptó de a poco nuevamente a sus pies. 

Un antiguo dirigente de la Juventud Peronista que se había vuelto juarista, abogado y dirigente del distrito Capital, quería granjearse algún mérito extra con Juárez y se animó a hacer lo que el viejo no quería, en procura de tener información privilegiada. Casi en secreto, el abogado aceptó los servicios de Musa para que hiciera el trabajo de inteligencia de la campaña del 95. Ya hacía un tiempo que el ex comisario había vuelto a llamar a sus contactos. Pero andaba suelto, como un perro sin amo. El abogado le abrió la puerta y Musa pudo, con sus viejos contactos, ofrecerle una organizada red de espionaje para seguir al interventor federal, Juan Schiaretti, a los dirigentes de la oposición y del propio Partido Justicialista en los lugares más sensibles del interior provincial. El abogado recibía todos los días un sobre tipiado a máquina con la información relevante. 

En la recta final de la campaña, el abogado llevó personalmente a Musa para que se entrevistara con Juárez en la sede del partido en 9 de Julio casi Buenos Aires. Pleno centro de la ciudad: 

_Doctor, aquí está Musa_ le dijo mientras él ex policía esperaba fuera _Nos está dando información. Nos está ayudando. Nos dice con quiénes están trabajando todos. Con quiénes se están moviendo, con quiénes están hablando. Eso no es pecado. Hay que tener la información. Eso nos está ayudando a manejar mejor la campaña. 

_Eh bárbaro…_ resopló Juárez sin disimular su fastidio, pero cediendo al fin _Hacelo pasar. 

Musa entró a la oficina de Juárez un poco escéptico. Hacía diecinueve años que no se veían, y el ahora candidato a gobernador había rechazado sistemáticamente todos sus acercamientos. 

El abogado, que muchos años después, cuando nos cuente su historia nos pedirá mantener reserva de su identidad, le mostró los seguimientos que venía haciendo Musa durante la campaña y el viejo no pudo rechazar su ayuda. Sabía que le iba a traer problemas con la Nina, pero lo dejó quedarse. 

Musa nunca imaginó que, además de eso, lo nombraría en un cargo de tanta exposición como el de secretario de Informaciones. Y menos que lo defendería con la fuerza que ahora lo defiende, en la caldeada conferencia de prensa en el Banco Provincia: 

_Musa Azar me permitió con su información gobernar tomando medidas rigurosas de control_ dice Juárez levantando el dedo índice, señalando a todos lados en el salón. Sigue recordando y justificando el papel de Musa en los setenta, y admite que es el mismo papel que espera que haga ahora _Porque un gobernante necesita tener control y conocimiento para poder manejar y ajustar todos los resortes de la administración. Y Musa Azar me facilitaba todos esos datos. Pero yo, que yo conozca, hasta la fecha, nadie me ha presentado un papel de que Musa Azar haya matado, asesinado o eliminado a alguien.

Carlos Juárez frente a la cámara de Canal 7 en conferencia de prensa, a finales de 1995. [Edición de Marcelo Argañaraz sobre archivo del film “Orestes Di Lullo, apuntes para un retrato”, de Gustavo Caro].

Musa, que a sus 59 años ya se ha caído y levantado varias veces, escucha al gobernador por la televisión desde otro despacho, preparándose para actuar en la etapa que comienza.

Es el invierno de 1995. Ha pasado la dictadura y ha vuelto la democracia en el país. Ha pasado el Santiagueñazo, la Intervención Federal, y ha vuelto la democracia en la provincia. A Musa, las palabras de Juárez lo hacen sentir, quizás, más fuerte que nunca.

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