Musa: el nombre del miedo

Musa: el nombre del miedo. Capítulo 4: Peronistas

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Crónica: Ernesto Picco.
Audiovisual: Marcelo Argañaraz.
Ilustración: Antonio Castiñeira.

En blanco y negro

Musa entra al despacho de Robín Zaiek, en Casa de Gobierno, a la misma hora que en la calle baja el sol y estira las sombras de la tarde del 3 de diciembre de 1975. Cruza la puerta con pasos silenciosos. Y observa frente al escritorio del principal ministro de Carlos Juárez a dos hombres nerviosos. Uno muy callado y tenso. El otro vociferando: 

_Mire doctor, no entiendo de qué se me acusa. Usted sabe bien quién soy yo. ¡Yo soy peronista! No tengo nada que ocultar. Dígame usted por qué han hecho eso en mi casa.  

Zaiek lo escucha en silencio, apoyado en el respaldo de su sillón. Su negro bigote fino, inmóvil. Todo él inexpresivo. Desde el umbral de la puerta, Musa observa. Reconoce a los dos hombres que están con el ministro de Gobierno.

El que pide explicaciones es Emilio Abdala, concejal de Clodomira. Alto,  el pelo negro y brilloso. Las manos enormes con dedos gruesos. Musa ya sabe que es el tercero de siete hermanos de una familia de finqueros que se dedican a producir frutas y alfalfa, que después reparten por distintas provincias en un camión que compraron con mucho esfuerzo. A sus 41 años, Abdala es un tipo de campo que viste pantalones elegantes y camisa. Y es, ante todo, el más carismático de los líderes de la Juventud Peronista santiagueña. 

El otro, el callado, es Luis Alberto Jaime. De ojos saltones y cuerpo cuadrado. Compañero de militancia y dos años menor que el concejal. En Clodomira es el joven dentista del pueblo. Allá, mientras que al carismático Abdala todos lo llaman por su apodo – Chongo, él es el Chongo Abdala – a Jaime le dicen el Doctor Jaime.

El Chongo Abdala acababa de volver de un viaje en camión al Chaco y ha encontrado su casa en Clodomira toda revuelta, después de un operativo policial. Se está hirviendo en bronca. Jaime se ofreció a llevado en su auto hasta la capital santiagueña a buscar las explicaciones que Robin Zaiek no le da. En cambio, el ministro le clava la mirada a Musa, que es el que habla: 

_Abdala, acompáñeme a mi oficina. Ahí vamos a poder conversar bien. 

Y el Chongo comete un error. Al revés de lo que ha hecho siempre, ahora obedece. Está indignado. Eso es, quizás, lo que lo hace moverse con la guardia baja. Quizás piensa que Musa, a quien ya conoce y sabe que maneja la policía, es el que puede explicarle qué ha pasado en su casa. En el umbral de la puerta, silente y con sus mofletes colgando, también está el petiso Tomás Garbi. Salen los cuatro, con el dentista Jaime. Robin Zaiek se queda. No sabemos si tenso o aliviado. O quizás con un oscuro regocijo.  

Afuera ya es de noche. El Chongo Abdala está tan furioso que no sospecha nada. No tiene idea de lo que está pasando. Ignora completamente que está a punto de desaparecer sin dejar rastro. 

*

La mañana del viernes 21 de septiembre de 1973 el intendente Miguel Achem escuchó desde su oficina, en la pequeña municipalidad de Clodomira, los cantos de una multitud que empezaba a reunirse en la vereda. En medio de la gente amontonada se abrió un claro. Alguien puso una mesita de madera y una silla en la intemperie. Y en ella se sentó un hombre de pelo blanco, con saco marrón y boina a cuadros. Otro se abrió paso, cargando con las dos manos una máquina de escribir Olivetti verde, que dejó a los tumbos sobre la mesita. El hombre de boina que estaba sentado puso una hoja y con los dedos índices, como arietes, empezó a dar golpes lentos y secos a las teclas de la máquina en plena calle. Adentro de la municipalidad, el intendente ya había llamado a la policía. 

Chongo Abdala (de saco claro y corbata negra) en la movilización frente a la municipalidad el 21 de septiembre de 1973.
[Foto gentileza Luis Cabello]

Achem era un anciano esquelético de 82 años, más viejo que el pueblo. Había nacido en Tucumán en 1891 y a Clodomira la fundó dos años después José David Herrera, un terrateniente que vivía en aquella planicie fértil a 30 kilómetros de la capital santiagueña, apenas pasando la ciudad de La Banda. Mientras los productores bandeños se dedicaban a abastecer a Santiago, Herrera exportaba alfalfa a España y había ayudado a gestionar la llegada del ferrocarril a la zona. En 1893 bautizó al pueblo, que él mismo estaba creando y donde era el patriarca, con el nombre de Clodomira, que era el nombre de su esposa. Miguel Achem llegó al poco tiempo, siendo niño, a asentarse con su familia que venía desde Tucumán para poner un negocio de ramos generales. El niño Achem creció y vivió una larga vida convertido en próspero comerciante. Ya anciano, con la dictadura de Onganía, lo nombraron intendente de aquel pueblo de 250 hectáreas, con poco más de 4.000 habitantes que se dedicaban al campo y el comercio, y que al poco tiempo se convertiría en un hervidero. 

En 1973, a la salida del gobierno militar, Achem se postuló para ganar el cargo democráticamente. Se impuso en las elecciones el mismo día que Cámpora ganó la presidencia de la Nación y que la elección a gobernador quedó abierta a definir en una segunda vuelta entre Carlos Juárez y Francisco López Bustos. En Clodomira denunciaron que la elección para intendente había sido amañada. Achem había enfrentado al joven dentista Jaime, que se había presentado como hombre del peronismo antijuarista, alineado con López Bustos, bajo el sello partidario del MID. 

A tal punto había sido pareja la elección municipal, que las seis bancas del Concejo Deliberante quedaron repartidas mitad y mitad entre las dos fuerzas. Chongo Abdala había ganado una de ellas, y desde ahí encabezó las denuncias contra el supuesto fraude que le había quitado el triunfo a su amigo Jaime. 

Jaime y Abdala habían sido adolescentes durante el primer gobierno de Perón. Y en la familia del Chongo eran todos peronistas. Su madre, que había quedado viuda en 1948 y al cuidado de seis hijos varones y una mujer, había cedido una habitación de su casa para poner la única sala de primeros auxilios del pueblo. 

Aquella casa fue, también, el centro de reunión de la izquierda peronista en tiempos de la proscripción. 

Chongo Abdala durante su juventud, en Clodomira [Foto gentileza Luis Cabello]

En 2021, cuando visitemos en Clodomira a Sara Abdala, la hermana menor de Chongo recordará: «Aquí no se estaba de acuerdo con Juárez. Entonces apoyábamos nosotros primero al Puka Abdulajad y después a López Bustos. Varias veces el Puka vino aquí a casa. Se reunían y conversaban con la gente. Yo por supuesto era chica. Todavía no intervenía. Pero Chongo lo apreciaba muchísimo, porque era el referente de la izquierda peronista y él se identificaba con esa línea».

El Puka era el médico Abraham Abdulajad. Un dirigente veterano, de origen árabe, que aunque hablaba seseando tenía una verba impetuosa. En marzo de 1962, durante el gobierno de Frondizi, Abdulajad ganó las elecciones para gobernador con el partido Tres Banderas. Pero no pudo asumir: presionado por los militares, Frondizi mandó intervenir ocho provincias donde había ganado el peronismo proscripto, entre ellas Santiago del Estero. Esto no impidió que diez días después de los comicios los militares derrocaran a Frondizi, y asumiera en su lugar José María Guido, por entonces presidente provisional del Senado.

El liderazgo de aquel sector del peronismo santiagueño lo asumió en los años siguientes Francisco López Bustos, también médico, que había formado parte de la primera juventud peronista en la década del 40. En esa época pertenecía a un sector al que llamaban los cóndores negros, que seguía a Orestes Di Lullo, ya un reconocido médico y escritor que se oponía a un Carlos Juárez treintañero. Fue la época en que Juárez ganó la interna y su primera gobernación. 

Veinticuatro años después, en las elecciones del 73, el que enfrentó a Juárez fue un López Bustos ya maduro, sostenido en un armado de jóvenes peronistas con bases fuertes en Quimilí, Termas, y Añatuya. Y también en Clodomira, donde Jaime y Abdala eran sus hombres de referencia. Y fue Juárez, que en Clodomira no tenía a nadie, quien alentó al viejo Achem para que se presentara en las elecciones, apoyado por su línea interna. Pero los jóvenes peronistas tenían apoyo popular y la figura de Achem estaba asociada a la dictadura que muchos soñaban con dejar atrás. 

En una elección muy pareja, después de que el recuento de votos diera ganador a Achem por una diferencia escuálida y dudosa, en el pueblo estallaron las protestas callejeras. Jaime y Abdala impugnaron en la justicia el triunfo del 11 de abril, pero el 27 de ese mes, el Tribunal Electoral Provincial convalidó los resultados. Cuando Achem presentó juramento en la municipalidad, Chongo y los otros dos concejales del MID no asistieron al acto, aunque sí asumieron luego sus bancas. 

Con Jaime derrotado en las urnas, Abdala se convirtió en el principal líder de la oposición, tanto desde su banca en el Concejo Deliberante, como encabezando las movilizaciones que durante los meses siguientes se realizaron por las calles de Clodomira. Durante todo ese invierno llegaron dirigentes del peronismo de izquierda de otros pueblos y ciudades a apoyar las marchas. Recorrían las calles terrosas detrás de una larga bandera blanca que tenía pintados los símbolos de la Juventud Peronista y de Montoneros. 

Las marchas en Clodomira con los símbolos de Montoneros y el apoyo a Chongo Abdala inquietaban al juarismo en la capital.
[Foto: Gentileza Luis Cabello]

El apoyo del pueblo era masivo. La mañana del viernes 21 de septiembre, el hombre que tecleaba la máquina de escribir en la vereda era el juez de paz, redactando un acta de asunción simbólica de Chongo Abdala en la intendencia. Chongo apareció entre la multitud con un saco claro y la corbata negra. Con la cabellera húmeda y bien peinada. Se inclinó sobre la mesita de madera y con sus dedos gruesos tomó una lapicera para firmar el acta, mientras los militantes lo aclamaban levantando puños y dedos en ve. 

Aunque aquel acto no podía cambiar la situación en Clodomira, era una demostración de fuerza dos días antes de un momento clave: el domingo 23 se disputaría la segunda vuelta entre Juárez y López Bustos. 

Detrás de Chongo Abdala, una a una, las personas que acompañaban la manifestación pasaron a firmar la hoja que lo declaraba simbólicamente intendente del pueblo. 

Eran las diez de la mañana. A las diez y media, desde el interior de la municipalidad, el viejo Achem escuchó como la policía dispersaba a Abdala, el juez de paz y toda la multitud. El domingo siguiente ganó Juárez. Pero en Clodomira las movilizaciones no se detuvieron.  

*

Pocos conocían la cara del guerrillero santiagueño a principios de los setenta. Su nombre, en cambio, zumbaba como una avispa en todo el país. Mezcla de forajido, criminal y justiciero. Pocos meses antes de las complicadas elecciones de marzo del 73, el 14 de diciembre, El Liberal publicó la novedad en dos oraciones nerviosas, imposibles de leer sin perder el aliento: «Mario Roberto Santucho, uno de los más importantes jefes del extremismo en la Argentina, quien huyó del penal de Rawson junto a otros cinco guerrilleros, trasladándose en un avión secuestrado a Chile y luego a Cuba, habría reingresado al país, revelaron hoy fuentes policiales. La entrada clandestina de Santucho al país habría sido detectada por organismos nacionales de seguridad».  

Más que una noticia, era un rumor. Nadie sabía exactamente dónde estaba Santucho, que ya merodeaba otra vez el norte argentino. 

Además de aquella fuga cinematográfica de la cárcel de Rawson en abril del 72, Santucho ostentaba una larga lista de hazañas rocambolescas. También se había fugado, pero aquella vez solo, del Penal tucumano de Villa Urquiza en 1970. Antes había asaltado un par de bancos consiguiendo así botines millonarios para financiar la guerrilla. Con bases alternativas en Córdoba y Buenos Aires, había organizado secuestros de grandes empresarios para cobrar rescates con el mismo fin, y asaltos a bases militares para apropiarse de armamento. 

Antes de la fundación del PRT, Santucho era un joven con recorrido. En 1961 había viajado por toda Latinoamérica hasta llegar a Estados Unidos, donde se quedó dos meses y asistió a algunos encuentros académicos en Harvard. De ahí voló directo a Cuba, pocos días después de la invasión a Bahía de Cochinos, y escuchó un histórico discurso de Fidel Castro en la Plaza de la Revolución. 

Después de armar el Partido Revolucionario de los Trabajadores en Argentina, viajó por Europa. Estuvo en Francia en 1968 y participó en las revueltas de mayo en París. En el 69 ya estaba de vuelta en Argentina. Con el Cordobazo, y la unión en las calles de trabajadores y estudiantes que terminó provocando la caída de Onganía, se esperanzó ciegamente en la posibilidad de una revolución popular le arrebatara el gobierno a los militares y la burguesía capitalista.

Santucho se dedicó a armar grupos políticos en los ingenios azucareros y en las fábricas urbanas, al mismo tiempo que planificaba el foco guerrillero rural para intentar tomar el poder por las armas. 

Por aquellos años, cuando hablaba de Santucho, la prensa le dedicaba más líneas a sus medios que a sus fines. El programa político del partido contemplaba la ruptura de vínculos con Estados Unidos; la nacionalización de la banca, el crédito y el comercio exterior; expropiaciones para avanzar en una reforma agraria que garantizara la producción y una reforma urbana que garantizara la vivienda; la reapertura de fábricas, la obligatoriedad de la educación secundaria, programas masivos de becas universitarias y la libertad de cultos religiosos. Y por supuesto, el control obrero del gobierno. El camino, según Santucho y la cúpula del PRT, era una guerra de treinta años contra la burguesía y las fuerzas militares, que empezaría en los montes tucumanos, inspirados en la experiencia cubana.

Al mismo tiempo que Perón volvía de Madrid y se desataba la Masacre de Ezeiza entre los militantes de las distintas facciones peronistas, Santucho armaba la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez. Se internó con un grupo de 80 guerrilleros varones y 10 guerrilleras mujeres, entre quienes que se contaban integrantes del MIR chileno y tupamaros uruguayos. 

Uno de los pocos registros audiovisuales que se conservan de Mario Roberto Santucho es esta conferencia de prensa sobre la situación política nacional filmada el 30 de junio de 1973 [Archivo DiFilm]

El sueño de Santucho era grande y su grupo era pequeñísimo. Pero avanzaron. En enero de 1974 el ERP – brazo armado del PRT – atacó la guarnición de Azul y en mayo la comisaria de Acheral. En agosto, la Fábrica Militar de Villa María y el Regimiento 17 de Catamarca. 

Tan borrosa como la figura de Santucho, es la versión de que en Clodomira había una zona liberada del ERP donde se curaban los heridos, como resultado de un pacto del líder guerrillero con el gobernador santiagueño.

Dos testimonios en primera persona abonarán esa hipótesis. 

El propio Musa Azar nos dirá que a mediados del 75 Juárez pidió, sin aviso previo, una escolta para un viaje repentino al interior. El gobernador marchó adelante en un Peugeot blanco y detrás, en un Ford Falcon verde, Musa Azar, José Marino y Oscar Nis: junto con el amante de los explosivos y el boxeador, le cuidaban las espaldas a Juárez. A poco de pasar la entrada a Clodomira, en medio de la ruta, Juárez detuvo el auto, bajó solo y su figura se fue achicando en el horizonte, donde se encontró con otros dos hombres debajo de un árbol. 

Musa Azar asegura haber visto a Santucho reunirse con Carlos Juárez y explica qué era el “terrorismo oficial” [Marcelo Argañaraz]

Recordará Musa, años después, preso en el living de su casa: «Yo lo he presenciado». Dirá que Juárez había logrado el vínculo con Robi Santucho a través de su hermano, el juez Raúl Santucho, a quien el gobernador conocía por sus vínculos con la iglesia católica. Que así había podido intercambiar algunas cartas con el jefe del PRT-ERP y organizar algunos encuentros.   

En 2019, un año después de hablar con Musa, entrevistaremos a otro hombre, que en la década del setenta era un militante veinteañero de la derecha peronista. Hijo de un empresario amigo de Carlos Juárez, practicaba tiro con Marino en El Zanjón y el gobernador lo había tomado bajo su ala, casi como un secretario privado. Nos pedirá resguardar su identidad y nos relatará un encuentro en la localidad de La Aurora, en el cruce de dos pequeñas rutas provinciales, a 12 kilómetros de Clodomira. 

«Santucho viene con su cúpula, y nosotros nos vamos con Marino, Nis, Juárez y yo – nos dirá – estamos hablando de julio del 75. Ya estaba el Operativo Independencia. Ahí se concreta con ellos que se hagan las paces aquí en Santiago. Que no haya ningún atentado ni ningún muerto. Y que a cambio ellos necesitaban operar en la zona de Clodomira. Ahí traían todos los heridos. En ese encuentro estaban Santucho, Urteaga, el contador Carrizo y Hugo Ducca. Y nosotros cuatro. Y ahí se pactó».

Las biografías documentadas que existen de Santucho indican, por la correspondencia y algunos testimonios, que entre abril y diciembre del 75, el jefe del ERP estuvo principalmente en los cerros, pero bajó a la capital tucumana y se movió también por varias ciudades. Los relatos de Musa y el viejo secretario juarista, únicos sobrevivientes de aquellos dos supuestos encuentros, son incomprobables. Pero los dos coinciden en la época y en el diálogo. 

En Clodomira, cada vez que preguntemos por la supuesta zona liberada, nos contestarán con dudas, evasivas o imprecisiones. Como si se tratara de un secreto del pueblo.

Musa dirá que, por este pacto, los militares arrojaron a mediados del 75 el cuerpo del hachero tucumano Francisco Toconás desde un helicóptero en medio del pueblo de Pozo Hondo, en el noroeste del territorio santiagueño. Y dirá también Musa que, al poco tiempo, en una reunión con el máximo responsable del Operativo Independencia, Antonio Domingo Bussi, éste le dijo a Juárez: «Es importante que en Santiago sepan que el país está en guerra, doctor. Parece que no lo saben».  

Antonio Domingo Bussi tenía 49 años cuando fue puesto al frente del Operativo Independencia durante el gobierno peronista. Fue gobernador de Tucumán durante la dictadura y también durante la democracia. [Foto: Página 12] 

Más allá de las incomprobables versiones del pacto de Juárez con Santucho, el PRT tenía cierto movimiento en Clodomira desde fines de los sesenta. Allí existía un sector sindical ferroviario liderado por Santiago Varas, que además era profesor de filosofía. Allí anduvo también el paraguayo Ulises y otros militantes del partido intentando reclutar gente para sus filas. 

Dardo Salloum, un maestro rural bajísimo y animado, cuñado del dentista Jaime, nos contará: «Andaba por aquí Mario Giribaldi. Discutimos en dos ocasiones. Hablé con él dos veces. Ellos trataban de buscar cuadros aquí en Clodomira para la lucha armada. Trataban de convencerte de que era la única manera. Pero yo era peronista, y no lo asimilaba de la misma manera que ellos». 

Mario Giribaldi – Marito, así le decían sus amigos – estudiaba abogacía en la Universidad Católica y en el 75 cumplió 21 años. Vivía entonces en La Banda, muy cerca de Clodomira. Había entrado a la militancia siguiendo el ejemplo de su hermano Osvaldo, cinco años mayor y también militante del PRT. Osvaldo estudiaba agronomía y a principios de los setenta se había ido a Jujuy, vinculándose a los sindicatos del ingenio Ledesma. 

Por su parte, Musa nos dirá – con la frialdad del espía y la solvencia del que puede mentir o decir la verdad con el mismo gesto – que Giribaldi integraba una célula del ERP junto a los estudiantes Cecilio Kamenetzky y Lito Salomón. Y que el jefe de esa célula era el paraguayo Ulises. 

Después de los secuestros de la última semana de enero del 75 en la capital santiagueña, en que la mayoría de los jóvenes estudiantes del PRT terminó en la cárcel – entre ellos Luis Garay y Ruli Figueroa – la gente de Musa avanzó sobre Clodomira. Fue en marzo, cuando Tomás Garbi encabezó un operativo secundado por José Marino y varios hombres más, en el que entraron a la casa de Salloum y lo llevaron detenido junto a su hermano. Los interrogaron y los liberaron después de cinco días. 

Ocho meses después, en la siesta del 29 de noviembre, un operativo descomunal desplegó efectivos militares y hombres vestidos de civil para requisar casas y capturar algunos hombres que estaban marcados. Desde principios de ese año, la policía ya estaba subordinada al ejército. Pero el que encabezaba el operativo era Musa. Diez días antes de cumplir 39 años, el antiguo policía de Árraga avanzaba por las calles de Clodomira como amo y señor. Distinto a todos, por su recorrido y los diferentes jefes e intereses a los que respondía, era el que  articulaba las fuerzas represivas de militares y policías. 

Ese día entraron en la casa de Chongo Abdala, que estaba de viaje con su hermano en Chaco. Un grupo de militares subió por los techos, otros tumbaron la puerta a los golpes y una vez dentro dieron vuelta placares, cajones y muebles en cada rincón. Se fueron de Clodomira llevándose varios detenidos. Entre ellos, nuevamente a Dardo Salloum, que esta vez fue a parar a la sala de torturas de la DIP y luego quedó preso tres años en distintos centros de detención. 

Haciendo memoria de aquella segunda captura, Salloum nos dirá: «Te torturaban hasta que no dabas más. Te dejaban hecho pedazos, hasta que perdías el conocimiento. Y cuando te despertabas seguía la tortura. Ellos, mientras nos torturaban, lo que nos querían hacer decir era en qué organización estábamos. Nos preguntaban cómo era el nombre de guerra de tal o cual persona. Nosotros no sabíamos nada, pero nos querían hacer quebrar y decir cualquier cosa. Y lo que nos pedían a todos era que lo nombremos a Chongo y a Jaime. Andaban buscando que los nombremos a ellos».

*

Cuando salen de Casa de Gobierno ya es de noche. Chongo se sube a una camioneta con Garbi y Musa. Jaime se sube a su auto y los sigue. Robin Zaiek sigue en su despacho. El dentista recordará, muchos años después, aquel 3 de diciembre del 75: «Yo conocía el manejo diario en la faz política y social de mi amigo. Era un tipo franco que iba de frente, que creía en la justicia. Eso lo llevó a ser confiado en la justicia y la fuerza de seguridad». 

Cuando Jaime llega en su auto a la vereda de la DIP, la camioneta de Musa ya está estacionada y vacía. Ya no los ve a ninguno de los que habían estado un momento antes en el despacho de Robin Zaiek. Adentro de la guardia le dicen que su amigo va a pasar la noche ahí, para declarar formalmente a la mañana siguiente. Entonces Jaime, confiado también, se vuelve a Clodomira.

Musa nos dirá en 2018 que en la mañana del 4 de diciembre, al informarle a Chongo que estaba detenido y trasladarlo al Batallón para ponerlo a disposición de los militares, le hizo confesar lo que verdaderamente hacían: «En medio de la carga de bananas llevaba ocho o diez subversivos de Paraguay al cerro de Tucumán», nos contará Musa con los ojos bien abiertos, como si aquel dato fuera un triunfo. 

Sara, la hermana menor de Chongo, recordará esas y otras acusaciones: «Se decía de todo. Que desde Resistencia Chongo traía armas en el camión, y que las teníamos en la finca. Que mi hermano Chelo, que vivía en el Chaco, era del ERP. A él también lo detienen después. Pero Chongo en su vida no ha agarrado ni una honda». 

En las décadas siguientes nadie podrá comprobar aquellas acusaciones. Ni tampoco volverán a ver al Chongo. 

En la mañana del 4 de diciembre de 1975, cuando el dentista Jaime y Abraham, el hermano mayor de Abdala, vayan a buscarlo a la DIP, les dirán que Chongo está en el Batallón. Y en el Batallón les dirán que está en Tucumán. Viajarán a Tucumán y en Tucumán les dirán que está en Santiago y de vuelta en Santiago les van a decir que sí, que está en el Batallón otra vez, pero que se queden tranquilos, que antes de Navidad el concejal Abdala va a quedar en libertad. 

Sara Abdala recordará después: «Mis hermanos estaban preocupados porque ellos y el grupo de amigos ya se empezaban a dar cuenta. Pero esperamos. Nos turnábamos en la casa en Clodomira. De noche siempre quedaba alguien con las luces prendidas en el living. Porque algunos nos decían que lo tenían vendado, que lo iban a largar y no iba a saber cómo llegar. Nos turnábamos para amanecer y estar pendientes de cualquier movimiento, de cualquier ruido. Era una locura. Y ya después ha sido peor, porque ya nos dicen que se fuga».

Abraham Abdala, un imponente árabe de dos metros, irá furioso al Batallón a pedir explicaciones sobre el paradero de su hermano. Allí lo recibirá Virgilio Correa Aldana, un coronel huesudo de panza globular que usa el uniforme arremangado por arriba de los codos puntiagudos. La boca diagonal, siempre en gesto de disgusto. Y unos anteojos negros de marco grueso y cristales oscuros que igual dejarán ver un par de ojos diminutos, como de rata: 

_Mire Abdala, yo le voy a dar un consejo_ le dirá Correa Aldana _Quédense en su casa. Usted tiene cuatro hijas. Muy bellas. Así que vaya y cuídelas, mejor. Su hermano anda muy tranquilo por el exterior. Vaya y cuide a sus cuatro hijas bellas y a su mujer. No venga más para acá. Porque su hermano se ha fugado

El consejo de Correa Aldana será como un rayo. Abraham Abdala y Luis Alberto Jaime se van a retirar del Batallón fulminados. El hermano mayor de Chongo se va a enfermar y se va a morir pocos meses más tarde. Tendrá 47 años y en la familia dirán que se murió de pena. El amigo dentista, poco después, dejará definitivamente la política para dedicarse a arreglar muelas en silencio. 

Correa Aldana (centro) en un acto junto a Antonio Domingo Bussi (a su derecha) en Casa de Gobierno. [Foto: IEM] 

Más tarde, a Chelo le va a llegar el rumor de que su hermano Chongo está en una cárcel de Corrientes. Va a viajar hasta ahí. Va a tratar de rescatarlo entrando por la puerta de adelante de la cárcel, disfrazado de cura y con la excusa de un oficio religioso. Allí se va a encontrar con un preso santiagueño de apellido Abdo, que sonaba como Abdala, pero no era. Pescado podrido. El Chongo seguirá sin aparecer. Los demás hermanos lo van a seguir buscando el resto de su vida. 

En el Penal de Varones de Santiago, Luis Garay, el Tigre López y Ruli Figueroa empezarán a escuchar el nombre de Chongo Abdala. Seis meses después del motín del 17 de julio habrá ya varios jóvenes peronistas detenidos que les van a hablar de él, y de lo que pasaba en Clodomira. Ya habrá corrido la versión de que lo habían torturado – como torturaban a tantos – y había quedado internado en el hospital. Estarán seguros de que igual lo van a llevar al Penal con ellos cuando se recupere. Desaparecer, en ese momento, no será una posibilidad. Nadie todavía imaginará la idea de desaparecer. Pero eso estará a punto de cambiar. 

En 2021 Luis Garay recordará: «Yo la primera imagen que tengo de esperar la llegada de alguien, y que no llegue nunca, es la de Chongo. En el Penal era día por día. ¿Cuándo viene? ¿Cuándo viene? Y nunca vino».  

En diciembre de 1975 las fuerzas represivas contra la guerrilla avanzan desde Buenos Aires hacia el norte sin miramientos. Los vínculos que le endilgan al concejal de Clodomira con la guerrilla no son tan importantes como el hecho de que su desaparición sólo le convenía a una persona. Carlos Juárez ha aprendido a orientar la ola de violencia a su favor. 

Si será difícil comprobar el pacto de no agresión entre Juárez y Santucho, lo que está claro es que el gobernador igual aprovecha la fuerza arrolladora de la represión para sus propias internas políticas, que poco tienen que ver con la razia antiguerrillera. En su pequeño juego de poder doméstico, Juárez lleva ya un tiempo empujando a sus opositores para que los arrastre la corriente del río de sangre. 

*

Después de más de diez días de torturas, a Noemí Moreno la llevaron al despacho de Musa Azar, una tarde caliente de febrero de 1975. Noemí tenía 24 años y un embarazo de tres meses. En la el baño de la DIP le habían hecho el submarino. Durante horas le hundieron la cabeza en el agua y la sacaron a medio ahogarse. Una vez y otra más y así como si  nunca fuera a parar. En el sótano la habían machacado a golpes. Malherida, con una infección pélvica y una hemorragia que anticipaba la pérdida del embarazo, los torturadores la llevaron a la oficina del jefe, donde Musa le dijo: 

_ Las cosas se van a arreglar si tu papá habla con Carlos Juárez.

A Noemí la habían detenido junto a su marido, Gustavo Barraza, el 13 de febrero. Tomás Garbi y un grupo de policías entraron por la fuerza a su departamento en el segundo piso del edificio de Independencia y Avellaneda, frente a la plaza central de la capital santiagueña. 

A dos cuadras de ahí estaba la librería Nuevo Norte, en un local de la Galería Lindow. Era un negocio que sostenían entre Noemí y Rudy Miguel, su socio. Los dos militaban en la Juventud Peronista, En las elecciones de 1973 Rudy había sido electo diputado provincial. Su padre, Eduardo Miguel, había sido gobernador y hombre de Frondizi en Santiago, hasta el golpe del 62. El padre de Noemí, Ramón Moreno, veterano militante del MID, había sido electo senador nacional en 1973. Todos eran amigos de Chongo Abdala y habían integrado el arco opositor antijuarista. 

Un día después de que Noemí recibiera el mensaje de Musa, su padre acudió al despacho de Juárez. Moreno era el único senador electo que no respondía al gobernador. Los otros dos eran Francisco Cerro y Pedro Luna, hombres de la Universidad Católica que junto a Carlos Jensen sostenían una férrea alianza política con Juárez dentro del Frente Justicialista. El gobernador no quería que las internas santiagueñas se filtraran en el Congreso de Buenos Aires, y a cambio de la seguridad de su hija, le extendió a Moreno una ladina invitación a sumarse a sus filas. 

Acorralado, el senador aceptó el trato y de inmediato los hombres de la DIP llevaron a su hija al Juzgado Federal. Allí la recibió Santiago Grand, el magistrado seboso que respondía a Juárez. Después de casi dos semanas de torturas en la clandestinidad, le dijo a Noemí que a partir de ese día se encontraba detenida a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Y que para resguardar su salud la iban a mandar al Hospital Regional. Cuando parecía que todo iba bien, antes de despedirla, Grand le dijo con una sonrisa babosa:

_Nunca he imaginado que iba a quedarme con una biblioteca tan grande».

Habían allanado Nueva Norte y Grand se había llevado todos los libros a su casa. 

En 2017, al declarar en la Megacausa III, Noemí Moreno dirá sobre su tiempo en el Hospital Regional: «No pude denunciar los apremios. Era como estar en una jaula con leones. Siempre había uno de la SIDE cerca y tenía miedo de terminar muerta». 

Durante esos cuatro meses, en un perverso mecanismo para blanquear que Noemí estaba en buen estado, todos los miércoles un auto de la policía la llevaba hasta Casa de Gobierno, la bajaban en el despacho del gobernador, y allí la esperaban Carlos Juárez y Musa Azar para tomar café con ella. 

Mientras tanto, los hombres de Musa seguían deteniendo a las personas que incomodaban a su jefe. 

Carlos Juárez durante un acto político en Santiago durante el gobierno de Isabel. Pueden verse al fondo los carteles con su nombre. En el extremo derecho lo observa Nina Aragonés de Juárez. [Foto:IEM]

En el 74 ya habían metido presos a Tomás Coulter, de la JP de Añatuya y a Manuel Pilán, dirigente de primera línea del antijuarismo. Coulter salió algunos meses después, pero Pilán fue rebotando por distintas cárceles hasta quedar libre en 1981. 

Pocos días antes del enorme operativo en Clodomira, hubo un par de detenciones de opositores peronistas en Capital y La Banda. El 19 una tropa militar entró a la casa de los hermanos Arias por los techos. Buscaban a Pedro, secretario de la JP bandeña. Se lo llevaron a él y a su hermano Julio, que era sargento del ejército y estaba de descanso. También buscaron a Carlos Casares, compañero de militancia de Pedro. Ambos salieron al poco tiempo. Julio rondará también por penales de Buenos Aires y Córdoba hasta salir en libertad en 1981. 

El 21 de noviembre detuvieron, cerca de la terminal de ómnibus, a la tucumana Ana María Mrad, profesora de filosofía de 27 años y militante montonera. Ana María había venido a esconderse en Santiago porque el 7 de febrero habían secuestrado en Tucumán a su esposo, el maestro rural Pedro Medina, en un operativo en el que también se llevaron a José “Cicuta” Loto, un químico termeño que trabajaba en el ingenio Bella Vista. Días después pusieron el cuerpo de José en un auto y al auto lo volaron con una bomba. En septiembre del 76 van a secuestrar en Córdoba y desaparecer a su hermano, el carpintero Daniel Loto. Ambos eran hijos del intendente de Las Termas elegido en 1973, José Dalmacio Loto. En los cincuenta, José Dalmacio había sido integrante de los Uturuncos, y había participado de la toma de la comisaría de Frías y el lanzamiento de la primera experiencia de guerrilla armada en el país.  

A Ana María Mrad la capturó cerca de las ocho de la noche Musa Azar con ayuda de hombres del ejército. La interceptaron cuando iba con su amiga, la abogada Graciela Lescano de Calderón. A Graciela la largaron a los pocos días. Luego dará testimonio de cómo torturaron a Ana, a quién nunca volverán a ver. 

Al poco tiempo. Rudy Miguel recibió la visita de un hombre mediano, de pelo negro y con acento que parecía porteño. Había venido a advertirle que ahora lo estaban buscando a él y a varios de sus amigos, que formaban parte de una lista de militantes peronistas que iban a salir a secuestrar. Le dijo que se cuidara. O mejor, si  podía, que se fuera de Santiago. Rudy se lo contó a algunos de sus amigos y colaboradores cercanos. Y les contó el nombre del  inesperado mensajero. Porque era uno de adentro: José Marino. El único hombre al que Musa le temía, el experto en armas y explosivos que se ensañaba a la hora de torturar a los chicos del PRT, había salido, como un pájaro de mal agüero, a confirmarles a los jóvenes peronistas que estaban en la mira y recomendarles que huyeran. Que los milicos estaban envalentonados. Que no sabía qué iba a pasar con él ni con Nis. Que lo que se venía iba a ser mucho peor que lo que había pasado hasta ahí. 

*

La tarde del 23 de marzo de 1976 Musa Azar entrará a la guarnición militar de Santiago, después de recibir un llamado del coronel Correa Aldana. Con sus ojos de rata, el máximo jefe militar de la provincia le va a decir al hombre fuerte de la DIP: 

_Usted se queda aquí. No sale más. 

_¿Estoy detenido, coronel?_ le va a preguntar Musa, sabiendo lo que pasa, como siempre.

_No. Hay orden de arriba de que usted se quede con nosotros. Esta noche a las 12 hay golpe de estado. Pero usted se queda aquí. Porque, si lo largamos, va a ir y le va a avisar a Juárez. 

_Juárez no está aquí_ le dirá Musa _Juárez está en Buenos Aires. 

_La Nina sí está_ le va a retrucar Correa Aldana. 

Musa recordará una conversación con Juárez de algunos meses antes, después de que Bussi y Videla le reclamaran su falta de colaboración. «¿Musa, que quieren los milicos conmigo?», le había preguntado el gobernador. Y Musa le contestó la verdad: «Boletearlo, doctor. Hay cosas suyas que no son muy claras. Usted es político y sabe lo que hace. Pero ellos también tienen razón porque están defendiendo la Patria». 

Musa había sido un sabueso con dos amos. Y la tarde del 23 de marzo de 1976, el más fuerte lo va a dejar sin opción. Él estará en la guarnición con Correa Aldana y Juárez en Buenos Aires, esperando una audiencia con la presidenta Isabel Martínez de Perón. Juárez no va a volver a Santiago durante los próximos siete años. La Nina estará indefensa en la residencia y Musa, finalmente, va a tener que elegir un lado. 

Correa Aldana le va a decir que las órdenes no son solo retenerlo en la guarnición hasta la medianoche. También querrán probar su lealtad: 

_Yo voy a ir a Casa de Gobierno_ le dirá Correa Aldana a Musa _Pero antes hay que tomar la Jefatura de Policía y al mismo tiempo detener a todos los diputados ¿Usted tiene gente de confianza que pueda seguirlo para organizar ese operativo?

Musa no va a dudar. Para él se avecina la hora clave de la guerra contra el comunismo y le va a gustar que la mano se ponga más dura. Le va a contestar a Correa Aldana que sí. Va a pensar en Tomás Garbi y en sus incondicionales. Ellos lo van a seguir. Decidido, se va a preparar para la medianoche.

*   

Interludio en colores 

Vos tienes que entender que era difícil_ nos dice Musa, sentado en el comedor de su casa a finales del invierno de 2018 _Porque tenías que llevar las buenas relaciones del Ejército con el gobierno. Y a veces no se entendían las órdenes. Pero Juárez era un político muy hábil. Yo no entendía cómo podía ser que lo tengamos al hermano de Santucho, jefe de la organización terrorista del país, como juez aquí en el gobierno de Juárez. Pero esas cositas uno tenía que tratar de entender para manejar buenas relaciones con todos. 

_ ¿Y Juárez que le decía sobre eso?

_Nada. Él darte órdenes no te daba. Él te decía “eh cómo molesta fulano de tal”. Y vos ya sabías qué tenías que hacer con esa persona. Esa es la verdad. 

En medio del relato tocan el timbre. Musa se levanta y avanza lento hacia el pasillo a atender. La tobillera electrónica bambolea en el tobillo flaco. Entra una mujer de cuarenta y tantos. En una mano trae un plato tapado con un repasador. Lo abraza y le da un beso apretado en la mejilla y Musa le estira un brazo largo por la cintura. La mira, medio libidinoso, sin decir nada. Recibe el plato. Ella le pregunta cómo está. Le dice que se cuide, mientras él levanta delicadamente la punta del repasador y descubre unos trocitos jugosos de carne prolijamente cortados. Ella le dice que ya lo va a andar visitando. Y así como ha venido, se va. A nosotros, la mujer ni nos mira. Musa regresa en silencio al comedor, mete el plato en la heladera y nos dice: 

_Una vecina que vive en la otra cuadra. 

Nosotros no preguntamos nada. Después, cuando salgamos del asombro, pensaremos en que lo que nos tenía mudos era la naturalidad de la vida de Musa en su casa, plácida como la manera en que nos contaba las órdenes letales de Juárez. Pensaremos en Chongo Abdala y en el senador Moreno. En la gente perseguida y secuestrada porque eran blancos marcados, o por algún comentario al pasar del gobernador.

Musa Azar en su casa en la primavera de 2018, cumpliendo prisión domiciliaria. [Foto: Marcelo Argañaraz]

Musa continúa el relato que había dejado inconcluso antes de que llegara la vecina con la vianda: 

_Una vez fuimos con Juárez a Buenos Aires en el avión de la provincia. Los dos solos y el piloto. Era principios del 75. En el camino me dice que lo había hecho llamar Videla, que era comandante en jefe del Ejército. Vamos los dos a verlo y Videla le dice a Juárez que tenía buena imagen de él. Que era buen político. Pero que le había llegado una carta de Menéndez diciendo que en Santiago la policía no colaboraba con el Ejército para reprimir el terrorismo. Y Juárez le dice a Videla que sí, que tiene razón ¡Y le echa la culpa a Mañu González, que era el jefe de policía! Le dice que Mañu era de su confianza, pero que le interesaba más una carrera cuadrera que una célula subversiva.  Y le dice que no se preocupe, que ya lo iba a arreglar porque yo iba a ser virtualmente le jefe de la policía. Videla le dice que sí. Que a mí ya me conocía. Que yo había sido su alumno en la Escuela de Guerra. Juárez era un político muy hábil. 

*

En sepia

José Silcán es un chofer de rasgos andinos, morocho y alto, que maneja un Renault 19 con la soltura de un tipo amigable. Es normal que en su camino levante algún maestro rural que necesite un aventón. También campesinos y policías. En 1998 es un viajero conocido en la zona. Nadie sospecha nada de él.

El recorrido es siempre el mismo. Entra a Santiago desde Tucumán por la Ruta 9,  pasa Termas y cruza toda la Capital por calle Libertad hasta el Parque Aguirre. Desde ahí toma la autopista a La Banda y hace, siempre, una parada a tomar algo en la estación de servicio de la Ruta 51. Luego maneja 296 kilómetros al sudeste hasta Fortín Inca por un camino poco transitado. Al llegar al puesto de control policial sobre la Ruta 98, en el límite interprovincial, nadie le pregunta nada. Silcán saluda y sigue hacia Santa Fe. 

Siempre es así, hasta que una noche de tormenta debe desviar su camino. Viaja solo. Llueve a cántaros y la ruta que lleva a Fortín Inca está inundada e intransitable. Da vueltas, piensa. Duda. Pero al final, en medio de los rayos que iluminan la oscuridad de la ruta, sin perder la tranquilidad, se decide. 

Silcán retrocede hasta Colonia Dora y retoma camino hacia Santa Fe por la Ruta 34, que baja paralela al que suele ser su camino habitual. Son las cinco y cuarto de la mañana cuando llega al puesto caminero de Palo Negro, un pueblo limítrofe donde viven menos de doscientas personas. Allí dos policías le hacen seña con sus linternas para que se detenga. En los segundos plateados por los rayos, Silcán ve que no hay nada. El puesto policial es una pequeña construcción de cemento rectangular al borde de la ruta, al lado de una larga antena de radio y un único árbol, ladeado y solitario, que se sacude con la tormenta. No hay más viajeros en el camino. 

Cuando le piden la identificación, los dos policías conversan un instante. Uno se aleja de la ruta y va hacia la construcción de cemento. Un instante después regresa con otro tipo más. El tercer policía que llega hasta el Renault 19 es un hombre de pelo platinado, pero parece joven. Es Luis Lupieri. Se arrima a la ventanilla y le dice a Silcán que van a tener que revisar el auto. Sin perder la tranquilidad, Silcán se niega: 

_Tenemos que abrir el baúl_ le insiste Lupieri _ Si se resiste lo tengo que detener y pedir una orden del juez y se lo vamos a abrir igual. 

Silcán se niega otra vez y Lupieri le pregunta qué lleva dentro. Al mismo tiempo que le extiende la mano con un papel, el chofer dice que en el baúl lleva dos maletines de aluminio y un arma calibre 45, que no está registrada. Pero que no lo va a abrir, y que para resolver el inconveniente se comunique con las personas que están anotadas en el papelito. 

Lupieri alumbra con la linterna y ve tres nombres, cada uno con un número de teléfono. Los reconoce de inmediato: son dos jueces santiagueños y un comisario. Pero no los va a llamar. Silcán no sabe que el policía de pelo plateado que lo está interrogando es el mismo que en el 83 le ha hecho una multa de tránsito a Musa Azar y en el 88 ha ayudado a voltear a la cúpula de la policía provincial. Tampoco sabe que Lupieri viene siguiendo su Renault 19 hace un tiempo. Pero quizás, si lo supiera, Silcán tampoco perdería la tranquilidad. Lupieri lo hace estacionar al costado de la ruta.

Silcán estaciona tranquilo. Cuando salga el sol, será el propio Musa Azar el que intente sacarlo de ahí. 

*

El 16 de diciembre de 1993, una de las catorce casas que fueron saqueadas y prendidas fuego durante el Santiagueñazo fue la de Carlos Juárez. Era una mansión en avenida Belgrano que le había regalado el empresario de la construcción Victorio Curi. Cuando ganó las elecciones en el 95 se mudó a una nueva casa, mucho más discreta, salvo por el estridente color de la fachada: rápidamente a la residencia del gobernador le empezaron a decir La Rosadita. Estaba en una calle angosta, equidistante a siete cuadras de la plaza central y a otras siete de Casa de Gobierno. Le pidió entonces a Musa Azar que le hiciera una “carpeta de seguridad” de la zona. Y  Musa, que prefería evitar cruzarse con la esposa del gobernador – se aborrecían mutuamente – delegó el trabajo. Allí fue Luis Lupieri, experto en seguridad, a quien Musa acababa de trasladar desde el destacamento del barrio Smata hasta Infantería, por recomendación de Dante del Castillo, sobrino del difunto Tío Mañu y flamante jefe de policía. 

En 2021, sentado en un bar de la Terminal de Ómnibus de Santiago, Lupieri recordará en qué consistió aquel trabajo en la casa de Juárez: «Era un sistema para tener información de cada persona que vivía en la manzana y en las manzanas colindantes. Había que tener toda la historia de cada persona a la vuelta. Quién vivía, en qué trabajaban, qué estudiaban. Todo. Decidimos también poner para que queden dos tipos del Getoar con armas largas en la terraza del único edificio de la zona, en la Moreno y Rivadavia. Y que nadie suba ahí. Porque de ahí se veía el patio y la habitación de Juárez y la Nina. Habremos demorado dos semanas en hacer todo el trabajo».

Una imagen de Luis Lupieri (derecha) en 1995, año en que trabajaba en Infantería, en una entrega de trofeos por buen desempeño a otros policías. [Foto: Gentileza Luis Lupieri]

Una tarde, en medio de esas dos semanas de espionaje barrial, mientras Juárez arreglaba las plantas del jardín, charló un rato con Lupieri. Hablaron de su oficio y de la posibilidad de que hubiera un atentado. El viejo fanfarroneó con que él siempre sabía cómo estar seguro. Y le habló de los setenta. Con movimientos más lentos que los que tenía en aquellos años, pero con la misma voz, firme y grave, le dijo: 

_Usted sabe mijo que aquí no ha habido subversión siquiera. Estaba todo controlado porque yo era muy amigo de la familia de Santucho. Nos conocíamos de la iglesia y con algunos de la Acción Católica. Nunca pasó nada.  

Él mismo, años después, seguía alimentando la historia del pacto con la guerrilla. 

Cuando Juárez asumió su cuarta gobernación en 1995, creó por decreto la Dirección General de Seguridad, que a su vez estaba dividida en la Subsecretaría de Informaciones Policiales y la Subsecretaría de Seguridad. En la primera designó a Musa, aún contra las quejas y reproches de su esposa Nina. Musa recordará que Juárez le pidió encarecidamente que, haga lo que haga, nunca la contradiga. Musa, más precavido, prefería evitarla. 

Al mismo tiempo, en la Subsecretaría de Seguridad, Juárez designó a Jorge D’Amico, por entonces un militar retirado de 47 años, que había sido cómplice de la represión, la tortura y la muerte en el pasado. Sin embargo, a Musa no le gustaba nada. 

D’Amico se había egresado del Colegio Militar de la Nación en 1970. En 1975 fue enviado a Santiago cuando se instaló el Batallón de Ingenieros de Combate, y estuvo allí hasta 1979. En esos años había hecho trabajos de inteligencia para Correa Aldana y los jefes que le siguieron. Siendo un teniente veinteañero, interrogó y torturó a los secuestrados que pasaron por el Batallón. Y le siguió el juego a Juárez cuando mandó a detener a Chongo Abdala y lo llevaron a los calabozos militares. En el 79 D’Amico fue trasladado a La Rioja y en el 82 a Buenos Aires, donde se retiró en junio de 1991 con el grado de Mayor del Ejército. Cuatro años después recaló otra vez en Santiago, convocado por el gobernador. 

Las subsecretarías de Informaciones y Seguridad tenían sede en edificios separados y hacían más o menos el mismo trabajo. Pero en Informaciones, Musa tenía un manejo del aparato policial del que D’Amico carecía. De cualquier modo, la historia se repetía. En el 75 D’Amico había llegado a Santiago como un soldado joven y ambicioso – tenía doce años menos que Musa – para hacer desde el Batallón el mismo trabajo que el entonces jefe de investigaciones policiales hacía desde el 73. Convivieron mirándose con recelo. Y ahí estaban otra vez, veinte años después, los perros de caza compitiendo por la confianza y el favor del amo. Antes los militares, ahora el gobernador. A ver quién espiaba más y mejor.

En aquella escena ya nada tenía que hacer Lupieri. A pesar de su vínculo con el comisario Del Castillo, no se llevaba bien con los carcamanes de la línea media de la policía y lo mandaron lejos: terminó designando jefe de la seccional de Añatuya. Al poco tiempo le detectaron un cáncer en los huesos y dejó el trabajo por unos meses. Pero el policía de pelo plateado era duro. En 1997 le reemplazaron los dos fémures y parte de la cadera por piezas de platino con articulaciones de titanio. Volvió a trabajar a Añatuya en muletas, que dejó al poco tiempo, aunque conservó un andar levemente aparatoso, que de todas formas sabía disimular. Y aunque lo habían mandado a aquella seccional recóndita para que estuviera lejos y sin hacer ruido, Lupieri no se podía quedar quieto. En septiembre, acompañado por un camarógrafo y un par de policías de la seccional, entró por sorpresa a un prostíbulo en Selva, semanas después de que el dueño intentara sobornarlo para no controlar la zona. Rescató varias mujeres que estaban sometidas a trabajo esclavo y denunció la complicidad de las autoridades políticas de la zona. Así fue como se ganó que lo trasladaran a un destino aún más recóndito, en el puesto caminero de Palo Negro.  

Ese mismo año, el 22 de abril, en un departamento en Paraguay encontraron al ex gobernador César Iturre sentado en el comedor con la cara estampada sobre la mesa. Lo encontró un cuidador del edificio cuando ya llevaba un tiempo muerto. En 1987, Iturre no sólo había traicionado a Juárez después de asumir la gobernación y abrir una nueva línea interna del partido: también lo había denunciado por una deuda espuria de 109 millones de pesos. Cuando Juárez volvió en el 95, Iturre estaba terminando un mandato como diputado nacional y se quedaba sin fueros. Entonces el gobernador le abrió dieciséis causas judiciales. Itrurre escapó a Paraguay, donde vivió un año y medio en la clandestinidad, tratando de organizar la oposición a la distancia, hasta que apareció muerto. El parte médico señaló que la causa del deceso había sido una afección cardíaca. Pero Eusebio, el hijo de Iturre denunció: «Lo mataron con una inyección letal, luego de tareas de espionaje para localizarlo en Paraguay». 

Cuando encontraron el cadáver de Iturre no se le practicó ninguna autopsia, ni la justicia hizo caso a las sospechas de asesinato. Pero tiempo después, la hipótesis se volvería más sólida. 

José “Chupa” Ramírez, un policía dientón de flequillo negro y duro que trabajaba con Musa Azar en la Subsecretaría, será detenido y exonerado en 2002 por contrabandear cigarrillos y discos de música secuestrados en procedimientos policiales. Allí, ya atrapado por otra cosa, va a prender el ventilador y confirmar que él había sido uno de los enviados a espiar a Iturre a Paraguay, junto a otro policía que era parte de la custodia de la esposa de Juárez. Ramírez va a entregar copias de facturas de gastos en Asunción a la abogada Raquel Llobet, que retomará entonces la investigación del caso. Dirá luego que hubo un segundo viaje a Paraguay, del que participó Musa Azar, otro policía santiagueño y un enfermero paraguayo. Musa Negó todo y el caso nunca pudo confirmarse.

Dos de los principales enemigos de Carlos Juárez. César Iturre (gobernador entre 1987 y 1991) fue encontrado muerto en Paraguay en 1997. Monseñor Gerardo Sueldo,  obispo de Santiago desde 1994 hasta su muerte en 1998. 

Tampoco podrá explicarse la muerte del obispo Gerardo Sueldo, que en 1998 tuvo un extraño accidente sobre la Ruta 9: manejaba su auto de regreso a Santiago cuando entró en una nube de humo en medio del camino, y chocó un caballo que estaba quieto en el interior, como una trampa letal. Un año antes, Sueldo había creado la Secretaría Diocesana de Derechos Humanos, donde recibía y difundía denuncias por apremios ilegales de la policía. En sus homilías era implacable con Juárez: reclamaba por la violencia policial y la corrupción del Poder Judicial. La jueza María Luisa Cárdenas, que estuvo entonces a cargo de la investigación de su muerte, revelará en 2004 que el presidente del Superior Tribunal de Justicia, Nicolás Kozameh, la obligó a parar y cerrar el caso.  

Todo indicaba que en los noventa, igual que había pasado veinte años antes, los hombres de Juárez seguían encargándose de limpiar a quienes molestaban al gobernador. 

*

José Silcán amanece sentado en el puesto de control de Palo Negro. El auto estacionado a un costado. Lupieri ha llamado al juez federal, Ángel Jesús Toledo, para pedir una orden que le permita abrir el coche que venía siguiendo hacía tiempo. En 2021 nos dirá: «Yo lo detengo a Silcán por un informe de la Secretaría de Seguridad, de D’Amico. Ya sabíamos que andaba este tipo en la zona. Conocíamos el recorrido y sabíamos que estaba prendido con el narcotráfico y lo estábamos siguiendo. En Fortín Inca, por donde iba siempre, estaba la gente de Musa y lo dejaban pasar. Me lo pasan al dato porque estaba la guerra de Musa con D’Amico. Y entonces esa noche que se desvía por la lluvia, cae donde estaba yo».

La mañana de Palo Negro, húmeda y pastosa, transcurre lenta y sin novedades. Hasta que a las doce del mediodía suena el teléfono. Lupieri atiende y del otro lado está el Jefe de Policía. Su antiguo compañero, Dante Del Castillo, le dice que Musa Azar quiere hablar con él. Lupieri escucha que, del otro lado, se pasan el tubo, y finalmente escucha la voz del subecretario de Informaciones: 

_Escuchame: ¿Por qué lo tienes parado a ese auto?

_Porque el chofer se niega a que lo revisemos_ le responde Lupieri, que ya ha puesto el teléfono en mano libre y está grabando la conversación  _Y adentro viene con droga y un arma que no está declarada. 

Después de un instante de silencio, la voz cavernosa de Musa se ofrece: 

_Escuchame bien: si vos lo dejas pasar vas a recibir veinte mil pesos por mes aparte de tu sueldo. 

Lupieri cobra dos mil pesos por mes. Diez veces menos. No sonríe, pero está satisfecho. Excitado. Le acaba de tirar la lengua a Musa. En otro tirón, le pregunta: 

_¿Y si no lo dejo pasar?

Del otro lado del teléfono, quizás Musa haya tragado saliva antes de mostrar los dientes: 

_Si no lo dejas pasar te hago echar ya mismo. 

_Me va a tener que hacer echar entonces, porque lo tengo grabado a lo que me acaba de decir y aquí se pudrió todo.

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