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Tiempos de Babel

3 Minutos de lectura

Por Ignacio Ratier.

Quizás es tiempo de sacar la cabeza del pozo del cálculo en que estábamos hundidos hace algo más de una década. La larga agonía de los años en que nos hicimos los boludos. ¿Te acuerdas? Qué manera de no verla venir, diremos en alguna charla de café, con más arrugas y más canas. Y con el peso de una experiencia histórica cuyas marcas olfateamos a la espera de poder pasarla. Sobrevivir. A como dé lugar, pero después de un largo tiempo en el que una porción gigante de la sociedad (¿qué nos dirá la palabra “sociedad” cuando pase lo que viene?) viene advirtiendo que esa es su moneda corriente: la de la supervivencia.

Los años de la teoría del conflicto permanente produjeron una categoría: la grieta. Y la grieta se convirtió en un estilo de vida para la política argentina y para los sobregirados de la rosca. Pim pum pam, la grieta por aquí, la grieta por allá, y el elefante te pasaba por al lado. La sociedad se fracturaba al calor de mantras con destino de anacronía: la aventura suicida de redistribuir sin crecer o la torpeza de blindar con el estatuto de mala palabra ideas elementales como la de “ordenar la macro”. 

El macrismo llegó cuando el estancamiento en la etapa superior del cristinismo se volvía intolerable para una clase media antes cautivada por el consumo de la recuperación posterior a la crisis del 2001. Y así como vino, se corrió, rápido, dejando un tendal (efectos permanentes) y una base de votantes que, lejos de ser propiedad de la marca política de Macri, se presentaban como un mensaje: o gobiernas bien o game over. Y la historia del albertismo es conocida.

En el pozo del cálculo era difícil no subestimar el daño que la desconexión de la política nos estaba infringiendo. Ahí es donde “casta” hizo sentido y caló hondo, mientras términos como “derechos” o “justicia” se vaciaban de sentido o se reconvertían en extrañas odas al punitivismo. Salir de ahí para desempañar el vidrio y asumir la (i)rresponsabilidad, sin los razonables peros de la pandemia, la guerra de Ucrania y la sequía. Sin peros porque aun con un hipotético viento de cola, se debe pasar en limpio que gobernar loteando cargos o, peor, gobernar no gobernando, sacándose de encima la mugre de ejercer el poder, produce de mínima escenarios trágicos: un nunca más también ahí.

Massa se calzó los pantalones y le llegó su hora cuando se había vuelto también un candidato viejo, un tipo desencajado de la época, con un contrato desactualizado en la mano. El gran síntoma fue que se le señalara como defecto su voluntad de poder, ¡justo eso!, cuando en el sillón presidencial soplaba un viento de western. ¿Qué más quieres que un presidente que quiera gobernar? Massa, que se abrió en 2013 para contener a la clase media amparada en la formalidad que se sentía estafada por el estado y por la clase media baja a la que cree que mantiene con su laburo, llegó tarde. Cuando la informalidad se hizo sujeto y se volvió mayoría. Una alianza por abajo entre el que se siente perseguido por el estado y la hace sin pedirle nada a nadie, y los que padecen la precarización y aprendieron el oficio artesanal de llegar con lo justo y a cualquier precio. Que siendo el ministro de economía de un gobierno que fracasó haya llegado a la segunda vuelta tiene casi un carácter milagroso.

La alianza por abajo tiene el sabor de la insurgencia. Los comunicados, los repudios, el arco político democrático, las instituciones, los rolingas, las swifties, los clubes de futbol y todo aquel arsenal simbólico resultó pólvora mojada. Porque la desconexión y la fractura ya habían cocinado el asunto. La reorganización conceptual llegó hace rato, todo un palo. Y los marcos teóricos de los bolsones de capital cultural universitarios y militantes se estrellaron con la imposibilidad de la comunicación. Tiempos de Babel.

El tema es que sucedió y toca enfrentarla. El nuevo presidente dijo lo que iba a hacer y avanzará en ese sentido. Ya no hicieron falta promesas de salariazo o revolución productiva. Y suena poco creíble que los contrapesos institucionales puedan evitar que la herida ya abierta hace años se extienda. Va a doler, probablemente, mucho. Pero si no hay aprendizaje, si no hay unidad y si no se aprenden los idiomas de una sociedad fragmentada y rota, poco se podrá hacer para construir una alternativa que un buen día llegue y nos ofrezca eso que ya suena lejano: vivir mejor.

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