#Notas

La poesía de Aníbal Costilla

9 Minutos de lectura

Aníbal Costilla nació en El Mojón, Departamento Pellegrini, Santiago del Estero, Argentina, en 1980. Es docente y escritor. Escribe poesía y cuento. Ha publicado los libros de poesías “Mojonerías” (Ed. Dunken, 2008), “Historia del Vacío” (2009), “El árbol de los pájaros secos” (2011), “Los días solitarios” (Subsecretaría de Cultura de Santiago del Estero, 2016) y “De este lado del río” (Editorial Equinoxio, 2018). Ha sido antologado a nivel provincial y nacional. Tiene libros inéditos de poesía y narrativa. Publicó textos en las revistas literarias Kundra, Tardes Amarillas, Revista “Enlaces”, TrenInsomne y en los diarios El Liberal y Nuevo Diario (Santiago del Estero, Argentina). Fue incorporado a la “Antología de Poetas Santiagueños” de Alfonso Nassif (2013). Integra la “Antología Federal de Poesía, Región Noroeste” del Consejo Federal de Inversiones (2017). Ha sido publicado en la Colección “2 Poemas” (Ediciones Arroyo, Santa Fe, 2018).

Subida de Línea presenta una selección de poemas de su última publicación, “Memoria del canto” (Ediciones Camelot América, 2018).

 

LA ARAÑA

 

Todas las estaciones son iguales para mí.

Yo me propuse sobrellevar y comprender

esta realidad que me sostiene en la cima del techo.

Las chapas de cinc derriten el aire:

es verano y mi cuerpo sabe eludir las llamas.

Cuando venga el invierno

mis nidos tal vez guarden el calor

(un nido helado es un corazón sin vida)

y poseerán el recuerdo de la luz, su música.

Adentro de la quietud nada explota,

pero laten los días que van a recomenzar.

 

He tendido mis telas, sabiamente.

La paciencia me salvará –o me convertirá

en polvo de las alturas—;

y cuando llegue el momento,

como una hojita movida por la brisa

voy a descender sobre las cabezas

de aquellos que una vez me han visto

pero que nada saben de mí:

por qué estoy aquí, qué espero,

si me alimento o si me duele el aire.

 

Todo saben ellos, pero nada conocen

—dijo cínicamente la araña.

 

Que giren las estaciones,

continúe el hombre su movimiento de muerte.

Yo recorro mi tela, me despliego

y espero señales,

a veces me tirita el cielo en los ojos,

pero aún no voy a caer.

 

EL CABALLO

 

Por entre las grietas del polvo

que la calle de tierra levantó,

se ve a un joven caballo

que cae con una brutal

quebradura de su rodilla derecha.

Un gemido brusco traspasó la tarde

y el escalofrío bañó de miedo

el lomo pelado de los paraísos.

 

La muerte hambrienta muerde el flanco

tembloroso del potrillo: aire frío corriendo

por el espinazo, como agujas de sangre pedregosa.

El hombre que observa la tragedia

quiere desprenderse del horrible escenario,

despertar de esa inesperada pesadilla.

Ese hombre (mi padre), ha visto el futuro

en los ojos insondables del tobiano,

y se le erizó el sufrimiento en la raíz del corazón.

Porque él, como un juego, le sacaba el lazo

para que retozara, iluminando sus crines.

 

¡Cuánto gozaba su arrogancia

y la solemnidad de su trote infinito!

En esos íntimos días

su arrojo galopaba en el viento invisible.

Hoy, el rostro sombrío, erguida la cabeza

sin recuerdos, aguarda el sacrificio y el espanto.

 

Los días han transcurrido, como el río del tiempo

y la herida gangrenada extendió

la enfermedad por el cuerpo inútil.

Un disparo estalla en la noche interminable.

Las antorchas se apagan

a lo largo del sendero, en silencio,

una a una,

como una vida que súbitamente se hace sombra.

 

 

LA LLOVIZNA SE DETIENE

 

La llovizna se detiene en el aire:

no necesita caer para recibirla.

Está ahí, como un racimo blanco.

Extendemos las manos para tocarla,

con cuidado, como si pudiera quemar

como chispas que saltan del carbón encendido.

 

Los lapachos ya no sentirán el espasmo,

sus flores también caen en violeta lluvia

sobre el suelo y por debajo de la luz.

Pronto el rocío encenderá las lámparas

cuando el sol, vencido, se desplome

detrás de las lomas inalcanzables.

 

Ilustración: E.H.D.G. (2010) de Iñaqui Ortega.

 

LA CAÍDA

 

Caigo en la siesta

como si cayera en el mar que me recibe

como a un hijo que regresa del espacio:

sin ruidos, sin la música de los caminos oscilantes,

con la certeza esquiva de las muertes caigo,

me deslizo adentro de los torrentes

y resurjo para respirar como un recién nacido.

Los pájaros se zambullen en el fondo de la marea,

son esos gritos que penan y se ahogan

pero que regresan en cada lágrima desprendida.

Una dorada guitarra

flota y se refleja en las olas que tocan el sol,

los pájaros se acercan y la rodean

como a un caballo muerto en medio de la playa.

Cuando intento tomarla con mis manos

se destruye y sus acordes explotan, se desbandan

con las aves hacia el cielo escurridizo.

 

¿Estaba yo preparado para hundirme así en la siesta?

¿De dónde me vino la voluntad para entregarme a los

                                                                                   [abismos?

 

Ahora subiré a la superficie

para que el viento y los sonidos

renueven mis ojos abandonados en la arena.

 

 

MAREO

 

Las ráfagas del viento golpean

las ventanas, con furia,

como si quisieran derribar

la pared de un mundo que se resiste.

Un lúgubre sonido,

como si raspara con un cuchillo

gastado la cáscara de algún alma;

todo gira, es un mareo

de círculos de arena,

no hay tiempo, todo se detiene,

de pronto se horroriza

la piedra temblorosa,

sacude la inquietud y los cimientos,

se escucha el sollozo gris de las tipas

que aletea desesperado en la angustia

del viento que se cierra

como los párpados de un muerto,

se escucha cómo llega

el líquido sonoro,

la lluvia toca el rostro de los techos

se expande, tal como las ondas que hace una piedra

cuando cae en el arroyo,

sin apuro, con tiempo aterrado,

sin apuro desliza

el polvo adherido a las hojas

heridas de los árboles.

No hay un tiempo para la lluvia,

y dura cuanto quiere y lo que puede,

como un pobre que ruega una limosna

en la calle, pero que cuando la recibe

la reparte con los que nada aguardan,

y espera, con paciencia:

al dolor, a la vida.

                            Afuera llueve,

aparte de eso, el mundo y su desesperación

siguen su marcha.

ALGARROBAS

 

He visto a las algarrobas

desprenderse de las ramas rebosantes

de dulzura, por propia voluntad

y por voluntad de la tierra

caer en el suelo cálido como un pesebre.

Así, la muerte asombrada va a caer:

llena, dulce como esa fruta dorada;

 

y por la acción del deseo de los pájaros

la luz de su interior sostendrá el silencio,

bajará la risa como un líquido

hasta el corazón de los vivos y de los ausentes.

 

Yo, solitario o en gozosa compañía,

con el sol hundido en los ojos

disfruto el sabor de ese regalo

feliz, olvidándome de todo,

como si la vida fuera azúcar

en el oro sereno de una algarroba.

DE PESCA EN EL RÍO HORCONES

Tiramos el anzuelo con carnada

al río y con paciencia esperamos

el pique, el tirón repentino y súbito,

que nos vigoriza el brazo

y arquea la caña hasta que cruje.

El pez, en la superficie, lucha con el aire

que pudo haberlo salvado, pero que no

lo hizo, y ahora

lo convierte en pescado

al que cortaremos la cabeza

y la arrojaremos por ahí, entre las piedras,

para que deje de mirarnos con esos ojos

transparentes y brillantes, como las escamas

de otros peces de otros ríos.

 

La visión de la carnada ha sido el fin.

El viento y la arena chocan la piel

que brilla con el reflejo que deja el sol

entre las piedras, por sobre la tarde,

como si todo estuviese programado.

 

INFANCIA

 

A mi madre, Mercedes

 

Yo nunca tuve nada, pero tuve el río,

la arena caliente debajo de mis pies,

la risa rebotando en los cerros azules y lejanos

como un eco ahogado por los recuerdos,

la infancia esfumándose con el sol de la tarde.

 

A pesar de todo, tuve los ojos

pensativos de mi madre

mientras sacaba algún pez a la superficie,

y mi hermano y yo saltando de alegría,

rodeándola, festejando su suerte:

dos niños pescando ilusiones

que nunca más serían las mismas,

pero sabiendo que la felicidad dura para siempre

en ese pequeño trayecto

camino de nuestra casa hasta el río.

 

DISIMULO

 

Mis manos palpitan la espera

como ese famélico monje

que aguarda la hora final

o la revelación de su vida.

 

Y la impaciencia se demora,

se vuelve arena entre mis salivas

que fermenta el vino inocuo.

Voy buscando la fugacidad,

porque yo sé de gastadas esperas,

y sé ganar lo necesario

para el corazón, como si ganara

la paga de un arduo día de trabajo,

sé depurar las petulancias

de aquellos que me persiguen.

 

Me mira con rabia la noche.

Y yo me masacro el instinto

dulcemente, como un lobo

esperando a los corderos.

 

La noche ya no me pertenece.

La vana caricia de mi espera

me abre las venas sin disculpas.

La noche es la mano

que sostiene mi insomnio.

 

Ya no espero. Ahora disimulo.

 

CIUDADES

 

Nubes como colchas cubren todo el cielo.

Lluvia de cuchillos caen sobre los techos descascarados

destiñendo la quietud de las terrazas.

Ciudades.

Vi ciudades completas caer después de las lluvias.

Las bocacalles reventaban como líquido eructo

y las avenidas daban saltos eléctricos de ranas

en medio del agua, sin hallar el corazón

del horror del mundo fisurado.

 

Ninguno de los dioses en los que creían

vino a socorrer a los ahogados.

Luego –y mucho después de esos diluvios—

el sol golpeó sus parches con un hueso

salado de hombre prehistórico.

 

Las ciudades bebieron todas las reservas de vino

que habían ocultado durante milenios

y –sabios y festivos— dieron a sus tripas y a su sudor

el alimento de grasa crujiente

que ardía en las parrillas de los festivales.

 

Todo recomienza en las ciudades

siempre, es la ley del amor urbano.

Todo renace en las ciudades,

como la explosión del sol cuando amanece.

 

NATURAL

 

En estos caminos

todo es silencio, mi señora.

Ese sonido que usted oye

son las voces agudas

de las catas en los algarrobos.

Eso también es el amor, lo natural,

como una pequeña vertiente del cerro.

Así corre el sonido de los pastizales.

 

El viento, de noche, adelgaza

el silbido de las almas en pena,

pero eso también debe ser natural,

como el sonido, o como la muerte.

 

El amor también es silencio,

aunque a veces cantemos juntos,

como amantes, y movamos el sueño del río.

El silencio no calla las cosas de su interior,

en eso somos idénticos,

pero mantenemos las bocas bien cerradas,

por las dudas.

 

Aquí todo parece silencio,

hasta la luz de un nuevo día,

aunque nada sea como es,

y aunque todo parezca natural.

 

LA ORILLA DEL RÍO HORCONES

 

Yo estaba a la orilla del río,

era el Horcones, mi río

al que veo con ojos cerrados

cuando vuelvo a la niñez,

y sentí, súbitamente,

la presencia abandonada de los muertos.

No era un río blanco (como cuando me sueño en él),

ni era marrón como en las crecientes

de febrero o marzo. No tenía color el río,

pero latía y las ramas que rozaban sus aguas

subían y bajaban en un sediento ademán de beso.

No tenía peces esa vez el río

pero con una piedra filosa le hurgué el corazón:

el agua no era su sangre,

pero era parecida, quizás sí lo fuera,

aunque también se parecía a mí.

 

Yo también latía con el río, con la piedra

y con el sol que danzaba en la arena brillante.

¿Qué buscaba yo en la orilla del río?

Tiempo buscaba,

descargar en su lecho todo el nuevo río

que nacía en mi vida;

una voz que me resucitara,

cerrar los ojos, tocar el agua,

olvidar las razones.

 

MEMORIA DEL CANTO

 

Yo examino la memoria del canto

y anhelo la luz musical de las aves.

Me respira en los ríos de mi goce

la suave brisa que viene del día

y de la noche rozados de tiempo.

 

¿No somos esa música

que viene del espacio

y nos funda con total libertad?

Poseemos muchos secretos adentro:

el mundo interno es un relámpago que se expande

hacia la dimensión de lo soñado.

No podemos extenuarnos ante lo vivido,

aunque debemos cantar la emoción,

mojar las lenguas en pozos de magia,

tomar la rosa y enterrar su herida iluminada.

 

El polvo es aire que todo lo mueve

y la muerte una posibilidad

infinita. El miedo también es polvo

de la nada, una ausencia

de deseos y de interrogaciones dolorosas.

 

Nuestra existencia es memoria de amor,

una insistencia de luz que perdura,

canto desprendido del espíritu

que repica en la alegría del tiempo.

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