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Ray Mundo

7 Minutos de lectura

 

Por Juan Mascaró.

Que difícil escribir sobre Raymundo Gleyzer desde este tiempo-mundo de trenes y subtes con aroma a limón, de festivales de cine que premian la ambigüedad. ¿Cómo hablar de un tiempo en que las palabras nombraban cosas? ¿Cómo hacerlo sin sonar taciturno y anacrónico?

Raymundo es un mundo para mí y para mucho/as. Como documentalista y como militante. Raymundo fue un revolucionario. Decir otra cosa antes que eso, decir que fue cineasta, trabajador de la cultura, documentalista, seria faltar a una verdad de su tiempo, una verdad que establecía jerarquías, donde la actividad, el oficio, estaba subsumida en esa condición, el escalón más alto como diría el Che (¿Se imaginan si lo recordáramos como médico?). A la vez, y por eso mismo, creo que la cualidad más grande del cine de Raymundo es haber sacado muchas cámaras a la calle diez, veinte, treinta y cuarenta años después del tiempo en que filmó.

La puerta de entrada a este mundo fueron para mi generación las secretas proyecciones de “Los traidores” en los 90, algunas de ellas organizadas por el historiador y coleccionista Fernando Martín Peña .

Gleyzer y Cine de la Base habían sido borrados de la memoria colectiva como muchas experiencias incómodas de los sesentas y setentas. La “generación-puente”, como se llamaban a sí mismos, hizo todo lo que pudo. Eran pocos, eran sobrevivientes vueltos del exilio. Nos contaron que había un tiempo-mundo donde las cosas tenían nombre. “Los traidores” es una obra monumental, potente. La mirábamos en copias destruidas. Un compañero santiagueño, Gustavo Caro, concluyo acertadamente que esas roturas de la película hablaban también del contexto en que fue hecha. Heridas que se ven.

Hay algo más en Los traidores, algo ausente en gran parte del cine revolucionario de propaganda: el conflicto, lo inconcluso. Raymundo lo nombraba así: «Los traidores es una película sobre la clase obrera argentina, sobre sus luchas y dificultades para construir una ideología revolucionaria. Es una reflexión política sobre las contradicciones en el seno del movimiento sindical

“Los traidores”, la ficción… el policial… el género como vehículo para llegar masivamente a los trabajadores. Ya habrá tiempo para hacer cine revolucionario, primero hagamos la revolución, decía provocador un Raymundo que ya había pasado por el cine antropológico (“La tierra quema”, 1964, “Pictografías del cerro Colorado”, 1965, “Ocurrido en Hualfín”, 1966); y el documental político (“México, la revolución congelada”, 1970), para llegar a los comunicados del PRT-ERP (1971-72) y en seguida a integrar la experiencia documental a la ficción – (varios personajes de Los traidores fueron construidos a partir de entrevistas reales con las cúpulas burocráticas de los sindicatos y varias tomas documentales fueron introducidas en la ficción) para tratar “el” tema de los primeros 70, la organización obrera y sindical clasista.
Sobre la primera etapa, la de los cortos antropológicos, menciona Paula Halperín, investigadora y compañera de esos años donde conocimos a Ray Mundo:

“Gleyzer, miembro central del Cine de la base, tiene una trayectoria anterior en el tiempo. Camarógrafo de Telenoche durante años, es el primer cronista argentino que desembarca en las Malvinas y realiza allí una verdadera etnografía del lugar. En esa línea trabaja también fuera de lo que realiza en Telenoche. Todos sus cortos de los ‘60 están elaborados con una mirada antropológica que en la Argentina tiene antecedentes en Tire dié, de la Escuela de Cine del Litoral (1958) fundada por Fernando Birri, y en Europa, entre otros, con Yo, un negro de Jean Rouch. Las preocupaciones sociales de Gleyzer son evidentes: todos los lugares que visita para filmar han sido castigados por una modernidad que sólo ha destruido los lazos sociales e impide a la gente establecer modos de vida acorde a los nuevos tiempos. Su mirada es crítica, pero no en un sentido romántico, ya que lo que vemos en Ocurrido en Hualfin, Quilino y Ceramiqueros tras la sierra, tres de sus films más logrados de los años ‘65/66, es un fino retrato de sectores del interior que viven muy al margen del ámbito urbano…»

Después vino esa maravilla llamada “Me matan sino trabajo, y si trabajo me matan” (1974). Maravilla porque nos reveló que el documentalista, el cineasta, no trata “profesionalmente” los temas, ni siquiera se identifica temporalmente con los sujetos filmados. No está de visita, de turismo revolucionario, por los conflictos que registra y narra. Es parte.

Ese “ser parte”, créanme, significó un salto cualitativo para mí y una generación, la de aquellos que comenzamos a filmar en los noventa, nos sumamos a las luchas contra el neoliberalismo de mediados y fines de esa década en la calle, en los barrios y terminamos participando, militando en movimientos sociales luego. Ese “ser parte” es el cuerpo, el tiempo, la vida. Ser parte se ve en la imagen, en los límites del cuadro, en las voces que se cuelan por el micrófono, en la luz que baña el cuerpo o el rostro de un compañero filmado, en la altura y los movimientos de la cámara, esa vida militante se escurre entre los cortes de las tomas al conformarse un secuencia, se desparrama en los debates por colocar, ordenar, quitar… Todo eso ocurre porque son nuestras manos militantes las que toman la cámara, nuestra espalda que la sostiene. Ocurre porque la cabeza piensa donde los pies caminan. Ahí se juegan los momentos más intensos de nuestras vidas como cineastas militantes. Cuando la construcción de una película (hecho normalizador del cine industrial) se subvierte en experiencia de formación política que guía el proceso mismo de investigación, rodaje y montaje. El hecho colectivo, incierto, que desborda todo el tiempo la película y que la enriquece al fin, que abastece de aquello de lo que un cine vital no puede prescindir: tener algo intenso para contar.

Ahí está “Me matan…” Ahí sigue como una puerta para quien quiera abrirla… Allí las imágenes articulan la narración retratando una cultura obrera basada en la olla popular, organizada por los obreros de INSUD a los que les deben 6 quincenas de paga, además de sus pésimas condiciones de salud a la que están sometidos: saturnismo.

“La situación de precariedad de esa vida es ironizada con bromas, música compuesta por ellos mismos y una camaradería que lejos de ser idílica permite ver las enormes dificultades que ya en el año 74 tenían los trabajadores y tod@s aquell@s luchadores/as sociales y políticos. Se puede trazar, a pesar de las diferencias en los tiempos históricos, una línea argumental y política entre Me matan y Los traidores. Está presente en la primera la crítica al peronismo, sobre todo en la figura de Isabel; a la Unión Obrera Metalúrgica (UOM) se la señala como cómplice de las condiciones laborales además de las muertes por saturnismo de los trabajadores. Hay un llamamiento a la unidad de los trabajadores como clase y de adhesión al FAS, en la figura de Rodolfo Ortega Peña, que es asesinado poco tiempo después, lo que lleva a que le dediquen esa película.”
Luego vino “Raymundo” (2002), biografía de Gleyzer realizada por Virna Molina y Ernesto Ardito (amigos y compañerxs, egresados de la Escuela de Cine de Avellaneda) que nos zamarreó a todxs.

En realidad recién a partir de allí entramos realmente a Gleyzer, entramos cuando pudimos conocer el contexto de su obra: su vida. “Raymundo”, película coral a pesar de ser una biografía, fresco de época pintado a partir de un enfoque humano, criticado en vos baja por núcleos duros de la militancia partidaria que veían una dosis demasiado alta de “lo humano” y poca “línea política” en el film. Como si la revolución no fuese un hecho profundamente humano y como si una vida coherente no fuera contundente línea política. No hay mística berreta en lo que trato de expresar, hay convicción sostenida por vidas de una generación que nos queda lejos pero sentimos cerca. A propios y extraños las experiencias de Cine Liberación y Cine de la Base imprimieron, además de un enfoque hacia el tratamiento de los temas, un modo organizativo. El cine colectivo reconoce algunos antecedentes, pero explota en los sesenta en el tercer mundo de la mano de un contexto donde los proyectos y las existencias eran también colectivos.

Raymundo fue proyectada infinidad de veces y duraban mucho más las charlas posteriores que disparaba. Eran diálogos contenidos por una coyuntura tan rica como la de los setentas: el “Que se vayan” todos del 2001. Entre la evocación de una frase de Raymundo y las estrategias para bancar la toma de una fábrica o las medidas de seguridad para la marcha del día siguiente se pasaban las noches y los días. ¿Utopía? ¿Fracaso? Parado hoy, celebro que tanta gente se haya puesto a pensar que el capitalismo podía no ser la cura a todos los males y, a la vez, preguntarse qué alternativas hay a este. No volvió a pasar masivamente. La profundidad y potencia de esa pregunta esta aún por develarse. La historia de los próximos años es su escenario. Ray Mundo, y la experiencia histórica de su generación, uno de sus motores.

Hoy viernes 27 de mayo a las 19 horas en la Ciudad de Buenos Aires, organizaciones de documentalistas convocamos al cine Gaumont a un homenaje a Raymundo. Allí se proyectará – esta vez sin heridas – una copia restaurada de Los Traidores. Se presentara el libro “Compañero Raymundo” con la presencia de sus autoras Cynthia Sabat y Juana Sapire, compañera de vida y de militancia de Gleyzer, a la que se entregaran, desde la Comisión Provincial de la memoria, los archivos de inteligencia sobre Raymundo recuperados de las garras de sus asesinos. Y celebraremos el día del documentalista en su honor. Palabra que llena el pecho pero que por esas cosas del sistema tenemos un poco olvidada. Esa noche, seguramente, volverá a asomar ese nuevo-viejo Mundo que venimos cultivando con el cine como herramienta.

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