#Coberturas#Política

Un poco Venezuela

4 Minutos de lectura

Por Soria y Obes.

Quien quiera «conocer» Venezuela, tener una idea aproximada del país que se acostumbró a vivir en crisis, puede llegarse al agonizante supermercado Emilio Luque, ex Eddy’s, preferentemente un domingo al mediodía, pasear la mirada por sus góndolas y arrojarse a caminar en la soledad de sus pasillos. Los domingos son el día de compras. Vaya sin bolsa, sin lista de artículos, por el gusto de probar que el rumor del pueblo aunque desolador es acertado: el súper cierra. Si es buen observador verá que el entorno, las entradas/salidas por Belgrano y Pedro L. Gallo, están vacías. Cunde la depresión en el área, el changarín que se multiplicaba a un tiempo empujando un changuito, y en simultáneo saltando a la calle, atravesando su cuerpo para parar un remís, hoy pide de favor unas monedas para llevar una bolsa de plástico que no pesa nada.

Las crisis recrean lazos de fraternidad, lazos que en el fragor de las jornadas, de la incesante actividad mercantil, pasan a los planos de la competencia, la frivolidad o la más fría indiferencia. Hoy el policía y el seguridad conversan codo a codo con las supervisoras y el bolsero, y algún cliente viejo interesado en saber algo más de lo que dice el rumor, opina que quien compre la empresa debe absorberlos con los mismos salarios y respetándoles la antigüedad.
Usted atraviesa la puerta y la línea de caja está anudada por las cabezas de las cajeras que cuchichean a toda hora. Cabezas parlantes y cabezas oidoras, hablan y pasan los mensajes horizontalmente. Rara vez se atraviesa un cliente, y las pocas veces es en la caja rápida de hasta diez artículos. Amas de casa turbadas por la noticia, señores curiosos que vienen a verificar el parte tan desgraciado.
La sensación es que nunca se está adentro, que aún faltan elementos físicos que den prueba de que estamos en un mercado, en una feria. Faltan las emociones que circulan en estos lugares donde se miden los salarios, el poder de compra y el estado de la microeconomía; cuánto cuesta la vida en tiempos de inflación; qué como, hasta dónde puedo cuidarme, si la necesidad vale como estilo de vida.
Ya no hay bebidas, ni blancas ni de las otras, hasta los sobres de jugo en polvo se han evaporado de los exhibidores. Una meca con botellas de fernet en el centro y de frente al ingresante, más dos heladeras repletas de Coca Cola por uno de los costados, desapercibidas, son las excepciones a la sequía inducida por Don Luque.
Salvando las distancias estos no lugares contradicen a Marc Augé, decepcionan las reglas del comercio en las que fueron erigidos; la sobremodernidad carente de flujos se convierte sin quererlo en un lugar de la decepción, de la inmovilidad, el fracaso de un comercio capitalista.
Y así recorres los pasillos como si estuvieras en un local de Farmacity, un orden sagrado de mercadería abundante y limpia, con la diferencia que es mercadería de última reposición, a lo sumo pasarán una franela o cambiarán el cartel del precio; es todo el stock, artículos repetidos, faltan marcas, variedades; la razón por la que está abierto son los artículos que de venderse obligarían con razón a cerrar.
Sobra el tiempo, alertados porque el depósito está vacío y los gatos comenzaron a migrar, los dependientes se reúnen informalmente en los pasillos a ver cómo siguen la lucha. La patronal se ilusiona con que el gobierno los rescatará a tres meses de las elecciones, el sindicato apuesta que el gobierno no permitirá que quinientas familias queden en la calle a tres meses de las elecciones, el gobierno, que cuenta día a día los tres meses que quedan para las elecciones, confían que pueden tirar hasta octubre y evitar los reclamos en la calle.
La retaguardia del súper resiste, ¿qué hay en el fondo que se mueve?, ¿con qué armas seducen a los peregrinos que deambulan en este páramo? Uno cree por un instante que está en el museo del supermercado, que es la representación de un supermercado en crisis, las góndolas vacías y llenas con productos repetidos, los pasillos de un hospital limpio, pero nada de prisa ni de aflicción. Es la crisis de un súper, un depósito inerme que ha caído en desgracia.
El desengaño termina justo por detrás, en la rotisería. Si usted entra al mediodía, rápido se ubica. Donde vea gente revoloteando unas vitrinas, todas inquietas, señalando una ensalada, «esa, no la otra», levantado un pollo al horno (con papas incluidas), o mirando fijamente el microondas como si en esa acción se jugase alguna posibilidad de acelerar la cocción, habrá dado con el lugar. Si llegó más tarde, o antes de que se arme la línea, trasponga la valla de entrada y diríjase en diagonal hacia el poniente. Espere, sea prudente, si no hay despachante el cocinero en persona saldrá detrás del telón de azulejos y le dirá si ha quedado algo y si alcanza.
La comida es el último nervio que mantiene vivo al negocio, sin la cocina y su comercio esto sería una muestra triste, las exequias de un monstruo que ayudamos a matar después que declararon su defunción.
Nos espanta el fracaso de los otros, sobrevivir es aliarnos con los que siguen vivos, contemplar la agonía del súper es hacer de flaneur y salir con una compra de kiosco.
Es justamente este aire de melancolía que encontré en el aeropuerto «Simón Bolívar» (Maiquetía, Venezuela): un lugar apagado, disfuncional, como si la apremiante crisis del país se colara en los detalles ornamentales, en la inercia administrativa y en el ánimo de los operarios. Es un poco Venezuela en el sentido imaginario del fracaso colectivo, de un fracaso que podemos revisitar en las partes de un sistema que se recicla dramáticamente.

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