#Entrevistas

Samanta Schweblin: “La oscuridad, la ruptura, lo problemático, es por definición el terreno literario»

6 Minutos de lectura

Por Nicolás Adet Larcher.

Una mujer sentada en su computadora desde Japón puede ver lo que hace en su cocina un hombre en Buenos Aires que terminó de almorzar y ahora está lavando los platos. La mujer sabe quién es él, conoce su intimidad, su rostro, sus hábitos, su rutina diaria. Él, en cambio, no sabe quién es ella, ni dónde vive, ni qué hace durante el día. Ella se desplaza por la casa de Buenos Aires, recorre los dormitorios, el baño, el living o a veces solo prefiere quedarse quieta y mirarlo. Él sabe que hay alguien que lo observa. Pero eso es todo lo que sabe.

Kentukis, la nueva novela de la escritora Samanta Schweblin, parece un capítulo de Black Mirror esparcido en 200 páginas, pero sería injusto resumirlo solamente en esa reducción. Kentukis es una novela sobre la conexión y la desconexión. Sobre la soledad latente en un mundo “hipersocial”, donde todos “nos conocemos” desde las cuatro paredes de nuestro monitor y nuestro celular; scrolleando todos los días en Facebook y en Instagram, viendo vidas ajenas de personas que verdaderamente no conocemos.

Los Kentukis son unos bichitos de peluches que se venden y se compran en cualquier lugar. Vienen con dos cámaras incorporadas, un micrófono y varios modelos de animales, desde cuervos hasta dragones. Miden treinta centímetros y tienen rueditas en su base para poder desplazarse libremente. En el mundo de Schweblin hay dos formas de acceder a un Kentuki. Una, es comprando un Kentuki para ser observado. Otra, es ser un Kentuki, lo que nos permite observar la vida de otra persona en cualquier lugar del mundo.

En ambos casos, las personas saben cómo funciona el truco. Si compro un Kentuki, tengo en mi casa un peluche que me acompaña todos los días y que es manejado por una persona real que yo no conozco. Si quiero ser un Kentuki, soy asignado a una dirección específica y permanente para siempre. Eso quiere decir que me puede tocar la casa de una mujer en Japón, la de un político importante en Ucrania o un geriátrico en Perú donde usen el bicho como entretenimiento para la gente mayor. Todo es posible.

Al principio cuesta entrar en los códigos del libro y hasta resulta confuso entender qué está pasando en las primeras páginas, hay que comprar lo que propone Schweblin para que el efecto funcione. Y a partir de ahí, la lectura se ensambla con los personajes y las situaciones a medida que los detalles de la historia aparecen en los diálogos y las descripciones. Son varias historias intercaladas, de personas distintas y con usos distintos de sus Kentukis. El mundo de los Kentukis nos hace dudar sobre los límites de la intimidad y los permisos virtuales que otorgamos. Schweblin inquieta y nos muestra cómo una herramienta como un martillo, en las manos equivocadas, puede convertirse en un arma.

Desde Europa, Samanta Schweblin habló con Subida de Línea y nos contó sobre Kentukis, sus procesos de escritura, sus lecturas y la literatura que cuenta los mundos tecnológicos.

 

 

¿En qué pensaste al momento de construir la dinámica entre los personajes del libro y esos animalitos llamados Kentukis?

Pensé en conexiones y contradicciones, en diferencias éticas, deseos cruzados, búsquedas personales. Supongo que hay un poco de todo esto en las relaciones que tenemos con los otros a través de las redes sociales, y «Kentukis» intenta funcionar como una suerte de espejo de ese mundo. Hay conexiones que quedaron fuera del libro, y por supuesto, sería imposible agotar las posibilidades que da este dispositivo. La novela apenas intenta explicar cómo funciona un kentuki y da cuenta de la inminencia de su peligro. Aunque el kentuki es solo un disfraz, quiero decir, no creo que esta sea una novela sobre tecnología, sino sobre las conexiones humanas, o mejor dicho, sobre las desconexiones, como un prisma en el que puede verse todas las esquinas en las que nuestros intentos de conectar con el otro no funcionan.

 

La literatura y el cine abordaron en muchas ocasiones las relaciones entre lo humano y lo tecnológico. ¿Ves una decisión general de narrar esos avances desde una visión un poco más oscura?

Sí, creo que estamos viviendo una racha de historias bastante oscuras. Hay un pesimismo fuerte y se me ocurren muchas razones por las cuales nos va a costar salir de ese lugar. La oscuridad, la ruptura, lo problemático, es por definición el terreno literario. Un libro cuya contratapa promete una historia de amor, es un libro sobre pérdidas y rupturas, un libro que habla sobre la vida está plagado de muerte, si la literatura no va hacia esos abismos no funciona ni le interesa a nadie que lea buena literatura. Pero es verdad que ha habido literatura más luminosa. Pienso en Ray Bradbury, por ejemplo, maestro del fantástico y de la ciencia ficción, fascinado por las tinieblas, tenía un optimismo y una fe en el ser humano que hoy realmente se extraña.

 

«Hay un pesimismo fuerte y se me ocurren muchas razones por las cuales nos va a costar salir de ese lugar. La oscuridad, la ruptura, lo problemático, es por definición el terreno literario»

 

¿Cómo trabajas el proceso de escritura y lectura para una novela y para un libro de cuentos?

Cada historia y cada libro tiene su forma y sus maneras de ir creciendo, es difícil pensar en un modo general de trabajo, pero a ver, lo intento. Las ideas -ese click que ilumina una imagen, o ese choque entre varias otras ideas que se solucionan en algo nuevo-, aparecen casi siempre en momentos insólitos. No tengo un método para ellas, e incluso me animaría a decir que casi siempre suceden por fuera del espacio de la escritura. Así que ando siempre con un cuadernito y voy anotando. Perdí el último en el Filba, en una fiesta en Eterna Cadencia, y todavía estoy rezando para que alguien lo encuentre y me lo devuelva. Y es que soy muy olvidadiza, por más que me guste una idea, si no la anoto, la pierdo.

Luego, en lo práctico, trabajo siempre en la mañana. Entre las diez y las tres de la tarde. A veces muy focalizada, a veces muy dispersa, ambos estados funcionan a su manera, buscan y encuentran cosas muy distintas. Me acuerdo que en mis primeros años de escritura escribir y corregir eran dos etapas separadas. Y «corregir» tenía mucho de todo lo malo que trae esa palabra, es decir, era calibrar, disimular, recortar. Con el tiempo perdí la etapa de la corrección, ahora no siento que corrijo sino más bien que escribo y reescribo, y vuelvo a reescribir. No hay corte y me encanta este cambio, que se dio justo después de Pájaros en la boca.

Cuando el manuscrito empieza a tomar forma lo doy a leer. Pruebo los textos una y otra vez, diez, veinte veces. Tengo dos o tres amigos, lectores bestiales o escritores que admiro mucho, que leen estos borradores, pero también lo doy a mi familia o a conocidos ocasionales. Sé que es una fantasía pensar que, como narradora, puedo medir dónde está parado exactamente el lector en cada momento del cuento, pero me sirve esa ilusión, cuento con ella para seguir trabajando.

 

¿Qué autores/as o productos culturales consumes en la actualidad?

A ver, esta semana estoy leyendo «Arte Duty Free», de la alemana Hito Steyerl, que son textos que piensan sobre todo el cruce entre arte, nuevas tecnologías y política. No puedo parar de subrayarlo. Ah, sí, y acabo de terminar una novela preciosa, «Sofia Petrovna», de una autora rusa que me era absolutamente desconocida hasta ahora, Lidia Chukóvskaia. Sobre una viuda joven que trabaja en una importante editorial de Leningrado, adoradora de la revolución y su partido, y de cómo, cuando este mismo estado apresa a su único hijo, ella va cayendo poco a poco en ese otro lado oscuro que trae la revolución, y que hasta entonces no había sido capaz de ver. Tan exquisita, tan literaria y conmovedora.

En arte estoy metida hace unas semanas con la obra de Paula Rego. La descubrí en un museo exclusivamente dedicado a ella que hay en Cascais, en un viaje reciente a Portugal. Me acuerdo que vi sus inmensos cuadros al óleo sobre mujeres a punto de practicarse a sí mismas abortos, en muy malas condiciones, y pensé ¡cómo puede ser que no conozcamos esta autora en Argentina! Y no solo por estas imágenes en particular, de hecho, su colección sobre los cuentos de hadas -empapados de su propio y brutal revisionismo- fue lo que más me impactó de ella. Compré una catálogo con entrevistas y textos sobre ella y lo voy leyendo de a poquito. Luego, en Buenos Aires, fue una grata sorpresa escuchar el discurso de Catherine Millet en el Filba, con diapositivas de Paula Rego de fondo y ver a todo el mundo anotando su nombre. Que alegría los nuevos descubrimientos.

 

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